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"Viajeros del viento" - de Sonia Pericich



Virginia y Blas no se conocen, y a simple vista parecen no tener nada en común. Sin embargo, el destino tiene planes para ellos.
Él tiene nueve años; ella, once. El último recuerdo de ambos es estar cruzando el parque... 
¿Dónde están ahora? ¿Cómo es que llegaron allí? Una aventura no planeada cambiará sus vidas y las de los habitantes de aquel pueblo oculto entre colinas. 
Y quizás, también la tuya.

En este libro puedes perderte o encontrarte. Ya me dirás, a tu regreso, lo que has ganado en el viaje.



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Reseñas








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Aquelarre - Cuento de Sonia Pericich


Pedro Contreras era un hombre valiente.
En sus aventuras había enfrentado montañas, desiertos y hasta había cruzado mares. Sin embargo, tenía cierto respeto por los bosques.
Era difícil creer que un hombre como él, tan enorme en carácter como en tamaño, fuera incapaz de pasar una noche rodeado solo de árboles inertes; por eso había decidido que aquella primavera, habiendo cumplido sus cuarenta y cuatro años, vencería de una vez sus miedos en algún bosque español.

Llegar fue sencillo. Particularmente, Pedro sentía un enorme cariño por España y siempre había sido para él un destino seguro. Sabía que en cuestión de bosques no se sentiría defraudado por aquel bello país, ni en ninguna otra cuestión en realidad, así que eligió uno al azar. 



El bosque lo recibió tranquilo, como ignorándolo, lo que hizo a Pedro aumentar su nivel de confianza y querer adentrarse bastante más de lo previsto.

Pasó una tarde agradable dentro de los límites de su ansiedad, buscando ramas para la fogata y disponiendo de todo lo necesario para una noche sin sobresaltos. Los animales no le importaban, nunca les había temido, lo que a él le preocupaba era casi cómico y un poco vergonzoso para su edad. Pudo haber sido culpa de su abuela, que lo amenazaba de niño cuando hacía alguna travesura, pero también era probable que su instinto lo estuviera protegiendo. En todo caso el bosque para él siempre había sido un tabú gracias a eso: las brujas.



Encendió el fuego y comió algo a pesar de no sentir hambre, no podría dormir con el estómago vacío. Luego tomó algunas fotos, escribió unas líneas en su cuaderno de aventuras y pasó el resto de los minutos de luz imaginando su huida y deshaciendo su camino. La noche llegaba avasallante... y Pedro ya no quería estar allí.



En la espesura nocturna, con la sola compañía de la luna llena y el fuego, sentía que el corazón se le salía del pecho con cada aleteo que lo hacía sobresaltarse. Ramas quebradas, cortezas crujiendo, pequeñas ráfagas de viento que se habían abierto camino entre los gigantes inmóviles lo hacían girar sobre si mismo y buscar en la oscuridad su procedencia. Pedro era presa del pánico, pero en el fondo aún quería vencer ese miedo que lo avergonzaba.



La luna llena jugaba con sombras de formas extrañas, como si hubiese otras personas corriendo por el bosque, personas que parecían estar vigilándolo, susurrando cosas sobre él, esperando a que se quede dormido, acechándolo.



Cuando aquella cornamenta se dejó ver tras un arbusto, Pedro no dudó en entrar por fin a la carpa, con paso presuroso y repitiendo por lo bajo cuanto rezo recordada.



A lo lejos le pareció oír una risa. Luego dos. Y la tercera le entibió la nuca. Por un instante contuvo la respiración, sintió erizarse la piel de su espalda y su cuero cabelludo y luego se desvaneció con los ojos abiertos. Mientras caía, en esa milésima de segundo entre la vida y la muerte, recordó a su abuela con rencor y le dedicó la peor de las blasfemias.

En su mente el aquelarre terminaba, mientras los lobos comenzaban su festín.







Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.

