— I —
El estado del arte
Hay muchas cosas que deberían ser
diferentes. El cielo siempre debería ser de ese naranjo de siete de la tarde,
deberías tener un tercer brazo que saliera de tu espalda y no debería existir
gente que solo nació para sufrir. El mundo en el que vives es tan intensamente
aburrido que a veces te gustaría hacerlo estallar con el solo tronar de tus
dedos. Es muy fácil imaginarlo.
Néstor alguna vez te dijo, cuando todavía
podía mirarte a los ojos sin parecer un pescado en la tabla para picar, que
todo esto era estúpido, que no era realmente el resto lo que tú querías
cambiar, sino a ti mismo. Quizás, como con todo, tenía razón, pero todos desean
eso porque todos quieren ser la mejor versión de sí mismos. Todos quieren vivir
lento pero seguro, remontando olas de crisis existenciales que acabarán sin
respuestas porque mientras más cerca se está de ellas, más miedo hay de saber.
Lo que más te gustaría cambiar, lo que te
quita el sueño en la noche porque imaginas diferentes escenarios con otros
actores haciendo tu papel mucho mejor que tú, no tiene nada que ver con el
altruismo. No eres tan buena persona, Gaspar, y está bien, ya te acostumbraste
a la terrible verdad de que nadie lo es. Aún no te acostumbras a tus
certidumbres pesimistas y aterradoras, a todas estas cosas que te dicen que
esta es la cúspide de tu vida y que de aquí en adelante todo es cuesta abajo.
Nunca serás más inteligente ni apuesto ni generoso que ahora, y es terrible
porque incluso ahora eres una excusa de ser humano.
Ves los autos pasar frente a ti. La ciudad
es un montón de lucecitas en un fondo de negro. Quizás debiste arrojarte a la
autopista en vez de tomar el cuchillo de la cocina, el que tu mamá olvidó que
existe, pero ya no lo hiciste. Ahora estás aquí, habiendo huido
enloquecidamente de la escena del crimen autoinfligido como si eso fuera a
borrar el hecho en sí, y te odias por tu incompetencia y a la vez te quieres lo
suficiente como para agradecerla a regañadientes. No sabes qué hacer ni a quién
llamar, lo que no es inusual para ti. Tu vida es un hilo constante de acciones
atolondradas seguidas de arrepentimientos lastimeros, y este es el punto
cúlmine, sentado en un paradero en una calle que no conoces, el brazo izquierdo
sangrante cobijado en tu regazo. Nadie te mira y, lentamente, todos se van y
acabas solo, quieto y asustado.
Alguien se sienta a tu lado y tu aprietas
los labios. No lo sabes, Gaspar, pero este es el inicio de algo importante y
debes prestar atención. En otro mundo, otro tú se pone de pie en este momento y
regresa a su casa cabizbajo, lloroso y adolorido y escupe sus tripas frente a
su mamá (también sangra en la alfombra y todas las gotitas parecen formar una
cara grande y de fauces enormes bajo sus pies). Esa historia termina diferente.
En este mundo, te quedas sentado dónde estás, sin respirar y esperas a que pase
algo, que el mundo se detenga y todos salgan despedidos ante el impacto de la
frenada, huesos agolpados dentro de sacos de piel inertes.
El tipo a tu lado tose. Está abrigado de
pies a cabeza, como si estuviera lloviendo, y te da frío mirarlo así que
mantienes la vista al frente. No lo ves observarte de reojo. No lo ves desviar
la vista a tus manos donde la sangre se ha secado bajo tus uñas.
—¿Qué te pasó? —te pregunta mientras saca un
cigarro de una cajetilla arrugada. Tu estómago se da vuelta. Finges que eres
sordo, total te gustaría serlo, total te gustaría estar muerto y a la vez no. A
veces te gustarían cosas muy raras—. Te voy a pedir un taxi.
Giras la cabeza y lo miras. Tiene una cara
olvidable, la cara que tiene la mitad de la ciudad, todos tus amigos, incluso
tú. Al final toda la gente se parece, piensas, pero entre las veinte personas
que han esperado en ese paradero es la primera que te habla y eso ya debe ser
mérito suficiente para ser diferente. Tú sabes, Gaspar, que tú no habrías hecho
lo mismo. Te habrías ido aunque te hubieras dado cuenta si al final no sería tu
problema qué hacen los demás pelagatos con sus vidas. No es el problema de los
demás qué hagas tú con la tuya.
