Opciones de publicación para autores independientes

En la actualidad hay varias opciones de publicación: libre, autopublicación, coedición y editorial tradicional. Hoy quiero hablarles un poco sobre esto.
Si bien estoy segura de no haber explorado aún todas las posibilidades dentro de cada una de ellas, me he topado con algunas que me resultaron bastante interesantes, sobre todo para aquellos autores que, como yo, no disponen de mucho dinero para invertir en su obra.
Muchos lectores prefieren el formato físico, sin embargo el formato digital tiene beneficios que quizás aún no logramos ver por aferrarnos al romanticismo de tener en nuestras manos aquel precioso objeto de aromas amaderados con un ápice de tinta. Lo cierto es que, si estamos pensando en comercializar nuestras obras, debemos tener en cuenta ambas opciones, y la impresión en físico no siempre es posible por su costo.

En primer lugar, me gustaría hablarles de cuestiones legales, porque también de eso dependerá la elección a la hora de buscar hacer realidad nuestro sueño.
Tenemos dos opciones que se relacionan directamente con el tipo de escritor que seamos:
1: Escribir por gusto y que no nos importen nuestros derechos en absoluto.
2: Ir por el camino de la legalidad para obtener algún beneficio o, en todo caso, que no lo obtenga otro a costa de nuestro trabajo.

Cada país tiene un organismo que se encarga de registrarnos como autores y crear un lazo internacional con nuestras obras. En Argentina, este organismo es la Cámara argentina del libro .
Si bien los derechos de autor se generan al instante de la creación del objeto en cuestión, en este caso el libro, cuento o relato (la obra), siempre es menester tener un apoyo legal por cualquier eventualidad. Este apoyo legal es la propiedad intelectual.
Hace un tiempo atrás les hablé de Safe Creative, quien actúa como "testigo" ante algún problema (puedes leer la entrada AQUÍ). Si pertenecemos al primer grupo, bastará con registrar allí nuestras obras bajo las licencias gratuitas de Creative Commons. Sin embargo, si queremos que nuestra obra esté realmente protegida y tomarnos de forma seria su distribución y nuestro reconocimiento como autores, lo más recomendable es recurrir al organismo correspondiente en nuestro país y obtener la propiedad intelectual.
Cabe aclarar que a través de Safe Creative también se puede obtener la propiedad intelectual completa. Bastará con visitar el sitio y leer hasta la letra pequeñita.


Publicación libre


Si solo quieres ser leído y no te interesan tus derechos ni nada (o simplemente no quieres publicar en físico o digital), tienes varias opciones de publicación. Existen plataformas para escribir libremente que no te exigirán absolutamente nada (bueno sí, quizás algunas te exijan cierta calidad o estén atentas a tu contenido) y en las cuales no hay límite para tu imaginación y creatividad. Tal es el caso de WattpadLitnet (Booknet)InkspiredBookista y otras. También puedes crear tu propio blog (gratis) a través de Blogger (que pertenece a Google), Wix o Wordpress. Este blog, por ejemplo, está hecho en Blogger, y aunque no lo creas no es para nada complicado hacerlo, así que no dejes que el miedo a la tecnología te gane.
Una vez que tus textos estén cargados a la plataforma que hayas elegido (puedes hacerlo en todas si quieres), solo quedará compartir los enlaces a través de tus redes sociales para mostrar lo que haces. Y si algún día cambias de opinión y quieres ganar algo de dinero con tu obra, tienes la opción de la publicidad en tu sitio (a través de AdSense) o abrir una cuenta de PayPal para donaciones, tal como lo he hecho yo.
Cabe aclarar que sitios como Wattpad y Litnet cuentan ya con opciones de pago para obras de mucho éxito y que cumplan con ciertas características, pero también debo advertirte que la piratería es algo que está muy presente en estas plataformas.


Autopublicación


Si perteneces al segundo grupo, el primer paso es ser reconocidos como autores independientes ante el organismo de tu país. En Argentina, por ejemplo, al ser autores independientes podemos registrarnos como "autor-editor". El registro de autor tiene un costo y se hace por única vez.
Luego viene el registro de la obra en sí, que incluirá el ISBN, catalogación, ISBN para versión digital, propiedad intelectual... todo está detallado en la misma página del organismo (CAL). Estos montos no son demasiado elevados, sobre todo por lo útiles e importantes que son para la identidad de nuestra obra y su futuro. Y lo mejor de todo esto, es que los trámites pueden realizarse vía online.


No es obligatorio que un libro cuente con un ISBN para poder imprimirlo, ya que hoy en día existen editoriales independientes e imprentas que pueden encargarse de que nuestro libro se vuelva tangible, incluso imprimiendo solo una unidad para nuestra biblioteca personal. Todo esto, claro está, mientras sigamos por el camino de la autopublicación
Tal es el caso de, por ejemplo, AutoresEditores, que además cuenta con una librería virtual donde podremos comercializar nuestras obras si así lo deseamos, ya que trabajan con la llamada "impresión bajo demanda", un invento maravilloso que nos permite a los autores no invertir en 50 o 100 copias que quizás mueran en nuestro altillo porque no tenemos los suficientes amigos o familiares para que nos los compren por puro compromiso 😄.
Sin embargo, si un libro tiene ISBN la impresión queda libre de impuestos, así que el ISBN no es una mala inversión.
En el caso de Autores Editores, si bien ellos ofrecen el servicio de edición, maquetación y creación de portadas, también nos enseñan a hacerlo por cuenta propia y así evitar gastos que no podemos solventar. Gracias a planillas prediseñadas, videos instructivos y una explicación muy clara, no es para nada imposible realizar por nuestra cuenta todas estas tareas. Pero, en el caso de que hayamos cometido errores, ellos no se responsabilizarán por eso, por supuesto.
Existen otras plataformas de autopublicación más conocidas como Amazon KDP, Lulu, Bubok, Google books y tantas otras. En algunas de ellas, como Amazon, se encargan de ponerle un ISBN a tu libro si no lo tiene, pero recuerda que es IMPRESCINDIBLE que tengas tu propiedad intelectual previamente. No cometas el error de creer que el ISBN o los derechos de autor te protegerán, mucho menos si ese ISBN te lo está otorgando un organismo que no es el oficial. El ISBN no tiene nada que ver con la propiedad intelectual, es simplemente un código de catalogación y comercialización que le pertenece a la obra o, mejor dicho, a la edición de la obra. Y el derecho de autor es tácito, hay que dejar constancia de él de alguna manera (a través de la propiedad intelectual) para que exista de forma tangible. No se puede andar por la vida al grito de "¡eso es mío!" sin tener "un papelito" que lo avale. 
Mi consejo es que entres a cada uno de sus sitios y leas hasta la letra pequeñita, y luego consultes en diferentes grupos en busca de experiencias de colegas. 
También tienes la opción de comercializar tu obra por tu cuenta a través de una tienda virtual, por ejemplo PayHip. Las tiendas virtuales nos permiten cargar nuestra obra y agregar un botón de carrito a nuestros sitios (blogs o páginas) para que el cliente pueda adquirirla. También tienen varias opciones de promociones (como descuentos si compartes el link de compra en tus redes o un descuento del 25% por cada nuevo comprador que consigas), lo cual es ideal a la hora de promocionar nuestra obra.
También, si tienes en tu poder ejemplares en físico, puedes hacer uso de sitios como Mercado Libre.

