"Perdón" - de Sonia Pericich


Perdón



Hay cosas que no deben olvidarse,
mal que nos pese, en algún momento nos quisimos.
Hoy me desprendo de todo mal que me hayas hecho
y de sentirme pésimo por haberte herido,
de los malos momentos, de algún que otro llanto,
de los fallos, de los gestos y motivos.

No creo estar mintiendo si te digo
que hoy te quiero más que antes, así lejos,
separados por el tiempo, los espacios,
las costumbres, lo gustos, los amigos...
porque hay cosas que no deben olvidarse
y en algún momento, quizás como nadie, nos quisimos.






"Mi brazo derecho" - de Sergio Lozano Zarco



   La verdad es que esta vez le estaba costando más de lo normal. «Quizá ya no estoy para esto», pensó Roberto al divisar, casi sin aliento, entre la densa niebla, el campo base de aquella infernal montaña. No era la primera vez que ascendía los Alpes, pero esa vez las sensaciones no eran las mejores que se podían tener.
   Miró a lo lejos y pudo ver como Víctor, Jorge y los demás entraban en el refugio donde pasarían la noche para, al día siguiente, intentar la ascensión.
   Avanzando con dificultad pensaba en cómo había comenzado su afición por la montaña, en cómo se habían dejado llevar por el entusiasmo de Víctor, y en cómo unas simples excursiones de amigos por las sierras de Madrid habían dado paso a la ascensión de casi todas las montañas más altas del mundo.
   Por fin, casi con la noche encima, extendió su mano izquierda para abrir aquel bendito refugio y un golpe de calor en su rostro le devolvió al presente.
   Jorge ya estaba ordenando las mochilas y Víctor se calentaba las manos en la chimenea de aquella acogedora cabaña.
   Un poco más al fondo un grupo de holandeses apuraban un reconfortante café y en la mesa de madera que había al final de la estancia, dos hombres se concentraban como podían en una amistosa partida de ajedrez.
   Dejó el macuto junto con los de Jorge y se quitó cuanta ropa pudo para adaptarse al calor de aquel lugar.
   Según iba avanzando hacia el perchero, pensó en que el hombre que estaba de espaldas jugando le resultaba familiar, se acercó a él y antes de verle siquiera el rostro, el corazón se le aceleró: era Marcos, su ángel de la guarda.
   Le puso la mano izquierda sobre el hombro y este alzó la vista para ver quién era. Al instante se levantó y ambos se fundieron en un abrazo que dejó con los ojos brillantes a todos los que conocían su historia.
   Cuando Roberto se hubo separado de Marcos, apenas podía decir una palabra.

   ¡Qué bien te veo! dijo Marcos mirando a los ojos de su agradecido amigo.
   Roberto, por un instante, olvidó los malos presagios que arrastraba desde que salieron de Barajas y se sentó a charlar un rato, mientras se recuperaba del esfuerzo.
   Víctor, que ya había entrado en calor, le explicaba la escena a Jorge, que desconocía la relación entre ambos.
   Es Marcos le decía, el ángel del que siempre nos habla. Hace unos once años Roberto tuvo un accidente muy grave, en el que desgraciadamente perdió a su mujer, y él quedó gravemente herido, se quemó gran parte del cuerpo y de la cabeza y perdió la movilidad del brazo derecho. El bombero que le sacó de allí casi sin vida fue Marcos. Casualmente hace unos tres años, cuando intentamos subir el Everest, nos quedamos atrapados por una ventisca y, ¿a que no adivinas quién nos rescató con el helicóptero?
   Jorge empezaba a entender aquel abrazo y dijo en tono jocoso: «Entonces no hay de qué preocuparse».

   Ambos siguieron observando la cara de agradecimiento de Roberto mientras departía con «su brazo derecho».
   ¿Has venido por trabajo? preguntó Roberto mientras miraba la jugada del compañero de partida.
   No contestó Marcos, hemos venido a atacar la pared oeste.

