Capítulo 3







Con sus últimos billetes compró harina, azúcar, leche, huevos, manteca y cacao. Sería la primera vez que amasara algo, pero las recetas que había encontrado en internet parecían sencillas y tendría comida hasta el fin de semana, o quizás más. Compró también té, ya no podía permitirse el café. Le sobraron apenas unas monedas.
La cajera del supermercado le halagó el cabello y ella no supo si lo dijo de verdad o como una burla, pero igual agradeció y se fue rápido. La verdad era que no había quedado tan mal, sus ondas naturales disimulaban mucho la desprolijidad del corte y el maltrato propio de haber estado enmarañadas por todo un año, y lo hacían ver como “algo desestructurado y moderno”, digno de su edad, aunque de cualquier manera el halago le pareció exagerado. Lo que sí debía admitir era que se sentía aliviada, y desde aquel día disfrutaba sobremanera de rascarse el cuero cabelludo mientras veía televisión o al acostarse. Le resultaba relajante, había olvidado que se sentía tan bien llevar el cabello suelto.
Toda esa semana esperó inútilmente el llamado de alguien que quisiera contratarla. La oferta para un trabajo así era enorme, y ella ni siquiera tenía experiencia comprobable. Día tras día iba perdiendo las esperanzas otra vez y se trasnochaba por no poder parar de pensar. El jueves por la tarde Mauricio volvió a llamar avisando que tampoco iría ese fin de semana, sino recién el martes, y se desesperó, pero no hizo un escándalo, fingió que todo estaba bien como siempre lo hacía. Luego lloró por horas, preparó su bolso sabiendo que no tenía otra opción más que regresar a su casa, se dio una ducha y salió a caminar.
Ya en la calle y sin rumbo fijo, recordó aquel bar que le había llamado la atención. Conseguiría que alguien le pagara un trago, lo que sea para pasar el mal momento y olvidar que su aventura había terminado.
El bar no tenía nombre ni ventanas. Parecía un antro funcionando en el sótano de lo que solía ser una vieja casa, clausurada o devenida en depósito. Por la escalera subía, en dirección contraria a ella, el humo de los cigarros y el calor de la humanidad reunida, acompañados de los acordes de un blues. A Lidia le encantó la mística de aquel lugar, tenía personalidad y un aura especial, no como los bares insulsos de Valle Olvidado a los que había ido un par de veces con sus compañeras de colegio.
Una vieja barra, mesas de madera, luz tenue, y las miradas de todos los presentes puestas en ella mientras bajaba la escalera fue lo que encontró allí. Más al fondo, descubrió luego una mesa de billar. Al principio creyó que la echarían, parecía un lugar exclusivo de esos a los que van siempre los mismos durante cincuenta años, pero al sentarse en la barra observó mejor cada una de las mesas ocupadas. En una de ellas había tres mujeres de entre treinta y cuarenta años que reían con dos hombres que permanecían a su lado de pie. Junto la mesa de billar, cuatro hombres jugando cartas. Más cerca de la barra, otros dos, ensimismados con un partido de fútbol que veían en un pequeño televisor que seguro llevaba décadas en esa repisa junto a la barra. Sobre el televisor había un viejo adorno navideño hecho de piñas, de esos que veía en su casa cuando era niña.
—No es de por aquí, ¿no? —le escuchó decir al barman detrás de ella.
—No, acabo de mudarme —respondió con una leve sonrisa.
—¿Qué le sirvo?
—Por ahora nada, gracias.
—¿No va a consumir?
Lidia estaba a punto de responder cuando uno de los hombres que estaba jugando cartas se acercó por detrás y puso un billete sobre la barra.
—Sírvele lo que quiera, yo invito.
Lidia se giró a verlo. Era un hombre maduro de ojos rasgados y perfume caro. Llevaba su camisa desprendida hasta la mitad del pecho. Ciertamente no cuadraba con el lugar donde se encontraba.
—Muchas gracias —se apresuró a decir.
—Si no consumes, Pancho te saca de aquí a escobazos como una señora de barrio echando a un perro. ¿Tu nombre?
—L… Claudia. ¿El tuyo?
—Víctor.
—¿Qué le sirvo? —interrumpió el barman.
—Un whisky, por favor —respondió, sin dejar de ver a Víctor a los ojos.
De cierta forma le recordaba a Mauricio. Se veía como un hombre de negocios que también sabe disfrutar de los pequeños placeres de la vida, como jugar cartas en un bar de mala muerte. Un renegado de la alta sociedad en busca de sentirse uno más en las calles.
—Nueva en el barrio…
—Nueva en Villa Mercedes. En realidad, vivo a unas treinta cuadras de aquí.
—¿Y qué haces a estas horas en este barrio? Si se puede saber, claro.
—No tenía sueño y salí a caminar, eso es todo.
Desde la mesa de cartas, uno de los acompañantes de Víctor silbó fuerte para llamarle la atención. Él se excusó y dijo que volvería al terminar la partida.
Lidia se quedó en la barra hasta terminar el whisky y un rato más, luego se levantó para irse. Desde la escalera, le lanzó a Víctor una mirada pícara.
Él abandonó a sus compañeros de juego y la siguió hasta la vereda.
—No puedo dejar que te vayas sola, no es seguro. Ven, te llevo a casa —dijo señalando su auto.
Ella aceptó. Volvería pronto a Valle Olvidado y ya no lo vería, esa vez podría desprenderse rápido de la culpa que le provocaba su lujuria cada vez que la dejaba fluir.

