"Miedo" - Relato de Sonia Pericich


Estaba harta de tener miedo, pero no lo podía evitar. Veía a la gente pasear en la calle como si nada pasara, con sus celulares de última generación sobresaliendo de sus bolsillos traseros, con sus hijos jugando y corriendo media cuadra más atrás mientras ellos miraban vidrieras o conversaban entretenidos, y no entendía cómo ella, que no tenía nada, no podía caminar tranquila de casa al trabajo diariamente. 
La ruta era siempre la misma, sus horarios, sus días, pensaba que en cualquier momento alguien lo notaría y sabría exactamente dónde encontrarla para atacarla. Quién sabe lo que le harían al descubrir que no tenía nada, que ni su campera de cuero era realmente de cuero y que su celular sobrevivía a duras penas a la evolución avasallante de la tecnología. Tal vez aprovecharían a golpearla, a violarla, tal vez la matarían. Y de cualquier manera la pena para ellos sería la misma: ninguna. 
«¡No pasa nada!» se hartaba de escuchar, mientras en los diarios y en la televisión veía todo lo contrario. Hasta un familiar había sido víctima de robo —¡más de una vez!— y aun así él no temía. 
«¿Pero en qué piensa la gente? ¿Por qué no ve lo que está sucediendo?», se preguntaba una y otra vez. Pensaba en esos niños jugando despreocupados, imaginaba que un auto se los llevaba en segundos, mientras sus padres caían en la cuenta e intentaban correr toda esa distancia que los separaba en menos tiempo, inútilmente. «No los ves más. ¡No los ves nunca más! ¡Andá a saber qué les hacen!», y la angustia la invadía aunque no fueran hijos suyos.
«Es tan fácil cuidarse un poco», pensaba, aunque ni siquiera eso era un seguro ya contra lo que estaba sucediendo en las calles. 
Usaba auriculares, pero solo uno, y se valía de las vidrieras para ver todos los movimientos a su alrededor, y de su visión periférica, que hasta le mentía a veces para mantenerla alerta. Caminaba con paso firme, como si tuviera carácter, los puños apretados. A veces los abría y cerraba de forma continua para parecer algo tensa o insana. Le funcionaba muy bien con algunas madres, que alejaban a sus hijos a su paso. «A mí sí me tienen miedo... qué ironía» 
Desde adolescente tenía la costumbre de llevar las llaves en el bolsillo. Si se sentía demasiado insegura, metía su mano y se aferraba a ellas de forma tal que una de las llaves sobresaliera entre sus dedos mayor y anular. Lo había imaginado mil veces: al primer descuido, hundiría esa llave en uno de sus ojos y correría. Esperaba no tener que desarmarlo y que no fuera más de uno, sino no haría más que enojarlos. 
Pero dudaba de su fuerza, «¿Será tan fácil como se ve en las películas?». Quizás el miedo la paralizaría, como en aquellos sueños en que nos persiguen y no podemos correr. «¿Podré hacerlo? Ojalá pueda, se lo merecen», su moral ya no toleraba la injusticia y se inclinaba a la venganza, aunque se convirtiera en lo mismo que odiaba y temía.
Y una vez, finalmente los vio a la cara, amenazante, como advirtiéndoles que no la tomarían por sorpresa. Pasó justo frente a uno de ellos y lo miró a los ojos. Caminó unos metros más y vio que había decidido seguirla. «Me seguirá hasta una zona más despoblada, es ahora, hoy es mi turno». Escuchaba canciones que le daban coraje, sentía rabia por esos seres que se creían dignos de arrebatarte hasta la vida y estaba cansada de tener miedo. «A los miedos hay que enfrentarlos», se repetía mientras caminaba, «Ya no tolero vivir así». 
Siguió caminando, alejándose poco a poco de la zona céntrica. Él, cincuenta metros más atrás, escondiendo su rostro debajo de su capucha y con sus manos en los bolsillos. «¿Estará armado?», por momentos dudaba, pero estaba decidida. Llevó sus manos a sus bolsillos y se aferró a las llaves de forma habitual, practicaba en su mente el movimiento preciso. 
