"Temblores" - IV - Solipsismo


— IV 
Solipsismo



Néstor, como todos los días de su vida desde que decidió que no vale la pena confrontar a la sociedad, toca su guitarra y te da la espalda. Hay cosas que quieres decirle, pero hay algo tan delicado en sus dedos deslizándose sobre las cuerdas que, al final, se te traba la lengua y simplemente miras como sus hombros se mueven. No conoces esta canción.
Los acordes acaban y Néstor teclea en su computador como si tú no estuvieras ahí. El silencio te libera el alma y las palabras están allí, al alcance de la mano, y salen con la facilidad de haberlas dicho mil veces.
—¿No vas a salir nunca? —preguntas. Las cosas que le dices ya no tienen emoción alguna. A nadie le importan, ni siquiera a ti.
Néstor no te responde y, extrañamente, como alguien gatillando algo en ti abruptamente, te enojas y aprietas las sábanas de la cama entre tus dedos. Quizás Néstor escucha tu respiración acelerarse o siente tu mirada taladrarle hasta los huesos porque se da vuelta por primera vez y te mira con los ojos entornados, casi acusador, y tú abruptamente quieres gritarle hasta desgarrarte la garganta.
Te asusta la potencia del sentimiento. No es tu lugar enfurecerte, Gaspar, ¿qué estás haciendo? Pero estás respirando fuerte y estás sudando frío y escuchas algo que no es ni tú ni Néstor y quieres decirle que se calle, que no se meta en esto, que no lo arruine porque Néstor te está mirando con algo que no es indiferencia y tú todavía quieres matarlo por no ser mejor que tú. Está enfermo y tú también lo estás. Lo sientes en tu brazo y en los restos de comida entre tus dientes y lo ves en sus ojeras y sus cortinas cerradas para no ver el mar.
No le importas, Gaspar. Las únicas cosas por las que Néstor se preocupa son sus canciones estúpidas y los demonios bajo su cama y Emilia.
—Al menos háblame, por la cresta —murmuras—. Di algo.
Y Néstor te mira, los ojos muy abiertos y el semblante duro, y habla. Néstor habla de cómo no te puede comentar las cosas "importantes" porque tú no eres tú, Gaspar, tú eres un ente falso disfrazado de un humano común y corriente y no eres de fiar. Todos son Emilia y Emilia es dios y Néstor sabe, siempre ha sabido, así que deja de fingir de una puta vez, tú no eres Gaspar, tú eres otra cosa y el resto de su diatriba se pierde en gritos y el hecho de que te tiene orillado contra la pared y nunca has visto a nadie con la intención de matar tan clara en los ojos.
Por primera vez te sientes como la persona más sana en la habitación.
—¿De qué chucha estás hablando? —dices, no queriendo decirlo muy fuerte porque temes que alguien entre a la habitación y Néstor entre en pánico, o peor, que lo vean así y decidan que ha sido suficiente locura y lo manden al sanatorio. Está loco, mucho más loco que lo que jamás pensaste, pero es tu mejor amigo y lo quieres de mil maneras diferentes y se ve mejor con una guitarra en sus manos que en una camisa de fuerza.
—De la verdad —dice con tal convicción que una parte de ti casi quiere creerle aun eso signifique admitir una barbaridad digna de un Óscar al mejor guion cinematográfico—. Yo sé la verdad, Gaspar. No hay otra explicación para toda esta mierda.
No entiendes así que ni siquiera puedes discutirle. Solo lo miras hasta que Néstor te suelta y empieza a dar vueltas por su habitación como león enjaulado, tirándose el pelo de vez en cuando y dejando salir gruñidos que te suenan familiares. Recuerdas noches enterrándote las uñas en el brazo, tratando de ahuyentar a una bestia invisible alojada en tu nuca. Néstor se da vuelta de nuevo y te mira, los ojos muy abiertos y el rostro pálido y tú sientes miedo.
—Estoy solo —dice en voz baja, con algo que suena más como desesperación que tristeza, comenzando a respirar tan aprisa que temes que se hiperventile—. Me gustaría que todos se murieran. ¡Me da la misma hueá!
Y, dicho eso, Néstor patea su escritorio y todo se da vuelta en el suelo, desde su computador hasta sus parlantes en un estruendo colosal. Tú te orillas más hacia la pared, los dientes apretados hasta que el ruido termina y Néstor te está observando.
—Debo irme —murmuras ridículamente, mareado en adrenalina, y lentamente te pones de pie. Escuchas pasos en el pasillo. Él niega con la cabeza y murmura algo que no entiendes pero que suena profundamente disgustado, no sabes si con él mismo, contigo o con el Universo entero.
El hermano mayor de Néstor te deja salir de la habitación con cautela, mirándote con desconfianza, y tú no miras hacia atrás porque estás seguro de que algo que no quieres ver va a estar viéndote de vuelta.

