Las
tardes de Otoño en el pueblo siempre tenían una calidez especial para Paula.
Quizás se debía a haber nacido en pleno desnudar de los fresnos, aquellos que
resguardaban el renovado frente de su casa materna.
Mientras las vecinas rezongonas lidiaban con la hojarasca y el indómito viento,
Paula admiraba desde la ventana de la cocina la alfombra marrón y dorada que
embellecía la vereda y la suave y melodiosa caída de las hojas que la
enriquecían.
Su madre comentaba algo sobre una reciente noticia, Carlitos dormía y ella
simplemente flotaba con esas hojas hacia el remanso de sus forzadas vacaciones.
—¿Vos qué
opinás? —dijo su madre, quien no había podido prolongar ningún silencio desde
su llegada por la emoción de poder cuidar de su pequeñita una vez más y volver
a sentirse necesaria.
Paula reaccionó al tono interrogatorio y trató
inútilmente de recordar alguna palabra dicha por su madre recientemente.
—Perdón,
mamá, estaba distraída, pensaba que me gusta que no barras la vereda; el otoño
es tan bonito, a excepción de las chinches, claro. ¿Qué me decías?
—Te
contaba de Doña Eva, ¿te acordás?, la viejita que vivía sola en el campo,
abuela de Gerardo y Gastón, ¿no eran amigos tuyos? —dijo su madre con un poco
de desdén. No le gustaba repetir las cosas, había perdido la poca paciencia que
le quedaba y estaba justo en el punto de inflexión desde donde comenzaría a
caer hacia la paz de la vejez, no sin antes pasar por la etapa de las
actividades diarias fuera de casa para demostrar su lucidez, que incluirían
quizás hasta una que otra clase de teatro.
—Sí, me
acuerdo, ¿qué pasa con Doña Eva?
—¡Que se
murió, hija! Bueno, ya estaba muy grande, pero estaba muy bien. Parece que se
murió de vieja nomás. Si no tenía cien años, tenía noventa y ocho, pero por ahí
andaba.
Paula se
sorprendió de que aún estuviera viva más que de su muerte, siempre que
pensaba en Doña Eva la recordaba ya vieja, la creía muerta desde hace años. Se
sintió un poco culpable, otro poco triste y a la vez vinieron a su mente
algunas tardes con ella y su sonrisa. Le dio gusto poder recordarla así.
En ese
momento, Carlitos apareció en el comedor, amodorrado pero sonriente, sin
decidir aún a quién abrazar primero entre su abuela mimada y su madre adorada.
Dudó tanto que decidió estirar los brazos y dejar que ellas lo decidieran por
él. Lógicamente su abuela Mirta fue más rápida y se ganó su abrazo, aunque fue
una competencia despareja, Paula nunca hubiese llegado antes con tantos yesos
en el cuerpo.
—¿Te
gusta dormir la siesta en la cama que era de mamá? —preguntó Paula, mientras su
madre aún estrujaba a Carlitos con un exceso de amor incontrolable.
—S-sí…
aunque me despierto muchas veces… —dijo Carlitos titubeante. Paula supuso que
se debía a la cama extraña y la situación extraordinaria por la que estaban
pasando, así que se acercó a él insegura de su equilibrio, y al no poder
agacharse demasiado, le propinó un beso al viento lo más cerca que pudo de su
carita, seguido de una risa, una caricia y un guiño para mitigar la situación.
La tarde transcurrió tranquila, entre chocolatadas, mates y masitas de limón
caseras. Luego vino una suculenta cena de olla, de casa de abuela, y pasadas
las diez Carlitos fue mandado a la cama como cada noche, a pesar de no tener
que ir a la escuela al día siguiente. Por suerte su maestra había accedido a
que perdiera un mes de clases para que Paula pudiera contar con la ayuda de su
madre en su recuperación o al menos al principio de ella.
Cerca de las doce ambas decidieron acostarse también y al llegar a su
habitación Paula notó que Carlitos aún estaba despierto. Se acercó a él
presurosa dentro de sus límites, intentó nuevamente agacharse lo máximo
posible, volvió a soplarle un fuerte beso y le deseó las buenas noches con su
mirada llena de empatía para incitarlo a relajarse y a dormir como ella haría.
Carlitos sonrió condescendiente, sabiendo que de cualquier manera no le sería
fácil dormir, no con esa sensación de frío que le corría por la espalda cada
noche desde que habían llegado, cuando las luces se apagaban.
Dieciocho días más tarde, Carlitos no volvió al atardecer de su paseo en
bicicleta.
Paula y su madre llamaron a algunos vecinos para preguntar si lo habían visto,
pero nadie sabía nada. Cuando se hizo de noche Paula ya no quiso esperar más y
llamó a la policía, que tardó en llegar más de la cuenta a pesar de estar sólo
a un par de cuadras.
Dos vehículos salieron en su búsqueda mientras Paula
peleaba con sus ganas incontrolables de arrancarse los yesos para poder salir a
buscarlo. Su madre intentaba tranquilizarla escondiendo su propia
desesperación, no podía estar muy lejos, el pueblo no era grande, quizás se
había alejado un poco y no sabría cómo volver.