Javier, como te dice que se llama cuando
tú sigues sin hablar, lo ve como su problema. No te hace preguntas ni te
conversa más y en cambio se fuma otro cigarro y tamborilea los dedos en la
banca. Te subes a un taxi a ningún lugar y lo miras por un segundo,
indescifrable y sombrío bajo los faroles, y quieres decirle algo importante
pero no se te ocurre qué aparte de decir tu nombre. Él parece sonreírte o tal
vez fue la luz dibujándole la cara.
El taxi te deja en las faldas de Cerro
Alegre, donde los autos van rápido y la gente conversa fuerte, pero está bien.
Te sientes bien. Puedes vivir así, con esto.
Ya lo tienes hecho tu pasatiempo.
La vida continúa de manera normal después
de eso. Nadie nunca se entera porque vuelves a tu casa tarde y metes tu ropa
ensangrentada en una bolsa que guardas bajo tu cama y que, días después, arrojas
a un tacho de basura desconocido antes de salir corriendo. Tu brazo duele por
días y en algún momento temes haber cortado algo que no debiste, pero con el
tiempo te olvidas de eso, como con todo. Vas a clases, hablas con tus amigos,
das vueltas por la casa de Néstor. Nada ha cambiado y la inmutabilidad del
mundo te parece asquerosamente inapropiada.
Te juntas con Giselle a veces, en su casa
porque ella no tiene hermanos que vayan a escuchar a través de las paredes y a
repetir todo aquello que no deben. Le hablas de cosas que no importan y ella
describe poemas que escribió en su mente mientras pensaba en el chico del que
está enamorada, porque ella es del tipo de persona que dice la palabra enamorada sin ninguna pizca de ironía.
Tú no dices nada. Tienes un vacío palpable en el estómago que te tiene al borde
del vómito pese a que no tengas nada que devolver.
Estás seguro de que algo debería ser
diferente pero nunca has dilucidado qué es y, con el tiempo, te has contentado
con la ignorancia. Tal vez la respuesta vaya a doler. Quizás ni siquiera
existe.
Vas a casa de Néstor y te sientas en su
cama y lo ves tocar la guitarra y darle golpecitos tontos a su escritorio y
finges, por un solo segundo, que todo es normal. Pretendes que verás a Néstor
la próxima semana en el colegio, como siempre, y no encerrado de nuevo en su
pieza por una razón que aún te cuesta entender completamente. Finges que no
tienes razones para echarlo de menos, pero solo te dura hasta cuando te vas sin
haber dicho nada especial, con la idea de que quizás mañana tú o él amanecerán
muertos y con todo este montón de cosas sin haber sido dichas entre ustedes.
Es tonto. Néstor no se va a morir por no
salir de su casa y tú, Gaspar, bueno, tú eres tú. Gasparcito con sus muñecas
huesudas y sus notas mediocres. Gasparcito que ayuda a su mamá en la repostería
y se queda dormido en clases. Gasparcito que se intentó matar y nadie lo sabe y
que tampoco nadie sabe que está absurdamente enamorado de su mejor amigo y de
sus dedos en la guitarra y de todos sus hábitos raros. Qué pasaría si Néstor
supiera. Quizás que no pasaría.
Conociste a Néstor en segundo básico,
cuando llegaste a vivir a Valparaíso desde Valdivia, con la supersticiosa idea
de tu mamá que las cosas debían salir bien porque ambas ciudades empiezan con
Val y eso debía tener algún significado. Néstor se volvió tu mejor amigo y
Giselle su contraparte en los días de lluvia y marea alta. Estuvo bien. Fue
bueno y también fue bueno cuando tu mamá logró empezar su repostería, cuando
dejó de gritarse con tu papá durante la once o decirse comentarios
pasivo-agresivos en el auto. Es solo que eres muy exigente.
Néstor no te habla mucho cuando vas a
verlo y tú lidias con eso porque locura o no, terremoto o no, amor o no, es tu
mejor amigo y lo quieres. No haces preguntas y Néstor te mira como si fueras un
infiltrado en territorio enemigo, con la granada preparada en la mano.
Recuerdas haber visto a Néstor tener un ataque de pánico en una piscina, en tu
baño, en la calle en un día de lluvia cuando las olas estaban rebalsando las
barreras. Recuerdas haber visto a Néstor agarrar a golpes a uno de tus
compañeros de curso, pero no sabes por qué. Tuvieron que arrastrarlo porque no
lo soltaba. No preguntaste. Te daba miedo, aún te lo da, en parte porque te
gustaría que Néstor hiciera algo así contigo, solo porque al menos te daría la
certeza de que le interesas un poquito, lo suficiente como para hacerlo rabiar.