"Bety" - Cuento de Sonia Pericich



Bety nació negra, la única oveja negra en un rebaño de blancas. Su mamá la amaba tanto como a sus hermanas, pero Bety no lo creía así y eso la hacía preocuparse. Varias veces había intentado hacerle entender que el color de su lana no era importante y que lo verdaderamente importante era que fuera feliz junto a su rebaño, pero Bety siempre tenía una respuesta del tipo “lo dices porque eres mi madre y es tu obligación”, y hasta una vez, en plena adolescencia, se atrevió a decirle “tú eres idéntica a las demás, nunca sabrás lo que se siente ser diferente”.

Las otras mamás ovejas se sentían mal por la mamá de Bety, pero en su afán de consolarla por tener una hija rebelde no la escuchaban cuando esta les decía que no era eso lo que la preocupaba. En realidad, la mamá de Bety estaba orgullosa del carácter de su hija, pero sentía que no lo estaba utilizando correctamente. La autoestima de Bety iba cayendo, discutiendo incluso con otras ovejas adolescentes —hasta con sus hermanas—, argumentando que la dejaban de lado al salir a pastar cuando era ella misma la que no intentaba incorporarse al grupo.

Y un día Bety decidió abandonar el campo. Se le había metido en la cabeza que iba a estar mejor sola, y a pesar de lo mucho que su madre le había advertido sobre los peligros más allá del alambrado, le pareció que cualquier cosa valdría más la pena que quedarse allí.

Aprovechó la noche y el sueño profundo de su rebaño para llegar hasta el lejano alambrado, y vaciló al ver sus imponentes púas, pero aun así tomó coraje para traspasarlo y llegar al camino de tierra del otro lado. Le costó bastante y se lastimó un poco, sin contar el miedo que sintió al verse en aquel camino oscuro a merced de quién sabe qué, pero la necesidad de alejarse de lo que tanto dolor le provocaba era más fuerte. Parte de su lana quedó allí, coronando el alambrado como prueba de su huida.

Con la respiración entrecortada caminó varios kilómetros hasta toparse con un pequeño monte donde decidió descansar hasta que amaneciera. El alambrado que tuvo que cruzar para llegar hasta él no tenía púas, así que no fue tan difícil, pero la verdad es que casi no pudo dormir de todas maneras. Siempre que el cansancio parecía vencerla, una corteza crujiendo o un ladrido lejano la sobresaltaban.

El sol la encontró a la par que un sabueso y su amo a caballo. Intentó correr pero aquel hombre de campo era hábil, y pronto se encontró camino a una estancia que no era la suya.

Llegando se enteró que allí no había ovejas, solo vacas, caballos y gallinas, y lo supo porque le tocó compartir su pasto con las primeras. Solo una de ellas llevaba cencerro, y asumió que sería la más sabia, así que se acercó a hablar con ella.

—Buenos días, señora. ¿Sabría usted decirme dónde estoy?

—Muuuuuy buenos días, pequeña. Estás en la estancia de Don Mateo.

—¿Podría decirme también si aquí hay ovejas negras como yo?

—Aquí no hay ovejas, niña, y lo único negro es el caballo del hijo de Don Mateo. Las vacas somos todas marrones; las gallinas, blancas; los caballos, manchados. Solo él es tan negro como la noche.

Bety pensó que quizás aquel caballo estaría sufriendo tanto la indiferencia como ella, y le pareció buena idea hablar con él. Hasta ahora no se había puesto a pensar en que quizás otros podrían estar pasando lo mismo que ella.

—¿Sabe usted dónde puedo encontrarlo? —preguntó entonces.

—¿A Froilán? Suele venir muuuuy temprano a pastar por aquí. Luego su amo lo lleva otra vez a la caballeriza y suelta a los demás. ¡Mira, allí vienen…!

Bety escuchó otra vez al sabueso ladrar y lo vio mover la cola eufórico, a lo lejos. A la par de él, un montón de caballos manchados corrían a pastar del otro lado del campo.

—Señora, una última pregunta: ¿dónde están las caballerizas?

La vaca del cencerro giró pesadamente y cabeceando le indicó la dirección a Bety, pero también le aconsejó no acercarse mucho a la casa.