Imprenta


Puedes ser 100% independiente y encargarte de la corrección, la portada y la maquetación de tu libro tú solo. Sería genial poder contar con una mega impresora en casa para poder prescindir también de eso, pero "el bolsillo no da y el espacio tampoco". Para estos casos (y este es mi caso), contamos con imprentas que ofrecen este servicio. Tal es el caso de Servicop (la imprenta que yo utilizo), que ofrece determinados formatos entre los cuales podemos elegir, con un mínimo de 10 ejemplares. 
Antes de seguir, aclaro que Servicop también brinda servicios editoriales y acaba de abrir, incluso, un espacio especial para sus autores, pero en esta ocasión hablaré de ellos como imprenta.
Si sabes maquetar, hacer portadas y confías en tu autocorrección, puedes consultar los formatos ofrecidos por la imprenta para adaptar tu libro a alguno de ellos y solicitar un presupuesto de impresión por la cantidad de ejemplares que necesites. Esta es la opción más económica dentro de lo que es la autopublicación, ya que, aunque los ejemplares te cuesten un poquito más caros por ser pocos, te ahorras no solo un montón de ejemplares que quizás queden eternamente en una caja bajo la cama sino también el gasto de corrección, maquetación y portada. Claro está que el resultado final depende 100% de tus habilidades y tu compromiso, y si no confías en eso, esta no es la opción correcta para ti.
Hay muchas imprentas que trabajan de esta manera: uno se acerca llevando los archivos y ellos lo imprimen. Pero procura acercarte antes a consultar cuáles son los formatos que ofrecen (tamaños, gramajes, tipo de impresión...) para poder trabajar en tus archivos ya basado en eso. Tendrás que aprender muchas cosas para trabajar de esta manera, pero vale la pena.
 

Coedición


La única forma de publicar que yo conocía (aparte de la tradicional) antes de enterarme de la autopublicación, era la coedición, lo que me hizo pensar que nunca iba a poder tener una obra mía entre mis manos o en la biblioteca de mi pueblo. Si hoy comprar un libro es algo que no todo el mundo puede darse el lujo de hacer, ¿cómo yo voy a imprimir 50? Pero he descubierto que algunas de estas editoriales, que no trabajan con impresión bajo demanda sino con tiradas de cantidades superiores a 50 unidades, nos permiten financiar nuestra inversión. Tal es el caso de Tinta Libre Ediciones, por ejemplo. Entonces, esa también es una buena opción si somos parte del grupo amante de lo físico y si nos gusta la idea de ir por ahí con nuestro libro bajo en brazo a la espera de una buena oportunidad para venderlo, o si tenemos la intención de hacer una presentación, donación o lo que fuera.
Las editoriales de coedición te ofrecen servicios de edición, corrección de estilo, maquetación, diseño de portada, publicidad, presentaciones... todo esto a cambio de su correspondiente costo, por supuesto. Esto no es ilegal ni una estafa (como suelen creer muchos escritores), son servicios para el escritor de parte de gente que tiene experiencia. Que las regalías no te convenzan o que alguna no cumpla con lo pactado, es otro tema.
Sin embargo, te aconsejo realizar varias consultas y buscar tu conveniencia, quizás la ansiedad pueda jugarnos una mala pasada. Hoy en día cualquiera se cuelga un cartel de "Editorial" y te ofrece el mundo en las redes sociales. No dudes en consultar a colegas y en investigar a fondo frente a ofertas de editoriales de coedición, ya que muchas de estas suelen perseguir al escritor a sol y sombra hasta conseguir un contrato, y no les interesa en lo más mínimo la calidad final de tu obra o tu futuro.
De hecho, si ellos son quienes te buscan, DESCONFÍA. No creas que es por tu talento, no te dejes endulzar. El pulido de una obra desde manos del escritor a la librería es un trabajo de meses y muchas de estas editoriales se jactan de publicar decenas de libros por mes... ¿eso no te dice nada?


Editorial tradicional


La tercer opción es la clásica: enviar nuestra obra a una editorial de renombre y esperar a que sea leída y juzgada. Si la editorial cree que puede venderse bien, ella se encargará de la edición, impresión, distribución y venta de los ejemplares que considere necesarios ofreciéndonos regalías por cada venta. De esta manera nuestra inversión es nula... o quizás no, porque podemos estar mucho tiempo esperando una respuesta que tal vez jamás llegue y no sé hasta que punto esa incertidumbre resulta emocionante.
Tampoco sé qué tan presente está el autor en este proceso. Debido a que la editorial trata a la obra como un producto comercial, puede que considere oportunos ciertos cambios en ella para un mejor recibimiento del público objetivo. Si estás dispuesto a esto y no tienes apuro en publicar, puedes estar atento al inicio de recepción de obras de las editoriales tradicionales (muchas de ellas se especializan en géneros o los van rotando según la conveniencia en el mercado).
Claro está, ya no serás un escritor independiente, incluso la coedición te deja un poco en la cuerda floja (aunque tú seas el que ha pagado por todo), pero esta no es una cuestión que deba detenerte a la hora de ver cumplido tu sueño. Son simplemente definiciones y etiquetas, y aquí lo importante es tu obra.


Eso es todo por ahora con respecto a la publicación.
Si tienes información sobre el tema no dudes en dejarla en comentarios, así ayudarás a tus colegas escritores a tomar una decisión con respecto a sus obras. 