Un par de horas más tarde la policía dijo no haberlo encontrado dentro del
pueblo, por lo que empezarían a buscar en los caminos rurales y darían aviso a
los pueblos vecinos. Paula se desesperó tanto que empezó a golpear su brazo y
su pierna enyesados contra la pared, lo que le produjo un gran dolor e
incrementó su llanto. Uno de los policías intentó contenerla y su madre corrió
a llamar al médico, quien media hora más tarde llegaría y pondría fin a su
nerviosismo con un fuerte sedante que hizo que Paula sintiera mucho miedo y
furia sin poder expresarlo con su cuerpo, hasta caer rendida y dormirse a pesar
de no desearlo.
A su madre le pareció un poco exagerado haberla dormido, pero
lo agradeció para evitar que se lastimara. Confiaba en que su nieto no podría
estar muy lejos pero entendía que para Paula, Carlitos lo era todo, como para
ella lo era todo su amada Paula.
Tres
horas más tarde, uno de los vehículos policiales llega a la casa con Carlitos
ileso y un perro un poco flaco.
Mirta intenta despertar a Paula, que reacciona tardía por los efectos del
sedante. Carlitos entra corriendo y llorando a su casa, pidiendo perdón,
mientras el perro flaco y desalineado lo mira con complacencia desde el
vehículo policial.
El oficial abre la caja de la camioneta y el perro baja con
un poco de miedo, va directo a buscar a Carlitos cuando su abuela se percata y
lo espanta.
—¡No,
abuela! ¡El viene conmigo, yo fui a buscarlo, ella me lo pidió!
—¿Quién
te pidió qué? ¿De quién hablás?
Carlitos
dudó un momento y pidió a su abuela que lo dejase acercarse. Ya le contaría él
al otro día lo que había sucedido. Su abuela accedió y volvió a abrazarlo,
mientras Carlitos estiraba su mano hacia el perro, que se acercó con vergüenza
a recibir su caricia.
Al día siguiente, con ambas ya calmadas y lúcidas, Carlitos contó su historia.
—No
quiero que se asusten. Yo me asusté al principio pero después me di cuenta de
que no tenía que hacerlo. Me tienen que prometer no asustarse. —comenzó. Sus
nueve años no aplacaban la firmeza en sus palabras. Ambas lo miraron
extrañadas, pero prometieron no decir nada hasta escuchar todo lo que tenía
para contar. Carlitos siguió diciendo:
—A la noche, cuando me acostaba, desde que llegamos, sentía de pronto como un
frío en la espalda y un poco de miedo. Primero no sabía por qué y creí que era
porque no estábamos en casa y no me gustaba dormir acá. Pero unos días después
me desperté a la madrugada y escuché que alguien me hablaba. Pregunté “¿mamá?”
y quise ver si estabas despierta —dijo señalando a Paula—, pero dormías.
Después de un rato me volví a quedar dormido. Al otro día me pasó lo mismo y al
otro igual. Después, una madrugada, al fin pude escuchar más claro lo que me
decían, sea quien sea. Me pedían ayuda, que “no lo deje morir solo”.
Como no supe bien de qué me hablaban y me dio vergüenza contarles, lo ignoré.
Paula y
Mirta cambiaron su expresión pero cumplieron con su promesa de no hablar hasta
el final. Paula tomó su mano para afirmar su promesa y confirmar su apoyo.
Entonces Carlitos dijo:
—Pero
ayer andaba con la bicicleta por una calle de tierra y escuché la misma voz que
me llamaba. Decidí seguirla porque parecía preocupada, sentí que lo tenía que
hacer. Me llevó hasta un campo donde parecía que no vivía nadie. Me pedía que
entre y que lo busque. Vi que se estaba escondiendo el sol y me di cuenta de
que estaba muy lejos para volver, así que preferí ir hasta la casa por si se
hacía de noche. Y ahí lo encontré —Carlitos miró con ternura al perro que los
observaba a través de la ventana y éste pareció devolverle la sonrisa—. Yo
siento que tengo que cuidarlo y quiero cuidarlo. Se hizo de noche y no pude
volver, sé que me porté mal, pero tenía que hacerlo. Él me necesitaba…
Paula se sentía rara. Por un lado, la historia que
su hijo le contaba le había dado miedo, y por otro se sentía orgullosa de su compromiso y su valor.
Lo habían encontrado en la casa de Doña Eva, en pleno campo, donde ni sus
propios hijos se habían acercado después de su muerte y quizás tampoco antes.
Su única compañía, su perro fiel, había sido ignorado por todos y seguía allí,
cuidando su casa, esperando a su dueña inútilmente, hambriento y triste.
Carlitos no dudó y se negó a volver sin él.
—¿Qué tal si lo llamamos “Coraje”? —dijo finalmente Paula, sonriendo y
con los ojos húmedos.
—¡Coraje es perfecto! —exclamó feliz Carlitos, y corrió a abrazarlo fuerte para
darle la bienvenida a la familia.
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