Bety le agradeció el consejo y fue en busca de Froilán.

Cruzó el gallinero y revolucionó a las chismosas gallinas, que entre ellas comentaban quién sería la osada extranjera que iba tan decidida rumbo a las caballerizas, y que para qué, y que si acaso estaría loca. El gallo decidió tomar partido, dio un paso al frente y le gritó:

—¡¿Kikirikistas haciendo?! ¿A dónde crees que vas, pequeña?

—A ver a Froilán —respondió Bety, apenas aminorando la marcha.

—¿Sabes que hay sabuesos cerca de la casa, cierto? Esos no son como Tom. ¿Sabes quién es Tom?

Bety frenó en seco. Quizás sería mejor hablar un poco con aquel gallo.

—Supongo que es el sabueso que acompaña a Don Mateo. Él no fue tan rudo conmigo cuando me encontraron.

—Claro, él no es rudo, de hecho es bastante simpático. ¿Has visto que pelo tan bonito tiene? Pero los que están cerca de la casa son muy diferentes, solo de verlos te das cuenta.

A Bety este comentario la incomodó. Le parecía que aquel gallo estaba juzgando a los sabuesos de la casa por su apariencia, como le sucedía a ella en su estancia, así que pensó que también quería conocer a los sabuesos.

—Gracias, señor gallo, tendré en cuenta el consejo. Hasta luego —respondió, aunque con un poco de sarcasmo, y siguió su camino. A sus espaldas, las gallinas siguieron cacareando por lo bajo.

Pasando las viviendas de los peones, encontró la gran caballeriza. Froilán dormitaba parado en su espacio, y no solo era más negro que la noche sino que brillaba casi tanto como las estrellas.

—Buenos días, Froilán. ¿Le molestaría que le hiciera unas preguntas?

Froilán se sobresaltó y relinchó del susto.

—¡Niña! ¡Qué susto me has dado! Estaba soñando que ganaba mi segunda medalla de campeón.

—¿Campeón? —preguntó Bety.

—Así es. Un tiempo atrás mi amo y yo participamos de un concurso de belleza, y ya sabrás con solo verme que ganamos el primer premio.

—¿Entonces no le molesta ser el único caballo negro de la estancia?

—¿Por qué debería molestarme? Soy muy querido por mi amo y por Don Mateo, y los demás caballos sienten admiración por mí.

—¡Eso no es verdad! —se escuchó decir desde uno de los espacios del fondo. Bety se acercó para ver quién era el que había dicho eso, y un caballo viejo y petiso se asomó al fin—. Algunos te admiran y otros de envidian muy feo, Froilán.

—Tienes razón, Tuerto, pero a esos que me envidian los ignoro. Si supieran que cualquiera de ellos podría estar en mi lugar…

—¿A qué se refiere con eso, señor Froilán? —intervino Bety.

—Es fácil, niña. Mi amo se fijó en mí por mi actitud cuando era un potrillo. Siempre creí que era especial. Mi madre me lo decía y para mí su palabra era ley. Cuando todos los demás potrillos salían a trotar, yo corría. Cuando ellos volvían a la caballeriza, yo me hacía perseguir por el sabueso. Cuando traían el heno, a veces me negaba a comer si no era de la mano de mi amo. Todas las miradas estaban siempre en mí, yo destacaba, y mi amo vio en mí al caballo especial que soy. Si cualquiera de ellos me hubiese imitado, quizás hoy sería un campeón como yo.

Bety recordó a su madre. Pensó en las veces que le había dicho a ella lo especial que era, tal como le había sucedido a Froilán con la suya. Luego miró hacia el final de la caballeriza y se preguntó por qué Tuerto estaría allí y no con los demás.

—¿Y qué hay de usted, señor Tuerto? ¿Usted también es especial?

—¡Todos lo somos, niña! Mira, por ejemplo, yo soy el caballo que más distancia ha recorrido dentro de la estancia. Don Mateo y yo hemos viajado mucho cuando era joven, llevábamos huevos a estancias vecinas. Ahora estoy aquí porque ya estoy viejo y me gusta mucho dormir —. Tuerto mostró una sonrisa enorme y a Bety le dio mucha risa.