"No me olvides nunca" - de Sergio Lozano Zarco


   Lucía estaba emocionada, por fin después de varios meses podía ir a ver a su abuela.
   La última vez que la había visto no había sido especialmente agradable, no conseguía quitarse de la cabeza aquella escena en que los enfermeros entraron en su casa y tras mucho rato, rato que a ella le pareció eterno, se llevaban a su abuela llena de máscaras, tubos y montones de aparatos que ella no entendía para que servían, pero que a sus nueve años estaba claro que no anunciaban buenas noticias.
   «De aquello había pasado ya mucho tiempo», pensaba mientras peinaba el pelo a su poni rosa, en el asiento del coche que conducía su madre.
   Junto a ella su tía Ana, y entre risas y juegos las tres se dirigían al nuevo hogar de la abuela Marta.
   Por el camino, camino por el que Lucía no había pasado jamás en su corta vida, su madre y su tía, ya con un tono un poco más serio, intentaron ponerla en situación de lo que en aquel lugar se iba a encontrar.
   Lucia, ¿sabes que vamos a ver a la abuela Marta?
   Pues claro que sí, mamá contestó ella.
   Bien, pues tienes que saber que la abuela está un poco malita y que a lo mejor no está como cuando vivía con nosotros en casa.
   ¿Por qué me dices eso, mami?  
   No lo sé, hija.
   Es para que intentes portarte bien y no armes mucho jaleo interrumpió la tía Ana.
   No os preocupéis, ya soy mayor, no voy a hacer ruido ni nada, solo voy a darle estos dibujos a la abuelita y a contarle lo de mi examen de mates.
   Sin más comentarios, y con una mirada cómplice de su madre hacia su tía, llegaron al nuevo hogar de su abuela.
   «Es un sitio precioso», pensó Lucía, una casa enorme rodeada de jardines y árboles, apenas se escuchaba algún ruido. Y el sonido de los árboles al ser zarandeados por el viento parecía música para los oídos aun vírgenes de aquella pequeña niña.
   Las tres entraron en aquel enorme lugar: un gran recibidor y silencio, fue cuanto se encontraron.
   Tú espera aquí un momento.
   Vale, mamá contestó Lucía sentándose en un sillón que parecía quedarle grande, como cuando jugaba a ponerse la ropa de su hermana.
   Tras un rato de no moverse para que no le llamaran la atención, miró tras de sí por encima de aquel sillón y vio como una señora mayor, sentada en una silla de ruedas, miraba fijamente, con la mirada perdida, hacia el jardín que adornaba la parte delantera de aquel edificio.
   Lucía, olvidando las palabras de su madre se acercó a ella, no quería molestarla y tras un rato de observarla con infantil curiosidad se sentó en una silla, junto a aquella desconocida señora.
   Me llamo Lucía, ¿y tú cómo te llamas?
   La anciana volvió la mirada hacia la niña, y sin decir una sola palabra le dedicó una mirada tierna, una mirada que a Lucía le recordó de inmediato a su abuela Marta. Sobresaltada por aquel pensamiento, le dio un beso a aquella desconocida mujer y, corriendo hacia el sillón que le quedaba grande, se sentó de nuevo a esperar a que volvieran su tía y su madre.
   Mientras estaba allí sentada ojeaba sus dibujos, los que había traído para su abuela, y absorta en ellos, escuchó lejana la voz de su madre que venía del fondo de un larguísimo pasillo.
   Vamos, Lucía, ya puedes pasar.
Sonriendo, y enfilando el pasillo por el que había venido su madre hacía un segundo, un pensamiento le hizo soltar la mano de su madre.
   Espera un momento, mamá dijo volviéndose hacia la señora de la ventana, y le dio uno de los dibujos que había traído. Tome, para usted, lo he hecho yo misma y al ver a que la señora no decía nada, dejó el dibujo sobre sus rodillas y de nuevo le dio un beso en la mejilla. Esta vez aquella mujer no se volvió para mirar a la niña, pero Lucia se dio cuenta de que una lágrima caía suavemente por el pálido rostro de aquella enigmática mujer.
   ¡Lucía! elevó un poco la voz su madre, y haciendo un gesto de desaprobación hizo que la niña volviera de inmediato, te he dicho que no molestes.
   Lo siento, mamá contestó cabizbaja.
   De la mano de su madre, y ya llegando frente a la puerta de la habitación donde estaba su abuela, su madre se arrodilló poniéndose a su altura y seriamente le dijo:
   —¡Lucía!, la abuela está en esta habitación, está un poco enferma. Lucía vio como los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, pero no llegaban a caer.
   No te preocupes, mamá, ya lo sé, ¡tengo nueve años, no soy una niña!
   Está bien, entremos dijo su madre dándole un cálido beso en la frente.
   Lucía abrió la puerta, era una habitación no muy grande, «más o menos como la mía», pensó.
   Todo estaba limpísimo y en orden, como a la abuela le gustaba. Se acercó lentamente hacia el cabecero de la cama. Su tía Ana, que estaba sentada en una silla junto a la cama, se levantó para dar paso a la niña. Lucía con una gran sonrisa cogió con fuerza la mano de su abuela y le dio un gran beso. «Es el beso más fuerte que he dado nunca», pensó.
   ¿Qué tal estás, abuelita? preguntó. Su abuela no contestó.
   ¿Está dormida, mamá?
   No, hija contestó la madre dejando caer, ahora sí, las lágrimas de sus ojos.
   ¡Abuelita, soy yo!, Lucía. Mira te he traído un montón de dibujos que he hecho para ti todo este tiempo, te he echado mucho de menos. ¿Sabes? He sacado un nueve con cinco en mates y solo Carla Jiménez me ha superado. ¿Y sabes, abuelita? Para mi cumpleaños vamos a hacer una fiesta de disfraces, vendrás, ¿verdad? Aunque no hace falta que tú te disfraces si no quieres.
   Su abuela no contestaba, simplemente miraba hacia la niña con una tierna mirada, una mirada que hacía solo unos minutos había visto en aquella señora de la entrada.
   Su madre y su tía, que presenciaban la escena desde la puerta de la habitación no hacían más que secarse la nariz.
   ¿Por qué no me contesta, mamá? preguntó Lucía, no sin temor.
   Verás cariño se acercó su madre, la abuela esta malita.
   Ya, pero ¿qué tiene eso que ver?
   Su madre respiró hondo.
   Verás, mi amor, la abuela tiene una enfermedad que hace que no se acuerde de las cosas.
   ¿Y no se acuerda de hablar? replicó Lucía.
   Eso es, cariño, no se acuerda de hablar.
   Y además está muy cansada irrumpió a tiempo la tía Ana.
   No había necesidad de decirle a la niña que su abuela, a la que adoraba, no se acordaba de su nieta, ni de sus hijas, ni de prácticamente nada.
   Tras un silencio desgarrador, la niña, que se había dado cuenta de la intención de su tía, miró de nuevo hacia su abuela y poniéndole tiernamente la mano en la mejilla le dijo: «No te preocupes, abuela, yo vendré todos los días y te leeré cuentos y te contaré historias como hacías tu cuando yo era pequeña y ya verás cómo te vuelves a acordar». Y dándole otro gran beso se alejó un poco hasta situarse a los pies de la cama.
   En el camino de regreso a casa solo hubo silencio, ni una palabra, ni música, solo el ruido de los neumáticos al rozar el asfalto. Dejaron a la tía Ana en casa y de nuevo silencio.
   Ya mientras cenaban con su padre y su hermana, Lucía preguntó si podría ir todos los miércoles a ver a la abuela.
   Pues claro, mi amor.
   Ya verás cómo consigo que la abuelita se acuerde otra vez de las cosas dijo alegre Lucía.
   Y así fue: desde aquel día Lucia acompañaba todos los miércoles a su madre y a su tía al nuevo hogar de la abuela Marta, y tal y como le había prometido le leía cuentos y le contaba todo lo que había hecho durante la semana.
   Su abuela se limitaba a mirar a Lucía con aquella tierna mirada, pero Lucía no perdía la esperanza de que su abuela recordara todo lo que ella le contaba.
   Y llegó el invierno, cada vez anochecía más pronto, y las hojas de los arboles casi tapaban la calle, incluso un día Lucía se resbaló por su culpa, se dio un buen golpe que la tuvo un par de días en cama.
   Una tarde en la que el frío no invitaba a salir a la calle, sonó el teléfono.
    ¡Es para ti, mamá! gritó Lucía a su madre, que estaba en la habitación. Cuando su madre contestó, Lucía vio cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, como la primera vez que fueron a ver a la abuela a su nuevo hogar.
   A Lucía no le hizo falta ninguna explicación y, con infantil emoción se agarró a su madre hasta que las fuerzas le fallaron.
   Unos días después de aquella llamada, Lucía, su madre y la tía Ana volvieron a la habitación donde la niña había compartido los últimos meses de la vida de su querida abuela Marta.  
   En un solemne silencio, la tía Ana y su madre recogían la ropa y algunas pertenencias de la abuela, cuando de repente Lucía giró la cabeza hacia un escritorio que había frente a la cama. En él, una nota escrita con anciano pulso rezaba así:
                         