Tres cuadras más adelante, finalmente lo tenía pisándole los talones. Podía escuchar latir su corazón aunque estuviera en plena calle. No había nadie más cerca, ni en la vereda de en frente. Ya era hora. 
Lo escuchó llamarle la atención y sintió al viento empujarla a sus espaldas como si alguien lo hubiese desplazado ocupando su lugar. Él la tomó del brazo derecho, el que sostenía las llaves, pensó que quizás no podría zafarse. Sacó rápidamente la otra mano del bolsillo y giró sobre sí para ponerse frente a él. El delincuente levantó la vista y la miró a los ojos; debía estar realmente enfurecida, porque lo hizo dudar y aflojar la presión. Instantáneamente, y aprovechando la inercia del giro, usó su rodilla izquierda para golpear su entrepierna. «Quiero matarlos. Definitivamente quiero matarlos», pensó ella, y él debió haberlo leído en la locura de sus ojos, porque se petrificó. En ese preciso momento una mujer salía de un almacén y gritando volvió a entrar pidiendo por un patrullero. El sujeto intentó zafarse y correr, pero ella se había ya aferrado a él de tal manera que podía sentir sus uñas presionando su carne a través de su abrigo deportivo. Su otra mano aún intentaba cubrirse la entrepierna, porque ella no dejaba de patearlo ciegamente. Optó por arrodillarse para poder quitar la mano de su entrepierna y quizás sacar algún arma, pero fue peor. Ahora era su cara la que estaba a la altura de sus rodillas. Lo golpeó una vez e hizo que se llevara ambas manos a la cara para cubrirse la nariz. Pronto la sangre se escurrió de entre sus dedos. Ella le quitó la capucha, lo tomó del pelo, pateó su estómago, y al momento en que su cara quedó al descubierto frente a ella, sacó su mano derecha del bolsillo y sin dudar hundió la llave en su ojo izquierdo hasta el tope. Sintió asco al escuchar el sonido que produjo tal ataque, también al tirar hacia afuera y arrastrar con ella parte del globo ocular y lo que fuera que había detrás de él, pero los gritos del sujeto le produjeron tal placer que contuvo su vómito para arremeter contra el ojo que le faltaba. Tras ella, la mujer que había llamado a la policía gritaba desesperada y era contenida por el almacenero. 
«Ya no lo vas a hacer, hijo de puta», le gritaba, y seguía golpeando al malechor en el suelo, que se desangraba y gritaba, pidiendo por favor, por sus hijos, por su familia. «¿Tú familia sí importa, cierto? ¿Quién te dijo que vale más que la mía? ¡HIJO DE PUTA!». El delincuente sacó de su bolsillo una navaja y comenzó a dar puntazos al aire a punto del desmayo, intentando que ella ya no se acercara, pero ella vio en aquel intento una oportunidad de completar su venganza. Al primer descuido y viendo que no le quedaban más fuerzas, se la arrebató, se sentó sobre su pecho presionando sus brazos con sus piernas, esperó que desfalleciera, y a pesar del asco que aún sentía tomó su lengua fuertemente con sus uñas y se la cortó. Su boca se inundó de sangre y tuvo que ponerlo de costado para evitar que se ahogue, ya no quería que muera sino que sirviera de ejemplo para los demás, que vieran a diario lo que podía pasarles, que sintieran tanto miedo como ella. Tuvo que tragarse su propio vómito para evitar que supieran que ella había sido la autora de semejante atrocidad, y ciertamente llegó a pensar en eliminar también a la mujer y al dueño del local, pero aún le quedaba algo de cordura. «¿Ustedes han visto algo?», les rugió, «Quería robarme o quién sabe qué, ¿no creen que hice bien?». Ambos, espantados, afirmaron con la cabeza. «Él no va a contar nada. ¿Y ustedes?». Respondieron que no, y el dueño del negocio agregó “Fue un chico, un chico alto y de espalda ancha, pero no le vimos la cara”. 
Ella se acercó un poco a ellos y al verlos retroceder les dijo, algo más calma «Tenemos que cuidarnos entre nosotros». 