—¿Y por qué se ha quedado tuerto, señor Tuerto? Si no le molesta contarlo… —preguntó Bety después.

—En realidad no lo soy, me han puesto ese nombre por la mancha blanca que tengo en el ojo izquierdo. La verdad es que los amos no son muy creativos. ¿Y tú cómo te llamas, niña?

—Me llamo Bety, señor, aunque no sé por qué me han puesto ese nombre…

—Pues, bienvenida, Bety. Tú también serás especial aquí, ¡ya eres al menos la única oveja! —dijo Froilán.

Bety se despidió de Froilán y Tuerto y se alejó pensando en sus palabras. Estaba confundida, no sabía si ser única era lo mismo que ser especial. Necesitaba hacer más preguntas.

Al salir de la caballeriza divisó el casco de la estancia. Era más pequeño que el de la suya, a pesar de que en ella había más animales y peones. Caminó cautelosa hacia allí en busca de los sabuesos. No tenía dudas, hablar con ellos le daría una respuesta definitiva a su aventura… o un final muy trágico.

Eran tres, y al ver que no estaban atados se le heló la sangre. Los tres giraron hacia ella y avanzaron amenazantes, gruñendo por lo bajo.

—Grrrr, no te acerques más, niña, grrrr… ¿Qué buscas aquí? —dijo uno de ellos.

Bety tomó coraje y respondió:

—Ve-e-e-e-e-engo a conocerlos. Soy nueva en la estancia y me han dicho en el gallinero dónde podría encontrarlos. Me llamo Bety.

—¿El gallinero? Ese gallo lengualarga te ha enviado directo a la muerte, niña, grrrr —. Los tres seguían avanzando muy lentamente hacia ella, pero Bety decidió no retroceder.

—Pues, no veo motivo alguno para morir. Solo he venido a conocerlos —. Le temblaban las patas traseras, pero deseaba demostrar que aquel gallo estaba equivocado y obtener más respuestas.

Los tres sabuesos comenzaron a dudar. Se miraron entre sí al no saber cómo actuar frente a aquel coraje y tal afirmación. La niña tenía razón, no había motivo.

Bety notó las miradas y aprovechó para seguir hablando:

—Sé que su trabajo es defender la casa, pero no he venido a robar nada, solo quiero hacerles unas preguntas. Puedo irme si lo desean, aunque eso afirmará lo que ha dicho el gallo sobre ustedes…

—Grrrr… ese lengualarga… ¿Qué es lo que ha dicho sobre nosotros? —preguntó uno de los sabuesos, y se sentó a esperar una respuesta. Betty soltó todo el aire que tenía en los pulmones.

—Él cree que ustedes son feroces, no amigables como Tom. Pero yo no estuve de acuerdo. Solo cree eso porque ustedes son mucho más grandes que él, y estoy segura de que no se ha acercado jamás a hablar con ustedes. ¿Me equivoco?

—No te equivocas —respondió otro de los sabuesos—. Nadie del gallinero se acerca a la casa. Solo cuchichean si alguna vez nos ven pasar. Tom es nuestro amigo, y nos ha dicho varias veces que deberíamos mover un poco más el rabo…

Los tres sabuesos cambiaron su expresión de golpe, se pusieron algo tristes. Bety tenía razón, los sabuesos de la casa estaban siendo juzgados por su apariencia, y solo se comportaban feroces porque eso se esperaba de ellos.

Al llegar a esa conclusión supo que ser diferente, único o especial no era el motivo real para estar en boca de los demás. El motivo era simplemente la envidia, la falta de comunicación, el prejuicio y la ignorancia de aquellos que no se animaban a conocer, a hacer preguntas y a encontrar su propia manera de ser especial, como le había dicho Tuerto.

—Pues, yo creo que los cuatro son muy buenos haciendo su trabajo, y que ya es tiempo de volver a casa —dijo después, mostrando una sonrisa.