—Es una casa muy bonita. ¿Es tuya? —le preguntó él al llegar.
—Es de un amigo.
Tomaron un par de copas más en la barra de la casa, y poco después subieron al primer piso.
Toda la frustración de su desventura brotó por sus poros, convertida en aquella droga que la hacía perderse en tiempo y espacio y que contagiaba a todo lo que tocaba. Lidia era fuego, un fuego natural y gentil que nacía casi de forma inconsciente. Las caricias que daba hacían vibrar sus dedos como cuerdas que provocaban el sonido de suspiros, acompasados en completa armonía con sus caderas. Él, ajeno a lo que significaba para ella el entregarse por completo, pero arrastrado por su adictiva pasión a sentirse igual de libre y enajenado del mundo terrenal, creyó que estaba teniendo un encuentro con algún tipo de diosa, y deseó permanecer allí hasta el final de los tiempos.
Antes de irse, Víctor preguntó si podía volver a verla. Ella fue sincera con él y le contó que pronto se iría. Él, intranquilo al comprender que aquella incomparable sensación podría no repetirse, insistió.
—Pero si acabas de llegar…
—No he podido conseguir un trabajo aquí, no tengo opción —dijo ella, apesadumbrada.
Sin pensarlo demasiado, Víctor sacó varios billetes de su billetera, los puso en su mano y le dijo:
—Si te quedas, puedo conseguirte más. Tómalo, sin ofenderte, y en la semana hablamos. ¿Quieres?
—Víctor, no puedo aceptar, no sé de qué me hablas —se escandalizó ella.
—Que aceptes esto hoy no es compromiso de nada. Te doy mi palabra. Tómalo, por favor, y en unos días hablamos mejor. Mira, ni siquiera es mucho, no tienes por qué desconfiar.
Lidia tuvo un poco de miedo, pero no quiso desaprovechar la oportunidad. Tal vez Víctor estaba pensando en un trabajo y solo necesitaba tiempo para confirmarlo.
—De acuerdo. ¿Te veo el jueves en el mismo bar?
—El jueves, en el mismo bar.
Víctor le acarició la mejilla antes de irse. Lidia tenía varias sospechas sobre aquel ofrecimiento, pero la que más miedo le daba era haberse topado con un hombre que se obsesionaría con ella. Una vez le había pasado en Valle Olvidado; Mauricio tuvo que intervenir haciéndose pasar por su pareja para quitárselo de encima.

El viernes despertó tarde, durmió muy bien sabiendo que tenía dinero para hacer otra visita al supermercado. Las sábanas aún tenían el exquisito perfume de Víctor.
Se preparó un té y lo acompañó con las últimas “galletas” o lo que fuera que había amasado. No podía quejarse, sabían bien, pero después de una semana comiéndolas ya estaba un poco harta. Necesitaba comer algo suculento y alimenticio.
Fue de compras y a su regreso, ya con la despensa asegurándole al menos una semana más de supervivencia, se puso a limpiar. Para levantar el ánimo, puso un CD de rock en el equipo de música de la sala y subió el volumen.
Mientras limpiaba al ritmo de aquellas guitarras eléctricas, recordó a su padre entrando a su cuarto exigiéndole que bajara el volumen. Ni siquiera estaba alto, pero él se lo exigía igual, solo porque no le gustaba el rock, esa “música de drogadictos”. Hasta le pareció escucharlo. Sacudió la cabeza, buscó pensar en algo más positivo, y su mente volvió al ofrecimiento de Víctor. Sería mejor comentárselo a Mauricio, tanto para tener su opinión como para sentirse segura. Víctor no parecía un mal hombre ni un delincuente, pero bien sabía ella que las apariencias engañaban, tenía al mejor ejemplo en su casa.
—¡Mierda! ¿Por qué todo lo tengo que relacionar con mi padre? —dijo en voz alta. Y metió con bronca las perfumadas sábanas a la lavadora.