Abres la boca. Néstor está tocando una
canción que te da pena porque te recuerda a él y a su hermanito muerto y, a la
vez, te hace pensar en tardes lluviosas dentro de un auto, solo.
—¿Alguien del colegio ha venido a verte?
—preguntas. Néstor no deja de tocar. Parece en trance.
—Trinidad —dice— y el otro día vino la
Emilia.
Suena como un robot y, aún así, el segundo
nombre logra salir con una explosión de emoción que te hace removerte,
inquieto. No dices nada más. No tienes para qué si no hay nada más que decir.
Ya nunca hay nada que decir.
Lo que pasa con Giselle es que quiere
aquello que ya tiene. Quiere ser delgada cuando ya es hermosa, quiere tener
dinero cuando ya tiene todo lo que podría querer en sus manos y quiere ser
talentosa cuando ya sabe hacer todo satisfactoriamente bien. Pese a que te
estires en la misma cama con ella, compartas un cigarro y cuentes las manchas
de humedad en el techo, no puedes conectar con lo que sale de su boca. Ella no
sabe lo que es ser horrible, no tan íntimamente como tú, lo que es querer
arrancarse la piel con las uñas y pensar, a veces, mejor morir flaco que vivir
así, y reírse de uno mismo porque, vamos. Prioridades, Gaspar.
Giselle no sabe lo que es querer morirse,
lo que es despertar en las mañanas siendo basura y acostarte en la noche siendo
basura. Pensar qué pasaría si nunca más te levantarás de ese colchón sudado y
viejo. ¿Tu papá te pegaría? ¿Llamarían a un psiquiatra? ¿No harían nada?
Giselle no sabe esto, no puede siquiera imaginarlo, porque ella en algún
momento logró mirarse al espejo y decir, sabes, Gaspar, creo que ya fue
suficiente. Tú no llegas todavía a esa parte del recorrido. Estás esperando que
alguien le dispare a tus neumáticos antes de llegar a ese cruce, que el auto se
vuelque y no debas pensar en esto jamás.
Giselle no sabe de esto y quizás es mejor
así. Te gustaría burlarte de ella, decirle algo peor que indicar su peso en la
balanza que compraron juntos, pero la lengua se te traba y no puedes porque su
pelo está brillante, su piel está limpia y sus dientes se están aclarando.
Tienes envidia, supones, y sale de ti en la forma de un comentario venenoso
sobre cómo le queda el suéter que está usando hoy. La odias por tener todo. Te
odias por querer quitarle todo solo para echarlo a la basura y dejarlos a ambos
en la misma miseria.
Hay un poema suyo escrito entre los tuyos,
uno de puño y letra de ella, algo que habla de palomas y flores y la primavera.
Algo sobre el amor. Tú nunca escribes sobre el amor. Es difícil. En su poema,
que tú corregiste diligentemente, Giselle habla sobre un chico con una sonrisa
que parece estrellas en el cielo y el olor del pasto cuando empieza a llover.
Es cursi y tonto y aquello que solo podría escribir ella. Tú no le dices,
porque Giselle no sabe, pero todo su poema es una mentira construida sobre
pilares de sal. Tú eres la lluvia ambivalente o, más bien, las nubes al final
del horizonte. Llegarás, algún día. No hoy, pero pronto, y derrumbarás todo.
El chico se llama Adrián y sonríe como si
le doliera algo cuando te mira y no te recuerda en nada al cielo estrellado del
que Giselle tanto habla y su voz no suena como la mismísima encarnación de la
felicidad que ella tanto busca en todas las personas que conoce. Suena a
culpabilidad, mentiras y todo lo que no mereces pero que tú tomas de cualquier
modo. Alguna vez, en una tarde dentro del colegio, te dijo que le gustabas y lo
que tú oíste fue el ruido que hace el ventilador del computador de Néstor.
Luego lo dejaste hacer lo que quisiera. Daba igual.
Giselle está tan dulcemente enamorada de
él y tú quieres tanto que Néstor te escupa en la cara, casi tanto como Adrián
jura amarte, con esa misma palabra, y quieres matar a alguien cuando lo
escuchas, pintar las paredes con tripas y bañarte en sangre y vómito porque así
es como deben saber las mentiras.
Giselle no sabe, pero la verdad siempre
gana, Gaspar. Tú lo sabes.
Es un día cualquiera, después de historia,
cuando estás de vuelta en tu casa y sentado frente a tu computador, que te
percatas de que alguien llamado Javier te envió una solicitud de amistad en
Facebook.
Lo aceptas.
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