Los tres sabuesos le agradecieron la visita, hacía mucho tiempo que no hablaban con alguien más allá del patio de la casa. Betty volvió al campo, junto a la vaca con el cencerro, y pastó tranquila mientras asumía todo lo que había aprendido.

Pensó en huir esa misma noche y volver a casa, pero no tuvo necesidad de hacerlo. Al atardecer, justo después de volver al corral, Don Mateo vino a verla junto a su amo, Don Pascual.

—¡Sí! ¡Es mi Bety! ¡Qué susto me di al no encontrarla! —exclamó al verla, y Bety, estupefacta, recibió muchas caricias de su parte. No tenía idea de que fuera tan importante para él.

—Ya ve, Don Pascual, por eso a los rebeldes se les dice “ovejas negras”: ¡aventurera y con coraje! Los peones me han contado que hoy ha estado paseando por toda la estancia, ¡y hasta se ha hecho amiga de mis perros guardianes!

Bety volvió a casa, y para mayor sorpresa todo el rebaño la recibió feliz. Se habían preocupado mucho por su desaparición, y notó en sus rostros que estaban siendo sinceros.

En la noche, antes de dormir, le pidió perdón a su mamá, y desde entonces tiene claro que ser diferente no es lo mismo que ser único, y que todos, todos, podemos ser especiales.




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"Cuestiones idiomáticas" - de Sonia Pericich


Enrique no estaba seguro de ser capaz de cuidar una mascota, de hecho no le agradaban demasiado, pero era lo mínimo que podía hacer para que a su mujer no le pesara tanto el hecho de no poder tener hijos. El psicólogo se lo había recomendado, aunque resultara chocante eso de reemplazar un hijo con un simple animal doméstico.
Cuando se lo comentó a su compañero de oficina, este le sugirió un gato. Dijo que no requerían mucho cuidado, que eran muy limpios y que no comían demasiado, sin contar el hecho de que no eran tan ruidosos como un perro.
Lo llamaron Percival, era gris y de pelo largo, agradable a la vista y al tacto.
En los primeros meses todo se sintió algo forzado. Ambos sabían, sobre todo su mujer, la historia detrás de la llegada de Percival a la familia; sin embargo, poco a poco, la realidad se fue asentando en la casa hasta volverse una rutina segura y medianamente feliz.
Percival era un gato muy activo, y por momentos agresivo, pero más que nada con Enrique. Huía de él y a veces se le quedaba mirando o lo atacaba sin razón aparente. El veterinario sugirió la castración para que se calmara, sin embargo, meses después, Percival seguía inquietándose con la presencia de Enrique. Concertaron varias visitas más al veterinario en aquel tiempo, que derivaban en exámenes donde Percival resultaba hasta premiado por su buena salud. Su mujer pensó al final que quizás el animal sintiera celos de él, pero para Enrique la explicación era más simple: Percival sabía que él no lo quería demasiado.