   Roberto, por un instante, respiró hondo, sabía que su amigo era un experto escalador, pero le pareció demasiado arriesgado teniendo en cuenta sobre todo el mal tiempo que se habían encontrado, pero no le dijo nada y la conversación se alargó en la noche.
   A la mañana siguiente, los holandeses madrugaron para adelantarse al mal tiempo y con sus preparativos despertaron al resto de la cabaña, cosa habitual, por otra parte.
   Cuando Roberto se levantó, preparó una cafetera grande con la intención de invitar a Marcos y su cuadrilla, pero no se había percatado de que estos ya habían partido  hacía una hora.
   Acto seguido los holandeses  se despidieron, como era tradición, y solo quedó en la cabaña el silencio y el espíritu de la montaña, que impregnaba aquellas mohosas paredes.
   Roberto comenzó a prepararse, pues debido a sus limitaciones siempre tardaba más que el resto.
   Víctor, que llegaba después de haber estado un rato fuera, se sentó junto a sus dos compañeros y les dijo que le parecía mejor que ese día no intentaran ascender, el GPS anunciaba tormenta y prefería esperar a que las condiciones mejoraran, no era necesario arriesgar cómo hacía tres años.
   Jorge y Roberto estuvieron de acuerdo, y los tres se relajaron buscando con qué entretenerse toda una jornada.
   El día avanzaba, pero el sol no se dejaba ver con claridad. 

   Roberto decidió salir fuera a despejar la mente y estirar las piernas, se abrigó cuanto pudo y pisó la nieve con sus desgastadas botas.
   Caminó mirando al encapotado cielo y tuvo una sensación que le dejó paralizado por un momento. Se quitó los guantes y notó un pinchazo tremendo en su mano derecha, no podía creerlo.
   En once años no había sentido ni el más leve dolor en esa mano y pensó que debían ser imaginaciones suyas. «Será la falta de oxígeno», pensó.
   Volvió sobre sus huellas para contárselo a Jorge, que estaba sentado en un banco de madera en la puerta de la cabaña, cuando un lejano ruido le hizo volver la cabeza.
   El ruido se acercaba como un tren al fondo de un túnel y se hacía cada vez más intenso.
   Se agarró con fuerza la mano derecha intentando sentir algo, pero lo único que sintió fue su corazón intentando salir de su cicatrizado cuerpo.
   El helicóptero pasó a baja altura sobre la cabaña y los tres amigos se miraron temiendo por sus compañeros.
   Las cuatro horas siguientes al estruendo de las aspas fueron eternas. La radio no daba indicios de lo que había podido pasar y la falta de información hacía mella en el ánimo de los tres amigos.
   Una vez el helicóptero hubo regresado, los peores presagios se habían cumplido: solo tres de los cinco que formaban el grupo de Marcos estaban de regreso.
   La hipotermia apenas dejaba hablar a aquellos hombres con el rostro abatido.
   Una grieta les había sorprendido y Marcos, junto a su compañero de ajedrez, habían caído sin posibilidad de rescatarlos.
   Roberto no podía creerlo, se apartó un momento de sus compañeros y se sentó dentro del refugio, en el mismo sitio donde Marcos estaba jugando la que sería su última partida de ajedrez.
   Se quitó los guantes y puso las manos sobre el abandonado tablero blanquinegro; por un instante sintió que su mano derecha era capaz de mover una pieza.
   Fue solo una ilusión y, en el silencio de la cabaña, pensó en su mujer: «¡Cuídale mucho!», dijo besándose el anillo de casado con lágrimas en los ojos. «Y dile que me perdone por no haberle avisado. Dile que no he podido devolverle ni una pizca de todo cuanto le debo y que estoy seguro de que si me salvó la vida dos veces no fue por casualidad».
   El regreso fue en un rotundo silencio, y en el avión de vuelta, mientras la mirada de Roberto se perdía por la ventana, pensó que quizá su ángel no debiera haberse caído nunca  del cielo.