—Mi mejor amigo está loco —le dices a Javier. Está tocando la guitarra en la plaza y a ti te duele el estómago verlo. Se detiene y te mira.
—¿Loco en buena onda o loco a lo Charles Manson?
—Lo segundo.
Javier chasquea la lengua. Te preguntas como se sentirá vivir en el cerebro de Néstor.
—¿Qué tiene?
—No sé —dices. Ni sabes lo que tienes tú—, pero hace meses que está mal. Ya no sale de su casa.
—Está viviendo la gran vida, entonces —dice Javier y tú ríes antes de que él empiece a tocar una canción que te suena distante. ¿Pimper’s Paradise? Preguntarías, pero temes quedar como ignorante. Estás casi seguro, de todos modos.
—Me estuvo hablando de cosas raras la última vez que lo vi.
Javier te mira con curiosidad así que tú hablas más, aunque oír tu propia voz decir los disparates que dijo Néstor te hace sentir distante de la tierra bajo tus pies. Le hablas de su hermano muerto y de su papá enfermo y de las boletas vencidas apiladas encima del microondas y solo cuando dices la última palabra te sientes asqueroso, como si acabaras de romper la promesa más importante de tu vida al contarle todo esto a alguien que Néstor nunca ha visto y que tú apenas conoces. Es por eso que es fácil soltar la lengua, supones.
Javier, por alguna razón, te mira como si supiera algo que tú no.

Nunca has estado seguro si estuviste tú primero o Raquel en lo que se refiere a los sentimientos de Adrián, porque él nunca fue claro al respecto y como tú no querías que te importara, jamás te molestaste en preguntar y solo te diste cuenta de que algo estaba mal con tu forma de pensar cuando, entre las telenovelas de tu madre, te percataste de que si tu vida apareciera en la tele, probablemente serías el villano que muere al final como castigo por entrometerse en el amor verdadero.
Amor verdadero entre Raquel y Adrián, piensas, porque independiente de las veces que Adrián te dice que estás flaco y ojeroso y deberías dormir más, a veces algo rebalsa dentro de él y te grita y tú, que pese a tu quietud nunca has sido de dejarte dominar, gritas más fuerte y cosas más hirientes, cosas que te dirías a ti mismo si te pillaras en la calle. Todos te odian. Nunca lograrás nada. Deja de mentirle a todos. Eres basura. Y a veces, solo unas cuantas veces que puedes contar con una mano, resulta que algo se apodera de ti y tus nudillos chocan contra algo blando que cruje bajo la fuerza de tus huesos porque el odio tiene que salir por alguna parte.
Adrián siempre te pega de vuelta, al menos. La primera vez Trinidad tuvo que meterse porque te miró por mucho rato durante el recreo y a ti se te erizaron los pelos de la nuca bajo su mirada atenta. La segunda vez te detuviste porque él dijo tu nombre como un insulto y te dolió. Ya no recuerdas la tercera vez. La cuarta fue en su casa, cuando sus papás no estaban y él estaba hablando de que debías dejar de centrarte tanto en Néstor, pero solo lo decía porque él no entendía, porque Adrián no tiene amigos de verdad. Te tiene a ti, tanto como tú se lo permites, y tiene a Raquel que lo mira con desconfianza y a ti con una sonrisa tensa cuando tú le pides a Adrián que por favor deje de hablar en clases. ¿Por qué haces eso, Gaspar? ¿Tanto quieres que te mire?
Es un día de esos, en los que tienes visiones adormiladas en clases cuando Adrián te mira raro desde su asiento al otro lado del tuyo. Tu estómago se encoge. Algo está mal. Observas alrededor, pero están todos ocupados en sus cosas, en sus ejercicios de matemáticas y en sus conversaciones y nadie te está mirando a ti, excepto él y Raquel.
Probablemente, Gaspar, en diez años más esto será una anécdota graciosa contada entre amigos un viernes en la noche. Una historia sobre aquellos dos segundos en los que miraste en los ojos maquillados de tu compañera de curso con cuyo novio tú habías estado tirando por meses y te diste cuenta de que lo que tú creías que era tu secreto mejor guardado quizás no era tal cosa. El vómito sube a tu garganta con un mareo horripilante que te deja pálido, tanto que por un segundo el mundo a tu alrededor se siente absurdo y excesivamente ruidoso.
Te dedicas a hacer rayados sin sentido en tu cuaderno por el resto de la clase, incapaz de concentrarte y demasiado temeroso de levantar la cabeza. Esto no puede estar pasando. Esto no está pasando.
Cuando la clase termina, huyes sin mirar a nadie y solo cuando estás a mitad del camino a tu casa te detienes, sacas tu celular y mandas un simple mensaje.
voy a tu casa. ojala estes solo.
Adrián no contesta, pero a ti no te importa.