 Lucía, yo no te olvidé nunca.







"Mi hermana María" - de Sergio Lozano Zarco



   La tarde de domingo estaba llegando a su fin, habíamos  pasado lo que se suele decir un día completo, jugando todo el día en la piscina entre aguadillas y bromas, después mi padre nos había obsequiado con una paella marca de la casa, lo único que sabía cocinar, pero que había conseguido perfeccionar con los años, y aunque el sabor y la textura eran mejorables, por lo menos  ya nadie caía enfermo.
   Mis hermanos mayores ya habían dejado sus partidos de fútbol en la PlayStation, cosa digna de ver. Alberto, que ya peinaba sus casi veinticuatro, se ponía en plan hooligan del Manchester United, peleaba cada balón como Braveheart, puede que le quitaran la vida, pero jamás perdería contra Iván, dos años menor que él.
   Iván, por su parte no hablaba mucho, se concentraba en el juego de tal forma que si las paredes se cayeran a su alrededor no se inmutaría lo más mínimo y era muy gracioso ver como de vez en cuando se cabreaba con las decisiones del árbitro, como si éste fuera real.
   Mi padre, un gigantón de dos metros y ciento veinte kilos, ya había regresado de su hibernación. Cocinar le dejaba «muerto matao», como él siempre decía, yo más bien se lo achacaba a los tres platos de arroz que se metía para dentro, y mi madre estaba preparando el café que todos, menos mi hermana pequeña y yo, degustaban en el porche cuando el sol ya se alejaba de nuestra vista.
   Ya rondaban las ocho cuando por un momento pareció que el silencio le ganaba la partida a nuestra reunión. Mercedes, la novia de mi hermano mayor, con el ánimo de cortar aquel silencio, se dirigió a mi madre: «¿Por qué no sacas los álbumes de fotos que me habías prometido?». Mi madre no había terminado de oír la última palabra cuando ya enfilaba el pasillo hacía el armario dónde guardaba los ochocientos mil álbumes de fotos de la familia, y eran solo ochocientos mil porque mi padre nunca encontraba el momento de revelar las otras dos millones de fotos que almacenaba en su ordenador, su móvil, su portátil, su cámara de dieciséis mega píxeles y algún que otro dispositivo de almacenamiento que habría por algún rincón de la casa.
   Mi padre, como la mayoría de los cincuentones, trataba de adaptarse a las nuevas tecnologías que se habían comido su mundo anterior, y suplía su ignorancia al respecto comprándose lo más caro de El Corte Inglés, aunque luego no supiera ni encender el aparato en cuestión. «Esto está mal», solía decir cada vez que una de las morcillas que tenía por dedos aporreaba el último cacharro adquirido.
   Mi hermano Iván, que era el técnico oficial de la familia, siempre estaba al quite, y sus discusiones tecnológicas con mi padre eran dignas de los debates de tasca rural.
  ¡Papá! decía como el que intenta enseñar álgebra a un orangután, que lo que importa realmente es el zoom óptico, no los mega pixeles. 

  ¡Tú que sabrás respondía mi padre con tono arrogante, qué zoom ni zoom!
  ¡Papa! volvía al ataque mi hermano, que para las fotos de diez por quince, con medio mega pixel te vale, ¿o es que vas a imprimir vallas publicitarias?