"Temblores" - XII - Suerte científica


—XII
Suerte científica



Tú veías esto venir, así que no puedes decir que estés sorprendido. No lo estás. Todo está permeado por una gruesa capa que te mantiene a una distancia prudente de lo que está pasando, pero que no elimina el horrible peso en tu estómago. Rebecca, en su nuevo plan de intentar caerte bien hasta que accedas a volver a hablarle a Néstor, te avisó antes e incluso puteó a Emilia contigo cuando tú empezaste. Te escondió en el baño y te pegó en el hombro para que dejaras de comportarte como maricón.
—Pero yo soy maricón.
—No, no, recuerda lo que dijo Jordi Castell, maricón es el que le pega a una mujer. ¿Le has pegado a alguna mujer?
—He sentido deseos.
Rebecca se ríe. Te dice que tienes mejor sentido del humor que lo que ella esperaba. No sabes qué esperaba, así que no estás seguro de si tomarlo como un elogio o no.
Esto es ridículo, te dices. No eres capaz de salir del baño hasta que toca el timbre, y ahí vas y te sientas lo más lejos de Giselle posible, que te mira con cierta sorpresa muda e indescriptible. Adrián, que no sabe leer la atmósfera, te mira con extrañeza mientras que Raquel prácticamente te desafía con la mirada.
Emilia no mira a nadie, lo que es absurdo. No vas a poder huir de esto. Es la hora y media más larga de tu vida y no puedes enfocarte en nada, botas tus lápices a cada rato y tus apuntes no tienen sentido. Además, tienes ganas de llorar, pero ya lloraste lo suficiente el otro día en casa de Adrián. Todos en esa sala saben. Quizás hasta el profesor sabe y es cosa de tiempo para que tus papás se enteren. Oh, su decepción, ya la puedes imaginar, y a la vez sientes que no se comparara con la de Giselle porque ella te tenía fe, sabes. Esperaba tu honestidad. Los papás siempre esperan que los hijos mientan.
No logras huir porque Giselle camina hacia ti y todo el curso está mirando porque nadie tiene nada mejor qué hacer. Pero ella tiene piedad de tu alma y solo te dice, con sequedad, vamos juntos. No sabes a dónde. Igual la sigues.
No te habla mientras caminan sin rumbo exacto y tú buscas maneras de arreglar esto, pero no las hallas y, al final, Giselle se da vuelta antes de que se te ocurra la primera palabra. Te sientes mal por un segundo porque no entiendes cómo es que llegó a esto. Es tan bonita. Adrián debería haber engañado a Raquel con ella en vez de contigo. Todo habría sido mucho más fácil.
—¿Tú crees que yo soy hueona?
Tienes la lengua espesa.
—¿Por qué no me dijiste? Onda, ya, me iba a enojar, pero todo el mundo sabía menos yo, Gaspar, qué mierda.
—No te quería hacer sentir mal —dices porque era eso. Era compasión mal guiada. Era que tienes la mala costumbre de hacerle mal a la gente que quieres y quizás es por eso que a la larga nadie te quiere de verdad.
—¡Puta, ahora me siento mal! No necesito que me tengas pena, por la cresta.
Espera que hables. Tú no hablas.
—¿Algo más que confesarme, ya que estamos? Antes de que tenga que llegar alguien más a contarme. Porque al final eso no me importa. Me molesta que me hayas estado animando pese a que tú y él…
Como que le da asco terminar la oración. Está bien. A ti igual te da asco.
—No —mientes—. No hay nada más.
—Perfecto.
Y se va. Pero hay algo más, en realidad, y se te escapa.
—¿Quién te contó? —tienes el descaro de preguntar antes de que esté muy lejos.
—Néstor —responde sin detenerse ni girarse. Lo dice con desprecio. Probablemente cree que tú le dijiste a él cuando la verdad es que todo está fuera de tus manos.
Quizás le debiste haber hecho caso a Rebecca, piensas, pero no, no, ya habían sido suficientes mentiras. Tu vida es una mentira muy larga. ¿Qué eres, Gaspar? ¿Eres la buena persona que todos dicen que ven en ti o eres la sanguijuela que ves cuando miras al espejo? ¿Quién está mintiendo? Porque si vamos por cuestión de caso, eres tú. Pero tus mentiras nunca han sido malintencionadas, al contrario, pero no sientes que eso importe.
Néstor le contó y ella le creyó. ¿Por qué no? Es la verdad. Y Néstor no tenía razones para guardar tus secretos, no después de lo que le dijiste. No tiene por qué proteger tus mentiras porque eso es algo que los amigos hacen.
No tienes amigos, Gaspar. Estás solo.