—¿En qué mierda estabas pensando?
Adrián no te mira. Tardó quince minutos en llegar, probablemente habiendo ido a dejar a Raquel a su casa antes de partir a la suya, y durante todo ese tiempo has podido planificar todo lo que dirás en tu cabeza para que apenas lo veas todo en tu cabeza hierva y lo olvides todo.
Él, pese a que es él y no tú, que es flaquito y no tiene amigos y no habla en clases, se ve extrañamente asustado frente a ti, como si tú fueras un perro rabioso y él el gato sin garras.
—¿Por qué le dijiste? —dices. Un camión pasa ruidosamente por entre las calles. Adrián se ordena el pelo con dedos temblorosos.
—Se dio cuenta sola.
—¿Cómo cresta?
Una parte de ti sabe que no deberías estar tan empecinado en esto. No te gusta Adrián. Todo de él te da asco y sería lo mejor cortar esto y salir libre de pecado, pero te sientes humillado por razones inexplicables. Quizás es que no quieres que alguien, quien sea, sepa que te rebajaste a este nivel por lo sediento que estabas de que alguien te quisiera y escuchara tus estupideces y leyera tus poemas. Tal vez te sientes mal porque solo tienes quince años y no quieres pensar en qué significa para ti que nunca has logrado que te gusten las mujeres.
—¡No sé! Me preguntó de la nada y yo…
—¿Y tú le dijiste la verdad? —preguntas, incrédulo—. ¿Así, sin más?
—¡Me asusté, hueón!
Ríes amargamente.
—¿Te das cuenta de que ella no se va a quedar callada? —dices, porque al final ese es el tema aquí. Tus sentimientos de culpa son otra cosa, es tu reputación y tú orgullo lo que está en juego aquí. Adrián te mira con impaciencia repentina.
—¿Crees que no lo pensé al tiro? No va a decir nada.
—¿Cómo sabes? Su pololo la estuvo cagando con un compañero de curso hace como mil meses. Está en todo su derecho de decirle a todo el mundo, cresta, si yo fuera ella lo haría.
—Si tú fueras ella no estaríamos peleándonos por esto.
—Nadie te obliga a andar con ambos, o la hueá que sea esto.
—Yo te dije que la patearía si tú me decías.
Es la verdad. Adrián lo dijo en un principio, cuando quizás creyó que tu callada derrota ante sus proclamaciones de afecto significaban que tú sentías lo mismo. Le cortaste las alas rápidamente a esa idea y, aún así, Adrián insistió y aceptó cuando te ofreciste la idea de hacer esto algo "superficial", como si fuera normal ir a ese paso después de que alguien te dice que está enamorado de ti. Pero Adrián no te conoce. Es por eso que lo puede decir, que lo puede creer tan vehementemente. Está enamorado de lo que pareces, no de lo que eres.
—¿También le dijiste lo mismo a ella? —preguntas ácidamente, aunque te de pena la cara que pone Adrián, como si acabaras de hacer una bola de papel con sus sentimientos y se los hubieras arrojado a la cara—. No entiendo cuál es la idea de andar jugando así.
Adrián suspira, se encoge de hombros y no responde. Nunca lo ha hecho. No tiene una respuesta para esto y tú ya has perdido interés en exigir una.
—Dile que no le diga a nadie —dices— o juro que te saco la chucha.
Él se ríe en un suspiro cansado que transpira que no cree en tu amenaza, pero eso es porque no te conoce. No te conoce para nada.



No hay comentarios:

Publicar un comentario