El fin de semana pasó lento sin Mauricio. Salió a caminar, hizo ejercicio, miró documentales, y cuando ya no sabía qué más hacer se le ocurrió que podía aprovechar ese tiempo muerto para empezar a estudiar algo sobre arte. Fue al ordenador y tipeó algunas palabras claves, pero cuanto más se movía por internet, más se confundía; entre un sitio y otro había tantas contradicciones e incongruencias que no sabía distinguir cual era la correcta. Tuvo miedo entonces de adquirir información errónea y que esta le complicara la existencia cuando pudiera finalmente empezar a estudiar en la universidad, si es que podía, claro, así que abandonó la tarea.
Hacía cada vez más frío, afuera y adentro, pero lo toleraba hasta que bajaba el sol para no gastar demasiado en calefacción. Aunque Mauricio le dijera que no había problema con eso, ella no quería abusar. Era curioso, ahora que lo notaba, cómo había aceptado dinero sin chistar de un desconocido, pero se negaba a aceptarlo de Mauricio, sin embargo, solo necesitó un momento para entender por qué: también quería mostrarle a él que era capaz. Aunque tenía superada su diferencia de edad, en el fondo siempre se sentía una niña a su lado. Él era tan independiente, tan seguro, y ella por poco no había incendiado la cocina en su primer día viviendo sola. Estaba segura de que a él no le importaba en lo más mínimo, pero había caído en la cuenta de que a ella sí.


El martes en la mañana se levantó sin mucho esfuerzo y horneó más galletas para merendar con Mauricio cuando llegara, esta vez por gusto y no por necesidad. Había encontrado varias recetas fáciles y económicas, con pocos ingredientes, y las aprendió a todas. La casa olía tan bien que le evocaba recuerdos de su infancia junto a Rita.
Mauricio llegó cerca de las cinco y ella salió a recibirlo con un fuerte abrazo.
—¿Me extrañaste? Espera… ¿¡Qué le hiciste a tu pelo!? —exclamó él.
—¿No te gusta? Necesitaba cambiar. Cosas de mujeres en momentos de crisis, según internet.
—No abuses de internet, sonaré como un viejo, pero tiene más basura que información útil.
—¿Qué más puedo hacer aquí, sola? Creía que esta vez me ibas a abandonar a mi suerte. Estuve a punto de adoptar un perrito, era el momento justo para cumplir ese sueño.
—Lo cumplirás, Li, pero espera a poder darle un hogar al can.
—Aguafiestas.
—Realista, cariño, pero perdona, no es contigo, es que estoy muy cansado. No paré de tener reuniones en estos últimos días.
—Entonces hoy te haré unos masajes, ¿quieres?
—¿Que si quiero? ¡Lo demando! También usaremos el jacuzzi, no importa si me gano una gripe después. En todo caso significará una semana tirado en la cama, que tampoco me vendrá mal.
Ella lo invitó a merendar en la cama viendo una película y se encargó de todo, quería mimarlo un poco, no solo por gusto sino porque lo merecía. Era todo lo que podía darle a cambio de su ayuda, aunque supiera que era completamente desinteresada.
Pasaron toda la tarde en el dormitorio, donde dejaron todas las ganas contenidas de recorrerse enteros y sentir el calor del otro, luego se ducharon juntos y Mauricio, ya más relajado y con mejor humor, se encargó de la cena. Dejaron el jacuzzi para otro día y lo cambiaron por otra película acompañada de unos tragos en la sala.
Se durmieron abrazados en el gran sillón, con él acariciándole el pelo como lo hacía cuando apenas empezaron a verse.
Por la mañana, antes de que Mauricio partiera, Lidia recordó que no le había comentado nada sobre Víctor.
—¡Mauri, olvidé contarte algo! ¿Tienes tiempo o te llamo más tarde?
—Te llamo yo en cuanto llegue, ¿quieres? Estelita ya debe estar histérica por no haberme encontrado en la oficina. —Claro, no hay apuro. Ve tranquilo.



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