"Amigos para siempre" - de Sergio Lozano Zarco

«¡Qué frío debe hacer fuera!», pensaba Luis que se había sentado en el quicio de la ventana. Había madrugado un poco más de lo normal, y aunque sentía un poco de frío no quería acercarse al armario a coger la bata azul que le había comprado su abuela por su cumpleaños. 

Se sonrió al recordar la cara de su abuela y pensó por un instante en cuánto la quería, volvió a dirigir la vista a través de la ventana y se vio reflejado en el cristal, ya casi se había acostumbrado a verse sin pelo, e intentó imaginarse con una melena oscura como la de Rober, el enfermero que cada día les levantaba por la mañana a él y a Oscar, su compañero de habitación. 
Sumido en sus pensamientos Luis veía pasar a la gente bajo su ventana, los niños iban abrigados hasta los ojos y le hacía gracia ver como los adultos encogían los hombros, ocultando la cabeza bajo el abrigo, le recordaban a Donnatelo, su tortuga, a la que hacía tiempo que no veía, en realidad ya no recordaba cuánto, pero tampoco le importaba demasiado. A pesar de sus ocho años había aprendido a aceptar las cosas tal y como eran, tanto él como Oscar tenían momentos en los que parecían más adultos y valientes que sus propios padres. «La vida es así», pensó vagamente Luis… 
Pasado un rato tuvo que ir al armario sin remedio a por la bata y metiéndose de nuevo en la cama cogió su cuento de Peter Pan y lo leyó por enésima vez, sin hacer ruido para no despertar a su inseparable compañero. 

Lourdes, la madre de Luis, ya llevaba un rato despierta, en realidad no había conseguido dormir más de dos horas seguidas en los últimos dos años, la oscuridad había ido apoderándose cruelmente de sus ojos, y apenas si podía recordar la última vez que había esbozado una sonrisa. 
Se levantó de la cama como cada mañana e hizo el café antes de meterse en la ducha para prepararse para otra dura jornada de hospital. Mientras encendía el calentador escuchó como Juan abría la puerta de la calle, con cuidado para no molestarla, pero hoy ella ya estaba levantada. Juan traía como cada día varios periódicos y unas ojeras pronunciadas tras otra dura noche en el taxi. Ambos se miraron en silencio, sin darse el beso que otrora fue de obligado cumplimiento y que ahora rara vez se producía. 

—¿Nada? —preguntó Juan sabiendo de antemano la respuesta.

—Nada —contestó ella sabiendo que su negativa restaba un minuto más en la vida de su agotado esposo. 

—Me voy a echar un rato, y luego nos vemos en el hospital. —Y se metió en la cama sin escuchar respuesta, donde se quedó profundamente dormido en un instante. 


Lourdes terminó de preparase y salió bien abrigada como cada día, a ver a su hijo.

Mientras recibía las lentas y parsimoniosas sacudidas de aquel vagón, Lourdes no pudo quitar la vista de una señora que acompañaba a su hijo al colegio, les miraba fijamente con un descaro inocente pues ni siquiera era consciente de que les estaba incomodando. 
En realidad, no pensaba en nada, simplemente observaba con atención cómo era la vida normal de la gente normal, esa gente que con sus más y sus menos pasan por la vida sin hacer ruido y a los que la humanidad nunca recordará casi con total seguridad. Aquel niño al que observaba absorta, un instante antes de abandonar el vagón de metro, la miró a los ojos e hizo que un escalofrío intenso recorriera su cuerpo de principio a fin. 
Durante un buen rato, mientras subía por las escaleras mecánicas de camino a la calle, no pudo quitarse aquella mirada de la mente, hasta que el golpe de calor previo a la salida del metro le devolvió a su triste realidad. 

Y la vida fue pasando lenta e imparable, muchas veces cuando llegaba a casa tras las interminables horas en el hospital, se preguntaba si su corazón resistiría o si por el contrario un día diría «¡basta!», y se le partiría en mil pedazos, más de una vez lo hubiera preferido, pero no, la esperanza es capaz de vencer al más abatido de los ánimos. 