   Mi padre, que antes de asumir una derrota dialéctica era capaz de batallar hasta el alba, no hacía más que rebatir las palabras de mi hermano con absurdos de los que llegado un punto ya no tenía por dónde salir.
   ¡Qué juventud, todo lo sabéis, y no tenéis ni idea de nada! remataba cuando se sentía acorralado.
   Mi madre, tras perderse la batalla, afortunadamente, llegó cargada como la mula del pesebre, con los cientos de miles de fotos. Unos álbumes eran grandes, otros diminutos, y los traía todos a sabiendas de que el escrutinio duraría más allá de la hora de la cena.
   Procedimiento habitual, todos sentados a la mesa, por orden de importancia: mi padre presidiendo la mesa, junto a él María, la niña de sus ojos, de seguido mi madre oculta tras los tomos y junto a ella Mercedes, la cuarta novia formal de Alberto en los últimos seis meses; así era él, un romántico. Mi madre juraba y perjuraba que no quería que le trajera chicas a casa, porque se encariñaba con ellas y él luego las dejaba. «Esta es la última, mamá», mentía una y otra vez.
   Tras Mercedes, Alberto, de seguido Iván, y por último un servidor, que a mis trece años me encontraba en ese momento de la vida en el que ni eres niño ni eres hombre, en el que los brazos parecían no hacerme juego con el resto del cuerpo, y en una edad dónde a ratos me trataban de usted y a ratos de tú, según el momento y la compañía.
   Mi madre abría fuego con el azul, en el que estaban los antepasados de la familia, fotos en blanco y negro, carcomidas por los años y que según mi padre, «eso sí que eran fotos y no las de ahora».
   Mercedes prestaba toda la atención que podía, intentando memorizar cada nombre, cada parentesco, «para lo que vas a durar», pensaba yo. Una vez se terminaba el primer álbum, en perfecto circulo a derechas, iban deslizándose las instantáneas como si de patatas calientes se tratara.
   A mi madre le hacía especial ilusión enseñarle a las novias de mi hermano uno rojizo, de tamaño medio, en el que aparecíamos mis hermanos y yo, recién nacidos en pelota picada encima de la cama de mis padres.
   Era el momento en el que la afortunada se sonrojaba al ver la chorra de su querido Alberto, y éste le daba un golpecito con la pierna bajo la mesa, como queriéndole decir que anoche no se sonrojaba cuando pudo comprobar en directo la evolución de tan nimio pingajo.
   Yo no perdía detalle de los tonteos de mi hermano con la susodicha y mi padre tampoco, que echaba unos reojos mitad con la baba colgando, mitad cabreado que para qué las prisas.
   Los álbumes seguían su curso como las vueltas que da el agua cuando quitas el tapón del lavabo, hasta que el de las tapas rojizas, el de nuestras pirindolas al aire, llegó a manos de mi hermana María.
   María tenía por aquel entonces unos cinco años, camino de seis, pero tenía una picardía fuera de lo normal, mi padre siempre decía que para los estudios la batalla seguramente estaría perdida, pues ya apuntaba maneras de vagancia profunda, pero tenía una mirada escrutadora, de los que se callan cuánto ven, pero no pierden ripio del más mínimo detalle.
   ¿Por qué yo no tengo una foto cómo esa? soltó María, ajena a que su pregunta había dejado congelado el corazón de todos los presentes, incluido el mío.
   La niña miraba a las caras de todos sin decir nada, pero dándose cuenta de que nadie se atrevía a contestar.
   El silencio se podía cortar como una barra de mantequilla con un cuchillo caliente, mis padres se miraron un eterno instante, conscientes de que había llegado el momento. Desde hacía tres años mi madre no había dejado ni una sola noche de acostarse, pensando en cómo sería ese momento, el momento en el que deberían decirle a María que era adoptada.
   Nadie se atrevió a decir nada, transcurrió una eternidad hasta que mi padre, con la voz más serena que le había escuchado en mi vida, agarró la mano de mi madre que ya intentaba ocultar las lágrimas dejando de respirar, y dijo: «Cariño, ¿qué te parece si pasamos dentro y vemos un video que tenemos preparado para ti?». María asintió confusa porque no entendía a qué venía tanto misterio.
   Todos nos levantamos en silencio de la mesa del porche y pasamos al salón, nadie decía una palabra.
   Tan solo Mercedes apartó un momento a mi madre.
    Yo me voy dijo cariacontecida.
    No, no tienes por qué, quiero que te quedes contestó mi madre casi susurrando.
    No insistió ella, este es un momento muy especial para vosotros, creo que debe ser así. 
   Mi madre no volvió a contestar, pero le dio un beso cálido que mediaba entre el agradecimiento y la pena.

   Una vez nos quedamos solos en el salón, mi padre, con un humor propio de él, cortó el tenso ambiente con un chiste que a María le hacía mucha gracia aunque se lo había escuchado contar unas doscientas veces.
   ¿A que no sabéis por qué los buzos se tiran de espaldas al mar? —preguntó mientras introducía un compact disc en el DVD.
   Ni idea, papá se reía María sabiendo de sobra la respuesta.
   Porque si se tiran de frente se caen dentro del barco.