Los días pasan rápido cuando no tienes a quien hablarle. Está Rebecca, claro, pero sus conversaciones son forzadas y se disipan rápidamente porque debe tener mejores cosas que soportar tus pensamientos sombríos. Te gustaría poder dejar de sentirte tan como la mierda, piensas entre recreos, salir de esto con la frente en alto y unos comentarios venenosos, pero no eres así. Nunca has sido así. Néstor es el que es así y es una de esas cosas que jamás te pudo contagiar.
Piensas en ir a su casa, pero te da náuseas al pensar quizás con qué intenciones le dijo a Giselle aquello. ¿Qué esperaba que sucediera? Lo único que se te ocurre pensar es que fue su manera de cobrar venganza por tus palabras porque debe saber lo patético que eres. No por nada fuiste su perrito faldero por años. Y dicen que ser feliz es la mejor venganza en estos casos, pero tú no hallas en ti mismo el hacer más que arrastrar los pies de un lugar a otro.
Hasta hablar con Javier es difícil.
—¿Estás bien? —te pregunta una tarde y tú lo piensas. Lo piensas mucho.
—Creo que no.
Te toca Last Flowers y tú no le dices que esa canción te da ganas de llorar porque es la primera que Néstor se aprendió de memoria hace años, cuando la guitarra era una novedad y no una extensión de su cuerpo. Giselle estaba ahí, en tu pieza, porque en ese tiempo todos ustedes eran amigos. Igual le gustaba esa canción. Se sabía la letra y le salía bonito y por un segundo nada era tan triste como tu cerebro te empezaba a hacer creer durante esos días.
Quieres echarle la culpa a Néstor, pero no puedes, así que te la echas a ti mismo porque si nadie es responsable de nada es porque tú lo debes ser.