—¿Sabes una cosa, Luis? —Oscar nunca se dirigía de manera tan solemne a su amigo. 


—¿Qué, Oscar? 

—¿Te has parado a pensar que para que nosotros podamos seguir viviendo tiene que morir un niño como nosotros? 


Luis no sabía qué contestar a eso, la verdad es que nunca lo había pensado. 

—¿Sabes otra cosa Luis? 

—¿Qué, Oscar? —volvió a contestar Luis pensando aún en la anterior pregunta.

—Que, si solo llegara un corazón, yo querría que te lo pusieran a ti. 

—¡No digas tonterías! Sabes de sobra que los dos nos vamos a curar y que vamos a ser futbolistas. 

—¡O camareros! —espetó Oscar—, ¡o taxistas como mi padre!

—¡Qué guay, taxistas! 


Se hizo un breve silencio y, tras una breve reflexión, Luis preguntó a Oscar: «¿Sabes una cosa?». 

—¿Qué? —respondió Oscar. 

—Que si pudiera yo te daría mi corazón a ti… 

—¡Qué pena que los dos tengamos el corazón chuchurrido! —Y ambos rieron dándose un fraternal abrazo. 

La primavera se dejaba entrever con sus leves rayos de sol al otro lado de la cortina, Luis abrió los ojos e hizo ademán de incorporarse para sentarse en el quicio de la ventana. Como cada mañana, retiró su edredón del Atleti que su padre le había traído hacía un par de semanas, pero sus piernas no le respondieron. Con una calma impropia para su corta edad buscó tras la almohada el botón que avisaba a las enfermeras, era la cuarta vez en lo que iba de mes que tenía que utilizarlo e inconscientemente un halo de preocupación saboteó su cuerpo. 
Oscar aún dormía, «¡como siempre!», pensó, «¡este niño duerme más que las mantas!», expresión que siempre había escuchado por boca de su abuela. 
No pasaron ni quince segundos hasta que entró en la habitación Sara, la enfermera más guapa que uno se pudiera imaginar, se ruborizó un poco al recordar fugazmente que él había ganado la última partida a la Nintendo con Oscar y que por lo tanto le tocaba a él casarse con ella. 

—¿Qué ocurre, cariño? —le preguntó Sara con la voz dulce como el azúcar. 

—He intentado levantarme, pero no tengo fuerza en las piernas. 

Sara, con el semblante serio, como Luis jamás la había visto, destapó la manta por completo y comprobó que la cama estaba mojada, fue entonces cuando Luis se preocupó de verdad al ver que la cama estaba mojada de sangre. 
Luis miró a los ojos de Sara con un gesto de miedo incontrolable y le preguntó, con lágrimas en los ojos: «¿Me voy a morir ya verdad?». 

–¡Nooooooo! —gritó Oscar que llevaba unos segundos observando. 

Sara, sin mediar palabra salió corriendo en busca de ayuda. 

—Creo que ha llegado el momento —se dirigió solemne a Oscar, éste se levantó de su cama y se puso junto a su amigo al que agarró la mano con más fuerza de la que él mismo podía imaginar. 

—¡Deja de decir tonterías, te vas a poner bien! Ya verás —replicó Oscar entre sollozos. 

No dio tiempo a una respuesta, una bandada de médicos y enfermeras irrumpió en la habitación separando bruscamente a Oscar y a Luis. Una vez se soltaron, ambos temieron que esa podía ser la última vez que se hubieran dado la mano. 
Oscar se acurrucó en su cama y, abrazado a su cojín mágico, pidió a Dios para que esa no fuera más que una broma de mal gusto. 

Diez minutos más tarde el teléfono móvil aullaba en la mesita de noche de Lourdes. Ese día, contrariamente a lo que había sucedido los dos últimos años, había dormido toda la noche de un tirón y, aunque oía lejano el soniquete de aquel maldito aparato, no acertaba a averiguar si el sonido era real o producto del sueño. 
Una vez hubo conseguido despabilarse, cogió el aparato y descolgó.

—¿Diga? 

—Cariño, soy yo. 