   Todos nos reímos a carcajadas, yo creo que por si acaso era la última vez que nos reíamos aquella tarde de domingo.
   Bueno prosiguió mi padre, María, en este video que va a poner papá te vamos a explicar por qué no tenemos fotos tuyas de cuando eras pequeñita. Presta atención, ¿vale?
   María asintió, ingenua, mientras mi madre la abrazaba por detrás para no dejarla ver sus lágrimas.
   El video en cuestión era un montaje fotográfico que habían realizado mis hermanos, con música de fondo de esa de las que te hacen llorar. En él se veía todo el proceso de la adopción de María.
   «¡Clínex para todos!», pensé, sabiendo que éramos una familia con tendencia al lagrimeo, pero no lo dije sabiendo que mi padre también tenía tendencia al collejeo.
   ¿Todos en sus puestos? preguntó mi padre mientras buscaba los ojos temblorosos de la mujer que le había dado sentido a su vida. Yo, aunque nunca decía nada, admiraba lo bien que se llevaban y me gustaba ver cómo mi padre, cuando creía que nadie les veía, le daba pellizcos en el culo, y ella respondía con una colleja de las que significan «luego nos vemos…»
   Mis hermanos y yo nos miramos sin saber muy bien qué hacer, y mi padre le dio al play.
La primera foto, era un mapamundi en el que mi padre señalaba con el dedo índice un punto concreto: era Rusia.
   Cómo te has deteriorado, ¿eh viejo? soltó Iván, que, aunque se pasaba horas y horas buscando la confrontación con el viejo, le quería más que a nadie, que lo sabía yo.
   Todo comenzó según tengo entendido, trece años atrás, exactamente los que yo tenía. Mis padres acababan de tener su tercer hijo, su tercer hijo varón, en una versión muy mejorada de los dos anteriores, pero varón, al fin y al cabo, y mi madre que siempre ha sido muy niñera no quería quedarse con las ganas de tener una niña. No sé por qué, la verdad, porque como todos sabemos está científicamente demostrado que los niños damos infinitamente menos problemas, pero la mujer quería, qué le vamos a hacer.
   Mi padre, por el contrario, ante las insistentes peticiones de mi madre y a riesgo de que con la insistencia en la búsqueda de la fémina le saliera un equipo de fútbol de tíos, con reservas y todo, se hizo la vasectomía antes de que a mí se me cayera el cordón umbilical.
   Si quieres que vayamos a por la niña tendremos que adoptarla sentenció tras la intervención quirúrgica, supongo que aún aturdido por la anestesia y por el dolor de testículos que supongo tendría.
   Mi madre, que no quería renunciar a su sueño de tener una niña, le tomó la palabra y teniendo yo unos meses, se puso manos a la obra con los trámites.
   En España por aquella época, por cada niño en disposición de ser adoptado, había unas cien familias. Las posibilidades eran ínfimas, así que decidieron intentarlo en el extranjero, pero, aun así, no resultó fácil.
   Los requisitos principales para la adopción eran, en primer lugar una buena posición económica, por la cual no había que preocuparse, pues mi padre tenía dos empresas con más de quinientos trabajadores a su cargo y diversas propiedades inmobiliarias, fruto de, por su puesto, su esfuerzo, pero también de una capacidad especial que tenía para oler dónde había un buen negocio.
   En segundo lugar, el total acuerdo de la pareja en la adopción, pues habitualmente  se daban casos en que uno de los dos cónyuges no lo estaba, y se daba al traste con el intento, y en tercer lugar la total aceptación de la familia, por lo que mis hermanos y un servidor, tuvimos que pasar por constantes pruebas psicológicas que determinarían si en algún momento podríamos rechazar a nuestra nueva hermana.
   Ni que decir tiene la infinidad de papeleo, abogados, burocracia general, y añadiendo el problema de que al haber elegido Rusia, principalmente por el parecido físico, los problemas administrativos no paraban de sucederse hasta el punto de que tuvieron que repetir el largo y costoso proceso dos veces.
   Así que varios años más tarde ahí estaban mis padres, rumbo a Rusia en busca de la que hoy es nuestra hermana.
   De camino en el avión, mi madre no soltaba la foto de quién sería nuestra nueva hermana. La verdad es que teóricamente estaba prohibido elegir el sexo del niño, pero mi padre como buen hombre de negocios que era, había aprendido que no había nada que el dinero no pudiera cambiar.
   El procedimiento iba a ser sencillo: un mes en Rusia, concretamente en Siberia, papeleo y más papeleo, y de vuelta a casa con la niña.
   Nada más llegar, se instalaron en una cabaña cerca de lo que allí se llaman las casa-nido, unos orfanatos cochambrosos donde los niños y niñas que son abandonados por sus madres esperan a ser adoptados o recogidos por alguna familia. A mi madre le llamó mucho la atención que el centro en cuestión estaba a tan solo unos metros de un complejo de lujo dedicado principalmente al esquí para ricachones moscovitas.
   Una vez hicieron los trámites pertinentes, siempre acompañados por Marya, su traductora durante toda su estancia, se dirigieron a la casa-nido donde por fin mi madre vería cumplido su sueño de tener una niña.
   Nada más entrar, mi padre, cuyo olfato para detectar problemas estaba mucho más desarrollado que sus dotes culinarias, detectó que algo raro pasaba.
   Aquí pasa algo dijo nada más estrechar la mano de una señora vestida de enfermera, que parecía un cruce entre un rottweiler y Torrebruno. «Además, el acento le hace juego», rio mi padre para sí.

   Pasaron a una salita minúscula donde deberían firmar los últimos papeles y donde les entregarían el informe médico de la niña, que tenía ya cumplidos los tres años.
    Cuando mi madre vio el informe, que estaba en ruso, hizo un gesto de no entender: no entendía una palabra, pero era demasiado largo para una niña tan pequeña. Marya, la traductora, al ver el gesto contrariado de mi madre, se apresuró a explicarle que la costumbre era inflar lo más posible el informe, para que los niños recibieran una paga del gobierno en concepto de minusvalía, dinero que rara vez llegaba en su totalidad a las cuentas de las criaturas.
   Todavía con la sensación de que algo iba a salir mal, les condujeron a una especie de pabellón donde se encontraban los niños, y tras explicarles cómo funcionaba el recinto, les condujeron por último a otra sala donde ya sí les entregarían a su niña.
   Mi madre, con una mano se agarraba fuertemente al brazo de  mi padre, y en la otra seguía sosteniendo la foto de su niña. La verdad es que era preciosa, rubia, de ojos transparentes y una tez blanca como la nieve entre la que había nacido.
   Tras una tensa espera, en la que mi padre no quería decir lo que pensaba por no inquietar a su esposa, que bastante nerviosa estaba ya, entró de nuevo la rottweiler con la niña en brazos. Mi madre se abalanzó como el que no ha comido en un mes y tiene delante un bufet libre.
   Le dio el achuchón que llevaba años guardando, y cuando se separó un palmo para contemplar su angelical rostro, no encontró las palabras oportunas para describir lo que veía. Mi padre inmediatamente miró a Marya, la traductora, con gesto de «dame una explicación ahora mismo».
   La niña estaba claramente enferma, muy enferma. Tenía la cara tan hinchada que apenas se asemejaba a la de la foto que mi madre se sabía de memoria.
   Estoy seguro de que si mi madre hubiera ido sola a aquel viaje se la hubiera traído, pero mi padre no estaba dispuesto a traerse una niña a la que desgraciadamente le quedaban apenas unos meses de vida.
   La discusión fue casi kafkiana, entre gritos, traducciones, y venga a venir superiores de superiores.
   Mi madre, que una vez la tuvo en los brazos no pudo separase de ella, no hacía más que examinar a aquella niña que se encontraba en un estado lamentable.
   Presentaba todos los síntomas de quien necesita un trasplante de hígado, además de elefantiasis en la pierna izquierda. ¿Pero cómo rechazar a la niña que le había quitado el sueño durante tanto tiempo?
   Lo siento, mi amor reflexionó mi padre, sabiendo que lo que iba a decir partiría ya el maltrecho corazón de mi madre, no podemos llevárnosla, no voy a permitir que tengas que enterrar a esta criatura.