Cuando se llevaba trabajo a casa y se quedaba largas horas frente a la computadora, lo hacía siempre bajo la atenta y penetrante mirada del animal. Por más que intentara ahuyentarlo, Percival permanecía estático a escasos metros de él. Luego notaron algo más: Percival solo dormía cuando Enrique no estaba en la casa, y durante los fines de semana se volvía más agresivo que de costumbre por la falta de sueño. Lo veían correr de un lado a otro; siempre lo habían visto como un juego, pero a medida que Percival crecía, su actitud se iba pareciendo más a la histeria que a la diversión.
En las noches solía maullar detrás de la puerta de la habitación de Enrique y su mujer durante varios minutos. Suponían que quería dormir con ellos, pero nunca habían llegado a permitírselo porque eventualmente se callaba.
Con Percival en la casa, Enrique tenía una constante sensación de nerviosismo y paranoia, y toda aquella tensión era arrastrada hacia su trabajo a diario.
Cierto día se encerró en el baño, luego de un ataque sorpresa de Percival. Estaba insoportable esa mañana, maullaba horriblemente y se había abalanzado sobre él trepando hasta su cabeza. No llegó a lastimarlo, de hecho no sintió sus garras, pero le pareció demasiado. Con bronca e incertidumbre llenó la bañera mientras se afeitaba; Percival estaba en el pasillo, maullando como si estuviera en celo o a punto de pelear. El veterinario había dicho que esos comportamientos terminarían al castrarlo, pero al parecer Percival era inmune y el odio lo dominaba.
Enrique entró en la bañera, pero antes puso algo de música con su teléfono celular para no oír a Percival detrás de la puerta.
El agua caliente lo relajó bastante y hasta pensó que podría intentar ser un poco más cariñoso con su mascota, a ver si lograban hacer las paces, pero de pronto comenzó a sentir una extraña sensación, como si algo lo tomara por los hombros y lo jalara levemente hacia abajo. Temió estar sufriendo un bajón de presión por la elevada temperatura del agua, y al intentar abrir la canilla de agua fría para nivelarla notó que no podía moverse.
Percival comenzó maullar más fuerte y a rasguñar la puerta.
Enrique quiso llamar a su mujer pero recordó que estaba de compras y que además había cerrado la puerta del baño con llave. La presión en sus hombros se intensificó, no podía evitar hundirse, comenzó a desesperarse. Con apenas movilidad en los dedos, intentó asirse de la cortina de baño, pero nada servía; su cabeza se hundía en el agua y su cuerpo no respondía.
Gritó, pero solo pudo hacerlo una vez antes de que aquella fuerza que lo jalaba lo tomara también por el cuello y lo arrastrara hacia el fondo de la bañera.
Debajo del agua mantenía los ojos abiertos por la desesperación y rogaba que sus músculos reaccionaran para poder salir de allí, pero pronto supo que no lo lograría. Algo reptaba sobre sus piernas, su vientre, hasta finalmente poner su rostro frente al suyo. Era una niña, pálida y de enormes ojos pardos. Sintió sus uñas clavarse en su pecho y vio su rostro regocijarse con su sufrimiento, al tiempo que soltaba todo el aire que le quedaba en un grito sordo y aterrador con el que selló su muerte.
Afuera, Percival comprendió que ya nada podía hacer para proteger a Enrique de aquel malvado ser aferrado a su espalda.