—¿Tú? —Respondió incrédula—, ¿qué haces que no estás en casa ya? —miró el reloj aun aturdida. 

—Se trata de Luis, me han llamado del hospital Lourdes se incorporó de un salto, gritando. 


—¿Qué ha pasado?

—Parece que ha empeorado —respondió su marido—, estoy yendo de camino para allá, ven tú lo antes posible. 

—¿Pero qué…? —Intentó continuar ella. 

—No lo sé, cariño, nos vemos allí, ¿quieres? 

—Voy en cinco minutos —Y ambos colgaron a la vez. 

Lourdes no había salido aún del estado de shock, estaba en la calle cogiendo un taxi que la llevara lo antes posible junto a su hijo. 
«¡Todavía no!», se repetía una y otra vez mientras alzaba la mano aterrorizada ante la mirada indiferente de cuantos se cruzaba. Una vez se encontró en el interior de un taxi, intentó calmar su ansiedad apenas sin conseguirlo, el taxista al ver el estado en el que se encontraba no dijo una palabra y aceleró a toda prisa dándose cuenta de inmediato de que algo serio le ocurría a aquella mujer. El camino apenas duró unos minutos, eternos para Lourdes, que, durante el trayecto, temblorosa, no paraba de recordarse que no estaba preparada para perder a su hijo. «Nadie se acostumbra a la muerte, aunque convivas con ella a diario» se decía, intentando detener el temblor de sus manos. 

Una vez el taxi se detuvo frente a la puerta de urgencias, Lourdes hizo ademán de buscar en el bolso para sacar el dinero. 

—No se preocupe —le cortó el chofer—, no se preocupe, corra. 

Lourdes apenas si tuvo tiempo de pararse a agradecer aquel gesto tan humano y bajó a toda prisa del vehículo intentando recordar la cara de aquel hombre. 

Justo en el momento en el que se disponía a entrar por la puerta del hospital su paso se vio interrumpido por la llegada de una ambulancia de la que bajó, presurosa, una camilla sobre la que se encontraba un niño de corta edad. 
Entre el barullo de la situación, Lourdes pudo adivinar una mochila de color naranja que se encontraba aún en el interior de la ambulancia, algo le hizo respirar hondo por un momento, ella había visto esa mochila en alguna parte y tras unos segundos entró en el interior del hospital. 

Lourdes corrió a toda prisa, dudó en si esperar al ascensor. «Subiré más rápido por la escalera» se dijo, y así lo hizo. No se cruzó con nadie en su camino hacia la habitación 313. Una vez se encontró cerca aminoró suavemente el paso, en parte para coger oxígeno y serenarse un poco. Por fin entró en la habitación, no había nadie en ella, miró hacia la cama de Oscar, pero tampoco estaba allí, no le dio tiempo a dar un paso hacia la puerta, cuando el Dr. Rodríguez, quién había tratado a su hijo desde el principio irrumpió en la habitación. 

—Lourdes —se dirigió a ella con voz serena. Lourdes rompió a llorar sin esperar a oír lo que Carlos, así quería él que le llamaran, tenía que decir. 

—Lourdes —volvió a decir Carlos, esta vez con el tono que emplea un amigo—, Luis está estable no te preocupes, pero me temo que tengo malas noticias. 


Lourdes miró hacia arriba pues se había sentado sin darse cuenta en la cama de Luis, pero no dijo una palabra, quería escuchar de un tirón todo lo que Carlos tenía que decirla. 

—Los riñones han fallado —prosiguió Carlos—, le hemos puesto inmediatamente el número uno en la lista, ahora sólo nos queda esperar. 

—¡Esperar a qué! —gritó Lourdes desesperada—. Llevamos más de dos años esperando, y nunca son compatibles, doctor. 

Carlos no sabía qué contestar, se había enfrentado a esa situación cientos de veces en su dilatada carrera, pero cómo se le dice a una madre que en unas horas moriría su hijo si no ocurría un milagro. 
Lo único que se le ocurrió fue darle un abrazo. 