   Mi madre, llorando desconsolada, no fue capaz de rebatir los argumentos de mi padre porque en el fondo estaba de acuerdo con él, pero al mismo tiempo no era capaz de separarla de sus brazos.
   Marya intentaba traducir a toda velocidad lo que cuantos allí reunidos relataban, pero la decisión estaba tomada.
   No nos la llevamos sentenció mi padre. Conchi, nos vamos de aquí, vamos a cerrar el billete de vuelta, que aquí ya está todo dicho.
   Arrancó a la niña de sus brazos, sabiendo que le arrancaba una parte de su cuerpo, y poniéndose el abrigo de malas maneras hizo un gesto a mi madre pidiéndole que le siguiera.
   Lo siento, mi amor le dijo una vez a solas, pero… ella…

   No le dejó terminar, y como quien ha perdido a un hijo, se encaminó en silencio hacia el coche que esperaba en la entrada.
   El camino hacía el hotel fue horrible. Marya, consciente de que ese tipo de actuaciones por parte de la administración era frecuente, no pudo sino compadecerse de aquella mujer desolada. Era muy común, «puras matemáticas», como adivinó a decir mi padre, que intentaran adjudicar niños enfermos para que la nueva familia se hiciera cargo de la infinidad de gastos médicos que sabían tendría el niño.
   Ya en la recepción del hotel, mi padre estaba intentando contactar con la agencia para regresar cuanto antes a casa. Mientras, Marya hablaba, en lo que parecía un perfecto ruso, a través de un móvil de los de medio mega píxel, tratando de arreglar la situación.
   Nos vamos en dos días le comunicó mi padre, con el mejor tono que pudo, sabiendo que Marya no tenía nada que ver en todo aquello y al mismo tiempo reconociendo su esfuerzo en algo que, en teoría, a ella no debía importarle demasiado.
   Dos días más tarde, mis padres estaban preparando las maletas. No habían hablado mucho del tema, mi madre estaba casi en estado catatónico y mi padre, que en ese tipo de ocasiones siempre intentaba hacer alguna chorrada para hacerla reír, esa vez no estaba muy por la labor.
   Ya en la recepción, estaban esperando al conductor que les llevaría al aeropuerto, cuando de pronto apareció Marya con el aliento abandonando su cuerpo.
   seniores, non sie vayan imploró, portando una foto en la mano. Teniemos  otrrra ninia.
   Mi madre que estaba de espaldas, casi se cae de la silla. Marya hizo ademan de enseñarle la foto, pero mi madre la frenó en seco: «¡No!», le gritó con un halo de esperanza en el rostro, «quiero verla en persona».
   Mi padre canceló los billetes y se pusieron rumbo a la casa-nido con la incertidumbre de saber qué se encontrarían esa vez.
   Una vez llegaron a la casa-nido, la rottweiler les recibió con una sonrisa, que aquí significa «cabrrrones españoles, pasen, que son ustedes muy listos».
   Mi madre no quería más oficinas ni papeleo, solo quería ver a la niña, así que pidió que la llevaran directamente.
   La rottweiler asintió a sabiendas de que no podía dejar pasar de nuevo otra oportunidad. Cuando llegaron a lo que parecía un gimnasio, le señaló con el dedo a su niña.
   Allí estaba ella, delgada como un paloduz, sentada en el quicio de una ventana, mirando hacia el complejo de esquí que se vislumbraba al fondo.
   «Es una soñadora, como yo», pensó mi padre intentando adivinar sus pensamientos. Mi madre bastante tenía con contener la respiración, al tiempo que practicaba un torniquete al inmenso brazo de mi padre.
   La rottweiler dio un grito seco, que solo la niña pareció entender, se dirigió hacia ellos ajena, a sus tres años de edad, que su destino había cambiado para siempre.
   Mi madre la abrazó tan fuerte como pudo. «Esta vez no pienso soltarla», pensó. Ni un terremoto podría separarlas ya.
   De vuelta al salón de casa, el video había terminado, y como predije los clínex corrían de mano en mano como la falsa moneda.
   María, como es lógico, aún tendría muchas preguntas que hacerse y que hacernos pero desde aquel día, y como mi padre siempre había querido, tratamos la adopción de mi hermana con toda naturalidad, respondiendo a todas sus dudas sin tapujos, siendo conscientes de que si María, que recibió su nombre en honor a la traductora
que tan amable había sido con mis padres, algún día quiere conocer sus raíces, allí estaríamos todos para acompañarla, pues desde aquel día es mi inseparable hermana pequeña.









"Temblores" - XIV - En reversa y a toda velocidad


—XIV
En reversa y a toda velocidad



Tu mamá siempre te habla de cada vez que se halla con alguno de tus compañeros de curso en la calle, como si todos fueran tus amigos. Supones que es porque todavía no acepta lo mucho que has jodido tu experiencia adolescente. Estás sorprendido de que no te haya mencionado nada respecto a tus escapadas homosexuales, pero quizás es porque está en negación o, de algún modo glorioso, las noticias no han llegado a tu santo hogar.
Javier te manda mensajes diciendo que vayas de una vez a la plaza. No respondes a nada. Tus compañeros hacen un carrete de curso y tú no vas porque los odias a todos por igual. Hasta Raquel te pregunta si estás vivo o hay que empezar a prenderte velitas.
Has agarrado la costumbre de esconderte bajo tu cama luego de ir a ver al psicólogo porque se siente como el único lugar donde el mundo no intentará escabullirse dentro de tus pensamientos más hondos. Huele a polvo y está lleno de arañas, pero no importa porque al menos ellas no hablan.

*gasparin
*te conte que me fue como el hoyo en la psu
*no me importa que no me contestes, yo igual te hablo
*a que curso pasaste? tercero?
*para que te conectas a skype si no hablas con nadie, cual es tu problema aweonao

Hay días en los que despiertas con la nostalgia a flor de piel. Todo te trae recuerdos y te llena de las ganas de mandar cartas y pedir disculpas y rogar que las cosas sean como antes, pero no eres tan patético así que te aguantas. Otros días despiertas enojado con todos tus amigos que arruinaron todo. La mayoría de las veces no sientes nada, pero no hay palabras para explicar el vacío así que lo dejas para ti.
—¿Está mal odiar a alguien que está muerto?
—Depende de las razones. No podemos no sentir cosas negativas hacia otros, a veces. No nos hace peores personas.
—¿Hay buenas razones para odiar gente? ¿Odiar niños?
—¿Es un niño?
—¿La gente sigue cumpliendo años después de que se muere? ¿Qué opina usted?
Tu psicólogo debe odiarte.

—¿Siempre desayunas lo mismo?
—Sí.
—¿No te aburre?
Tu mamá te mira raro.
—Si me aburriera no me lo comería.
Es mentira. La avena te sabe a pegamento y los plátanos huelen como azúcar podrida.
—Y es sano, de todos modos.
Acepta tu respuesta. Botas tu desayuno a la basura apenas se va y revuelves el basurero con las manos para que quede al fondo y solo te das cuenta de tu comportamiento una vez ya tienes las manos untadas en comida añeja.