"Coraje... de valor y por nombre" - de Sonia Pericich

Las tardes de Otoño en el pueblo siempre tenían una calidez especial para Paula. Quizás se debía a haber nacido en pleno desnudar de los fresnos, aquellos que resguardaban el renovado frente de su casa materna.

Mientras las vecinas rezongonas lidiaban con la hojarasca y el indómito viento, Paula admiraba desde la ventana de la cocina la alfombra marrón y dorada que embellecía la vereda y la suave y melodiosa caída de las hojas que la enriquecían.
Su madre comentaba algo sobre una reciente noticia, Carlitos dormía y ella simplemente flotaba con esas hojas hacia el remanso de sus forzadas vacaciones.

—¿Vos qué opinás? —dijo su madre, quien no había podido prolongar ningún silencio desde su llegada por la emoción de poder cuidar de su pequeñita una vez más y volver a sentirse necesaria. 
Paula reaccionó al tono interrogatorio y trató inútilmente de recordar alguna palabra dicha por su madre recientemente.
—Perdón, mamá, estaba distraída, pensaba que me gusta que no barras la vereda; el otoño es tan bonito, a excepción de las chinches, claro. ¿Qué me decías?
—Te contaba de Doña Eva, ¿te acordás?, la viejita que vivía sola en el campo, abuela de Gerardo y Gastón, ¿no eran amigos tuyos? —dijo su madre con un poco de desdén. No le gustaba repetir las cosas, había perdido la poca paciencia que le quedaba y estaba justo en el punto de inflexión desde donde comenzaría a caer hacia la paz de la vejez, no sin antes pasar por la etapa de las actividades diarias fuera de casa para demostrar su lucidez, que incluirían quizás hasta una que otra clase de teatro.
—Sí, me acuerdo, ¿qué pasa con Doña Eva?
—¡Que se murió, hija! Bueno, ya estaba muy grande, pero estaba muy bien. Parece que se murió de vieja nomás. Si no tenía cien años, tenía noventa y ocho, pero por ahí andaba.
Paula se sorprendió  de que aún estuviera viva más que de su muerte, siempre que pensaba en Doña Eva la recordaba ya vieja, la creía muerta desde hace años. Se sintió un poco culpable, otro poco triste y a la vez vinieron a su mente algunas tardes con ella y su sonrisa. Le dio gusto poder recordarla así.
En ese momento, Carlitos apareció en el comedor, amodorrado pero sonriente, sin decidir aún a quién abrazar primero entre su abuela mimada y su madre adorada. Dudó tanto que decidió estirar los brazos y dejar que ellas lo decidieran por él. Lógicamente su abuela Mirta fue más rápida y se ganó su abrazo, aunque fue una competencia despareja, Paula nunca hubiese llegado antes con tantos yesos en el cuerpo.
—¿Te gusta dormir la siesta en la cama que era de mamá? —preguntó Paula, mientras su madre aún estrujaba a Carlitos con un exceso de amor incontrolable.
—S-sí… aunque me despierto muchas veces… —dijo Carlitos titubeante. Paula supuso que se debía a la cama extraña y la situación extraordinaria por la que estaban pasando, así que se acercó a él insegura de su equilibrio, y al no poder agacharse demasiado, le propinó un beso al viento lo más cerca que pudo de su carita, seguido de una risa, una caricia y un guiño para mitigar la situación.

La tarde transcurrió tranquila, entre chocolatadas, mates y masitas de limón caseras. Luego vino una suculenta cena de olla, de casa de abuela, y pasadas las diez Carlitos fue mandado a la cama como cada noche, a pesar de no tener que ir a la escuela al día siguiente. Por suerte su maestra había accedido a que perdiera un mes de clases para que Paula pudiera contar con la ayuda de su madre en su recuperación o al menos al principio de ella.
Cerca de las doce ambas decidieron acostarse también y al llegar a su habitación Paula notó que Carlitos aún estaba despierto. Se acercó a él presurosa dentro de sus límites, intentó nuevamente agacharse lo máximo posible, volvió a soplarle un fuerte beso y le deseó las buenas noches con su mirada llena de empatía para incitarlo a relajarse y a dormir como ella haría. Carlitos sonrió condescendiente, sabiendo que de cualquier manera no le sería fácil dormir, no con esa sensación de frío que le corría por la espalda cada noche desde que habían llegado, cuando las luces se apagaban.


Dieciocho días más tarde, Carlitos no volvió al atardecer de su paseo en bicicleta.
Paula y su madre llamaron a algunos vecinos para preguntar si lo habían visto, pero nadie sabía nada. Cuando se hizo de noche Paula ya no quiso esperar más y llamó a la policía, que tardó en llegar más de la cuenta a pesar de estar sólo a un par de cuadras. 
Dos vehículos salieron en su búsqueda mientras Paula peleaba con sus ganas incontrolables de arrancarse los yesos para poder salir a buscarlo. Su madre intentaba tranquilizarla escondiendo su propia desesperación, no podía estar muy lejos, el pueblo no era grande, quizás se había alejado un poco y no sabría cómo volver.
Un par de horas más tarde la policía dijo no haberlo encontrado dentro del pueblo, por lo que empezarían a buscar en los caminos rurales y darían aviso a los pueblos vecinos. Paula se desesperó tanto que empezó a golpear su brazo y su pierna enyesados contra la pared, lo que le produjo un gran dolor e incrementó su llanto. Uno de los policías intentó contenerla y su madre corrió a llamar al médico, quien media hora más tarde llegaría y pondría fin a su nerviosismo con un fuerte sedante que hizo que Paula sintiera mucho miedo y furia sin poder expresarlo con su cuerpo, hasta caer rendida y dormirse a pesar de no desearlo. 
A su madre le pareció un poco exagerado haberla dormido, pero lo agradeció para evitar que se lastimara. Confiaba en que su nieto no podría estar muy lejos pero entendía que para Paula, Carlitos lo era todo, como para ella lo era todo su amada Paula.