Las sirenas comenzaron a escucharse. Ella cruzó la calle y comenzó a caminar en dirección contraria a su casa. Tomaría otro camino para disimular. Metió sus manos ensangrentadas en sus bolsillos, junto a la llave que aún conservaba parte de los globos oculares y la navaja que sentía resbalosa entre sus dedos. Una cuadra más adelante, doblando la esquina, vomitó en un cantero y comenzó a llorar. El cuerpo le temblaba y casi no podía contener sus ganas de orinar. No podía detenerse, no creía del todo la promesa del almacenero. Removió la tierra entre las plantas para ocultar el vómito y se tragó el siguiente. La garganta le quemaba. Se obligó a seguir. Faltaban apenas tres cuadras para llegar a su casa, debía acelerar el paso y zigzaguear. En cada oportunidad que tenía de esconderse, lo hacía, y así le tomó largo rato llegar, pero lo hizo segura. 
Cuando fue a abrir la puerta recordó el estado de su llave. Rogaba haber usado la de la casa de su madre y no la suya, y por suerte así había sido. Abrió la puerta con el globo ocular auspiciando de llavero y procuró no tocar el picaporte con las manos ensangrentadas. Una vez dentro, se desplomó tras la puerta y dejó salir todo su miedo de la forma que fuera.
Media hora más tarde, ya más calma, decidió no perder más tiempo y eliminar toda la evidencia del ataque, empezando por limpiar el hueco de la llave con un rocío de lavandina y luego algo de alcohol, para que se evaporara cualquier resto. 
El patio de la vecina se separaba del suyo con una medianera no demasiado alta. Ella tenía dos feroces perros a los que alimentaba siempre con carne cruda. Llevó una de las sillas de plástico de su patio hasta la medianera y se asomó. Al instante, Bronco y Jack se abalanzaron sobre ella e intentaron alcanzarla. Ella tomó la llave, y reviviendo el asco presionó sobre ella para que los restos resbalaran y cayeran al patio de la vecina. Los canes, que ya la conocían, agradecieron el bocadillo moviendo sus rabos cortados y relamiéndose. Sabrían guardar el secreto.
Luego se quitó la ropa, pero sabía que la sangre no se quitaba fácil. Tendría que decidir después qué hacer con ella, porque quemarla en ese mismo momento sería muy evidente.
Con una botella de lavandina en la mano, fue a bañarse. Preparó la bañera y le puso lo suficiente como para que surtiera su efecto sin dejar su característico aroma. Mientras se bañaba escuchó sirenas policiales y se le erizó la piel, pero no se acercaban. Refregó muy bien sus manos con la ayuda de un cepillo de cerdas fuertes, lavó también allí la navaja y la llave antes de vaciar la bañera. 
Cuando la noche llegó, y viendo que nadie había venido por ella aún, decidió aprovechar el humo de las estufas a leña del barrio para quemar la ropa hasta reducirla a cenizas. Luego tiró poco a poco las cenizas al inodoro.
Esa noche no durmió, mitad por la euforia, mitad por el miedo. Había cambiado un miedo por otro, y deseaba con fervor que este no le durara mucho y que la suerte la acompañara.

En la mañana fue al trabajo como siempre, no podía faltar, debía seguir su vida como si nada hubiese pasado. 
Al llegar vio a tres de sus compañeros hablando en el mostrador de la entrada. Les preguntó qué pasaba, fingiendo normalidad. «Mirá lo que le hicieron a este tipo. ¿Vos no escuchaste nada? Fue allá cerca de tu casa», dijeron, alcanzándole el diario. “Feroz ataque a un delincuente”, rezaba el título, aunque la foto solo mostraba el frente del local delimitado con cintas y a un montón de policías que apenas dejaban ver tras de sí los restos de sangre que no había podido sacar el agua que habían tirado en la vieja y porosa vereda. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar lo vivido, el sonido de la llave traspasando los ojos volvió a retumbar en su mente reviviendo el ardor del vómito en su garganta. Intentó leer por encima mientras preguntaba a sus compañeros qué había pasado. Dijeron «Dice ahí que quiso robarle a un chico y él se defendió». Respiró profundo al confirmar que el almacenero y la mujer habían cumplido con su palabra. Quizás ya podría dejar de tener miedo, al menos por un tiempo.





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