Las semanas pasan rápido y a la vez muy lento. Es una de las tantas contradicciones que plagan tu vida. Tu papá te hace trabajar alrededor de la casa cuando se da cuenta de que lo único que haces es estar botado en tu cama sintiéndote como basura. No habla de tus sentimientos ni nada por el estilo, lo que tú hallas muy viril de su parte y te hace reír entre dientes cuando te percatas de que martillar cosas es su manera de conectar emocionalmente contigo.
La risa se te quita un poco cuando te das cuenta de que él no necesitaría hacer esto si tú fueras normal. El psicólogo ya ni te obliga a hablar y te escucha balbucear nimiedades como si fueras un rompecabezas de mil piezas. Casi te hace sentir bien, pero las banalidades acaban y, en alguna cita perdida en el verano, te oyes a ti mismo decir:
—A veces creo que lo único que me detiene de matarme es que sé que soy bien indeciso.
Tu mamá llora ese día. Tú no entiendes por qué, porque dijiste expresamente que no lo harás porque eres tonto, pero la verdad es que rara vez entiendes a la gente. Solo te dejas llevar por la corriente y por las cosas que predices a medias que puede que hagan.
Es en parte esto lo que lleva a que el día en que uno de tus hermanos menores te dice que un niño te anda buscando, de inmediato piensas que ha de ser Adrián y sales dispuesto a ahuyentarlo. Pero no es Adrián y eso te caga un poco todos tus planes. Es Javier. Tu hermano se ve un poco amedrentado por su apariencia y tú no lo culpas porque después de pasar unas cuantas semanas sin verlo te has vuelto susceptible nuevamente a su apariencia de emo rebelde anarquista. Sus ojos siguen siendo raros de un modo inexplicable y que sientes que sería descortés cuestionar.
—¿Qué haces acá?
—Primero que todo, hola —te dice, retrocediendo unos cuantos pasos cuando tú sales a la calle. Lo saludas de vuelta. Es la primera vez que te das cuenta de lo fuerte que habla, ahora que no están en una plaza llena de gente—. Pensé en venir a verte porque andas desaparecido y no me contestas ningún mensaje.
—¿Cómo supiste mi dirección?
—Le pregunté a uno de tus amigos.
—Yo no tengo amigos.
—Ya te dije: no con esa actitud.
Le preguntas qué quiere, para que vaya al grano.
—Quería invitarte a un lado bien bacán. Está medio lejos… ¿tienes bicicleta?
Dices que sí. Javier te sonríe con todos sus dientes de fumador empedernido. Casi le pides que por favor se detenga porque es la sonrisa menos amigable que te han dedicado.
—Entonces estamos. No tienes nada más que hacer, ¿cierto?
—No creo.
—Entonces, anda. Dile a tus papás o no sé.
Obedeces porque no tienes nada mejor qué hacer. Le dices a tu mamá que vas a salir con un amigo y ella se pone demasiado contenta, así que tú intentas alegrarte también, aunque sea un poco. Sacas tu bicicleta empolvada y vieja de tu patio y la arrastras por entre tu casa a la calle. Javier espera tamborileando los dedos contra la pared, y es solo ahí que te das cuenta de lo nervioso que está. No hace calor, pero está sudando.
—¿Te sientes bien? —Asiente—. ¿Desde dónde viniste?
—Miraflores. Tomé una micro.
Tiene sentido. Siempre te pide pillarlo en la plaza de Viña o en los alrededores.
—Vamos —dice y se sube a su bicicleta. Le tiemblan las manos, pero decides no decirle nada y solo seguirlo a donde sea que esté yendo. Bajan hasta el plan y pasan más allá de Viña del Mar, y Javier sigue tiritando y sudando a mares por algo que es más que cansancio, pese a que mantiene su entusiasmo sin decirte a dónde van. Atardece y tú sigues pedaleando, sin quejarte porque esto quema calorías y ya te sentías tullido de tanto estar echado en tu cama.
Anochece y todavía pedaleas.
—¿A dónde cresta me llevas?
Javier no responde. Solo se detiene mucho más allá, entre árboles y rejas, cuando solo puedes verlo por las luces reflectantes de su bicicleta. Ata su bicicleta y la tuya a una reja y luego te hace pasar a través de la misma, pese a tus dudas de que estás seguro de que esto es el campo de alguien.
—Antes venía a tomar con los cabros para acá, tranquilo —te dice. Casi le preguntas quienes son "los cabros" y por qué no están aquí. Podrías tomarte una cerveza ahora mismo, aunque ni te guste mucho. Te hace caminar entre el pasto alto y tú no te quejas de las espigas que se te pegan a los pantalones porque el aire a aventura te tiene atento y de buen humor. Puedes escuchar agua correr en algún lugar, no muy lejos.
Javier deja de caminar, te toma el brazo e indica al cielo. Tú miras su mano antes que la Luna.
Nunca has visto tantas estrellas en el cielo y por un segundo te sientes pequeño y vacío antes de que esto se transforme en una tranquilidad sobrecogedora. Tienes frío y tu corazón late con demasiada fuerza, pero hay algo justo debajo de tus pulmones que te hace sentir las manos inquietas. Te muerdes los labios con fuerza para que el mentón no te tiemble.
Te sientes bien. La idea llega abrupta pero sorda: te sientes bien.
—Qué bonito —dices porque necesitas decir algo. Javier prende un cigarro y te ofrece uno a ti. Las manos todavía le tiemblan.
—Valdrá la pena si nos cae un meteorito encima —murmura y tú no preguntas a qué se refiere—. Tengo que confesarte algo.
—¿Es algo malo? ¿Me va a arruinar el día? ¿Vas a admitir que me amas?
Se ríe.
—Sorry, pero no. Es menos traumático que eso.
Esperas.
—Yo le dije a Rebecca que te cortas.
Tu cerebro hace cortocircuito por dos segundos.
—¿Conoces a la Rebecca?
—Estábamos pololeando. Terminamos hace como tres días.
—Ah.
—Sí. Pensé que debía decirte, considerando que parece que la gente a tu alrededor no hace más que hablar de ti sin tu permiso.
Te quedas callado. Estás menos enojado que lo que habrías estado si te hubiera confesado esto hace dos meses.
—¿Por qué le dijiste? —preguntas porque es la duda más fácil de taclear entre todas las que te rondan la cabeza. Javier suelta el humo antes de inhalar, formando una espesa capa gris a su alrededor.
—Una obra de caridad, supongo.
Sientes la fuerte tentación de reírte así que en cambio miras al cielo de nuevo. Hallas calma en lo diminuto que eres.
—No ha ayudado en nada —dices— que todos sepan. Todo sigue igual.
—Algún día será diferente —te responde y suena como un consuelo tan grande al salir de la boca de Javier de entre todas las personas. Javier Murilla dándote esperanza. Es chistoso.
Quieres creerle.