En un rato podrás bajar a verle le dijo, y justo antes de que sus cuerpos se separaran, el pitido inconfundible del busca del Dr. Rodríguez sonó con estrépito en el silencio de la habitación 313. 


—Ahora tengo que irme, quédate aquí, subirán a buscarte en un momento. 


 Lourdes asintió con la cabeza mientras trataba de secarse las lágrimas. Carlos salió por la puerta, y antes de que ésta se cerrara entró Oscar que había estado observando la escena desde el otro lado. Cuando Lourdes le vio rompió a llorar con más fuerza si cabe y le dio a Oscar el abrazo más fuerte que pudo. Oscar la miró a los ojos y le dijo: «¡Se va a poner bien, ya lo verás!»

—Claro que sí mi amor, claro que sí —susurró ella. 

Una vez Lourdes se hubo tranquilizado un poco reparó en que su marido aún no había llegado. «Qué extraño» pensó, «él ya debería estar aquí». Se acercó al bolso que había dejado en una silla junto a la puerta y miró el móvil. ¡Diecisiete llamadas perdidas! A Lourdes le dio un vuelco el corazón, y sin pensar le dio al botón de re-llamada. 
Apenas un tono y descolgaron del otro lado. 

—¿Juan? —preguntó ella. 

—¿Señora?, le habla el teniente Gómez Lourdes no entendía nada—. No sabíamos cómo localizarla —prosiguió él—, se trata de su marido. 

Lourdes apoyó la espalda en la pared y se dejó deslizar hasta el suelo. 

Su marido se ha visto implicado esta mañana en un atropello, ahora mismo le hemos trasladado al hospital, no se preocupe, está fuera de peligro Lourdes no salía de su asombro, no podía estar pasándole esto a ella—. Al parecer circulaba a bastante velocidad… 


Lourdes se echó las manos a la cabeza bajo la atenta mirada de Óscar. 

—Si quiere, podemos mandarle una patrulla para traerla junto a su marido —continuó el teniente. Por un momento Lourdes separó el teléfono de su oído e intentó pensar… No pasaron dos segundos cuando reparó de repente en la mochila naranja que acababa de ver en la ambulancia. ¡No podía ser!, ya se acordaba dónde había visto a ese chico de la camilla. Volvió a recorrerla el cuerpo el mismo escalofrío, le había visto aquella mañana en el metro, recordó como la mirada de aquel niño la había tenido absorta durante un buen rato. 

Sin saber cómo empezó a relacionar, cuando se disponía a acercarse de nuevo el teléfono que aún estaba separado de sus oídos, entró en la habitación Sara que se sorprendió al ver a Lourdes tirada en el suelo. 

—¡Lourdes! —le gritó con un brillo especial en los ojos—, ¡No te lo vas a creer! repetía una y otra vez Sara. 

Lourdes se levantó del suelo sin saber que decir o hacer. 

—¡Tenemos un donante compatible! gritó aún más fuerte Sara. Oscar no se lo podía creer y lloraba de emoción, Lourdes abrazó a Sara sin apenas fuerza. 


En apenas un minuto su vida había dado un vuelco. 

—¡Vamos! —espetó Sara—, bajemos a ver a Luis, le meten en quirófano en media hora. 

Lourdes salió de la habitación siguiendo los pasos de Sara, mientras la seguía le pedía a Dios que su marido no hubiera tenido nada que ver con el chico de la mochila naranja, le pedía a Dios que por favor no fuera el niño del metro el donante, pues no podría quitarse su mirada de la mente el resto de su vida. Mientras tanto Oscar se quedó de nuevo solo en la habitación, se secó las lágrimas de los ojos y se sentó en el quicio de la ventana​ imitando lo que su mejor amigo hacía cada mañana hasta que él se levantaba. 

«Me alegro por ti, Luis» pensó mientras veía pasar a la gente bajo la ventana, «por lo menos tú podrás ser futbolista, camarero o taxista», respiró hondo, «que guay taxista…».



                                  

1 comentario:

  1. Todo se reduce a una angustia permanente, esperar un milagro, aparezca un donador para una persona, lo he vivido, muy difícil situación.

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