Tres horas más tarde, uno de los vehículos policiales llega a la casa con Carlitos ileso y un perro un poco flaco.
Mirta intenta despertar a Paula, que reacciona tardía por los efectos del sedante. Carlitos entra corriendo y llorando a su casa, pidiendo perdón, mientras el perro flaco y desalineado lo mira con complacencia desde el vehículo policial. 
El oficial abre la caja de la camioneta y el perro baja con un poco de miedo, va directo a buscar a Carlitos cuando su abuela se percata y lo espanta.
—¡No, abuela! ¡El viene conmigo, yo fui a buscarlo, ella me lo pidió!
—¿Quién te pidió qué? ¿De quién hablás?
Carlitos dudó un momento y pidió a su abuela que lo dejase acercarse. Ya le contaría él al otro día lo que había sucedido. Su abuela accedió y volvió a abrazarlo, mientras Carlitos estiraba su mano hacia el perro, que se acercó con vergüenza a recibir su caricia.


Al día siguiente, con ambas ya calmadas y lúcidas, Carlitos contó su historia.

—No quiero que se asusten. Yo me asusté al principio pero después me di cuenta de que no tenía que hacerlo. Me tienen que prometer no asustarse. —comenzó. Sus nueve años no aplacaban la firmeza en sus palabras. Ambas lo miraron extrañadas, pero prometieron no decir nada hasta escuchar todo lo que tenía para contar. Carlitos siguió diciendo:
—A la noche, cuando me acostaba, desde que llegamos, sentía de pronto como un frío en la espalda y un poco de miedo. Primero no sabía por qué y creí que era porque no estábamos en casa y no me gustaba dormir acá. Pero unos días después me desperté a la madrugada y escuché que alguien me hablaba. Pregunté “¿mamá?” y quise ver si estabas despierta —dijo señalando a Paula—, pero dormías. Después de un rato me volví a quedar dormido. Al otro día me pasó lo mismo y al otro igual. Después, una madrugada, al fin pude escuchar más claro lo que me decían, sea quien sea. Me pedían ayuda, que “no lo deje morir solo”. Como no supe bien de qué me hablaban y me dio vergüenza contarles, lo ignoré.
Paula y Mirta cambiaron su expresión pero cumplieron con su promesa de no hablar hasta el final. Paula tomó su mano para afirmar su promesa y confirmar su apoyo. Entonces Carlitos dijo:

—Pero ayer andaba con la bicicleta por una calle de tierra y escuché la misma voz que me llamaba. Decidí seguirla porque parecía preocupada, sentí que lo tenía que hacer. Me llevó hasta un campo donde parecía que no vivía nadie. Me pedía que entre y que lo busque. Vi que se estaba escondiendo el sol y me di cuenta de que estaba muy lejos para volver, así que preferí ir hasta la casa por si se hacía de noche. Y ahí lo encontré —Carlitos miró con ternura al perro que los observaba a través de la ventana y éste pareció devolverle la sonrisa—. Yo siento que tengo que cuidarlo y quiero cuidarlo. Se hizo de noche y no pude volver, sé que me porté mal, pero tenía que hacerlo. Él me necesitaba…
Paula se sentía rara. Por un lado, la historia que su hijo le contaba le había dado miedo, y por otro se sentía orgullosa de su compromiso y su valor. Lo habían encontrado en la casa de Doña Eva, en pleno campo, donde ni sus propios hijos se habían acercado después de su muerte y quizás tampoco antes. Su única compañía, su perro fiel, había sido ignorado por todos y seguía allí, cuidando su casa, esperando a su dueña inútilmente, hambriento y triste. Carlitos no dudó y se negó a volver sin él.
—¿Qué tal si lo llamamos “Coraje”? —dijo finalmente Paula, sonriendo y con los ojos húmedos.
—¡Coraje es perfecto! —exclamó feliz Carlitos, y corrió a abrazarlo fuerte para darle la bienvenida a la familia.