El orientador te pregunta, predeciblemente, cómo te llevas con tu curso. Tú dices la verdad: no te interesa hablar con la mayor parte de ellos, así que te pregunta por tus amigos. Últimamente tienes un cuesco de durazno metido en la garganta todo el tiempo.
—Sé que te llevabas muy bien con Néstor —dice con cautela, como si Néstor hubiera muerto en algún accidente horrendo. Tú lo miras en aras de hacerlo sentir incómodo, pero solo logras que te ardan los ojos en tu afán.
—Pero ya no viene al colegio —respondes lo obvio. Desvía la mirada. Ganaste. Hay un momento de silencio sobrecogedor.
—Eso es cierto —concede—. ¿Lo echas de menos?
No vas a responder eso. El orientador te da el tiempo exacto para digerir la pregunta y luego suspira y te observa con demasiada atención. Te pone nervioso.
—No quiero que te tomes esto a mal, pero he escuchado cosas de parte de tus compañeros…
Tu cara se pone roja. Lo puedes sentir, ardiendo como si tu sangre se hubiera elevado en dos centígrados de golpe. Esperas el tiro de gracia, el momento en que te dirán que ya llamaron a tus papás y que en cinco minutos estarán aquí, listos para preguntarte todo sobre tus actividades sodomitas e indecentes. Casi se te ocurre atestiguar que jamás hiciste algo que la biblia prohíba expresamente. Solo se tocaron y estás seguro de que eso no tiene nada de malo.
No dices nada, claro, porque siquiera aceptar que esto puede estar sucediendo amenaza con darte un aneurisma. Pero con lo chistosa que es tu vida, Gaspar, estás tan metido en tus pensamientos que no te percatas cuando la atmósfera cambia, el orientador te mira como cordero degollado y como si no le pagaran lo suficiente para arreglar este tipo de cosas, y habla. No lo escuchas la primera vez.
—¿Me puedes mostrar tus brazos, Gaspar?
—¿Qué?
Lo repite y tú casi ríes porque no, no, no, no, rebobinen, prefieres hablar de Adrián y del asco que te tienes que esto. Tiemblas en tu asiento y quitas los brazos de encima del escritorio, como si temieras que el orientador fuera a agarrarte y quitarte el suéter a la fuerza. Pero no te puedes negar, así que prácticamente lo está haciendo. Si te niegas, te incriminas, pero si lo muestras, mueres.
Así de sencillo. Morirás de vergüenza. Tu silla está flotando en el espacio y las orillas de tu visión se borronean un poco. Te cuesta enfocar. Tus brazos arden.
—¿Gaspar?
Te arremangas en silencio, sin respirar y sin mirar a ninguna parte. Ruegas morirte ahora mismo, en este milisegundo. Piensas en algo que decir, algo estúpido y mordaz, pero no sale nada porque tu cerebro se niega a ir más allá de este momento en que tu existencia se está agolpando frente a ti, está tocando la puerta de la oficina, pateándola, dulcemente preguntando Gaspar, ¿ves cómo las cagas?
Y piensas, tontamente, que fue Rebecca quien le dijo al orientador que hablara contigo.
—¿Va a llamar a mis papás? —preguntas. No te dice nada—. Porque si lo hace, yo…
¿En serio, Gaspar? ¿En serio vas a amenazar a un profesor? No importa qué le digas, lo va a hacer. Es su trabajo y tú eres una molestia. Imaginas si fueras Néstor y tuvieras las bolas para darle vuelta el escritorio, solo para desquitarte, pero no eres él ni Giselle ni nadie. Solo eres Gaspar, que se le seca la boca y se le humedecen los ojos.
—No lo voy a hacer nunca más si no les dice a mis papás —mientes, pero cuando las palabras salen no suenan como mentiras porque no estás negociando solo con el orientador, sino que también con el destino. Harás tu cama por el resto de tu vida si todo termina bien. Rezarás antes de acostarte si las cosas dejan de salirte mal por un segundo—. No significa nada —agregas porque te está mirando como si fueras un espécimen imposible de descifrar. Cuál es su problema, se debe estar preguntando, cómo lo podemos arreglar.
Por favor, por favor, por favor, que alguien te arregle si eso es lo que los hará felices, serás la persona más normal del mundo si eso es suficiente, tan solo que esto quede entre estas cuatro paredes y siga siendo la poca cosa en tu vida que solo depende de ti. Ya sabes que no. No funciona así porque esto no está bien y algún día acabarás matándote sin querer y simplemente no es una buena manera de enfrentar la vida, Gaspar.
Te pregunta el por qué y luego el cuándo cuando no encuentras como contestar. ¿Cuándo estás triste? Te alzas de hombros. ¿Enojado? Te muerdes los labios. ¿Preocupado?
—No quiero hablar de esto.
Insiste, así que mientes y dices que es cuando estás triste, pero no le dices que cuando estabas triste tenías también esta costumbre de ir a la casa de Adrián para sentirte asqueroso contigo mismo porque era lo único que tapaba la pena, y que como ya no puedes, cuando estás triste lo que haces es salir a caminar de noche sin rumbo fijo, ya esté lloviendo o lo que sea. A veces piensas que te gustaría que alguien te hiciera algo malo.
También dices que lo haces cuando estás enojado, pero nunca lo has hecho estando molesto, porque cuando te sientes así lo que haces es explotar contra alguien o dar vuelta los muebles en tu pieza. Y cuando estás preocupado mandas todo a la mierda y te vas a acostar. Y al final la cuestión es que no sabes el cuándo ni el por qué. Quizás cuando la vida se ha sentido vacía por mucho tiempo. Quizás cuando te estás odiando más que de costumbre.
Te dice que no les dirá a tus papás, pero tú sabes cuándo te mienten. No podrías ser tan buen mentiroso si no fuera así.