Un solo instante se dio la vuelta
Manuel, un breve lapso de tiempo seguido de un golpe seco y potente.
Él no vio el golpe, ni siquiera
recuerda el color del coche que cortó en seco la carrera de su fiel amigo.
Aquella mañana no hacía frío, el taxi
le daba un respiro el día de libranza y un largo paseo no le vendría mal para
desentumecer el cuerpo tras horas y horas de pelear por las calles de Madrid.
Rocky,
un Bretón Español blanco y rojizo, elegante como ningún otro, con sólo escuchar
el sonido de la correa que estaba en la entrada de la casa echó a correr como
loco y se sentó nervioso a esperar que su dueño la enganchara en su collar de
piel marrón.
El sol invitaba a recorrer el parque
sin prisa y al perro se le veía tan feliz que Manuel no encontraba el momento
de regresar a casa.
Mientras caminaban pensaba en cómo
podía querer tanto a ese animal, era su compañero, su amigo al que confesar sus
secretos, y pensaba en cómo, desde hacía dos años, ya no podían vivir el uno sin
el otro.
Por un momento, ya de regreso a casa,
dudó un instante si ponerle la correa para cruzar la calle, pero finalmente, al
observar el escaso tráfico que recorría aquella mañana las calles de Vallecas,
decidió dejarle suelto confiando en la obediencia de su fiel compañero.
Cuando se disponían a cruzar la
Albufera, Manuel se despistó un segundo. Para cuando volvió la cabeza hacia
delante, el sonido del golpe ya se le había clavado en los tímpanos.
Un solo segundo había mirado hacia
atrás, el tiempo suficiente para que Rocky
echara a correr en busca de una cocker marrón que se encontraba al otro lado de
la calle.
Cuando Elena llegó a casa aquella
tarde del trabajo sintió, nada más abrir la puerta, que algo había ocurrido.
Sus padres y su hermana la esperaban
en el salón, en silencio, pero faltaba alguien que normalmente era el primero
en saludar.
—Siéntate, hija —le dijo Manuel
tendiéndole la mano.
—¿Qué
pasa? —preguntó ella mirando a los ojos
de los tres, buscando algún indicio.
—Esta mañana un coche ha atropellado a Rocky, ha sido culpa mía —Se
echó a llorar Manuel, apartando la mirada por temor a la reacción de su hija.
—¿Está muerto? —gritó Elena sin querer escuchar la respuesta.
—No, hija —interrumpió
su madre—, pero…
—¿Pero qué? ¿Qué pasa, papá?
Elena y su padre tenían una relación
muy especial, y nunca se ocultaban nada el uno al otro.
—Dime
qué pasa, papá, por favor —Lloró
ella.
—El golpe ha sido muy fuerte y es probable que no pueda
volver a moverse, si es así, habrá que sacrificarlo.
—¿Dónde está? —preguntó
sacando fuerzas de donde no las tenía.
—Está en el veterinario, va a estar toda la noche allí, y
mañana nos llamarán para que tomemos una decisión. Lo siento mucho, hija.
Elena le dio un fuerte abrazo a su
padre y se fue a su cuarto sin querer escuchar nada más.
Se sentó en la cama y lloró durante un
buen rato. Una vez se calmó un poco, miró hacía su corcho, que estaba plagado
de fotos, y cogió una en la que estaba ella con su perro cuando éste aún era un
cachorro.
Por un momento se sintió culpable
porque, cuando su padre les dijo hacía dos años que iba a comprar un perro,
ella fue muy reacia, no quería asumir el sacrificio que conllevaría, y fue de
las pocas veces que recuerda haber discutido realmente con su padre.
La tarde fue oscureciendo dando paso a
la noche más larga que había pasado en su vida. El silencio de la casa era
ensordecedor, ninguno de los cuatro tenía ganas de hablar de nada y la cena fue
tan triste que, cuando se levantó de la mesa para irse a su cuarto, nadie dijo
nada, todos pensaban en Rocky a su
manera, cada uno recordaba lo que aquel precioso animal había aportado a sus
vidas, y en cómo cambiaría la casa si aquel «chuchillo», como Elena le llamaba
cariñosamente, no volvía a corretear por ella.
Las horas pasaron lentamente aquella
noche, el reloj parecía no querer mover las agujas y aquella foto era lo único
que le decía que no perdiera la esperanza.
No recuerda en qué momento se quedó
dormida, pero soñó que estaba rezando de rodillas, con su foto en las manos
mirando al cielo a través de la ventana de su cuarto.
Cuando sonó el teléfono a las ocho
de la mañana, la voz del otro lado hizo que Manuel se sentara en su sofá de
piel y tomara aliento para comunicar a su familia que no había nada que hacer
por Rocky.
—En seguida vamos —terminó
Manuel.
Elena, que había escuchado la conversación tras la puerta de su habitación, salió
con su foto en las manos y se abrazó a su padre. Ambos se quedaron en silencio
durante un buen rato, hasta que la voz triste de su madre les recordó que había
que ir a despedirse.
—Yo no voy, papá, no puedo.
—No te preocupes, hija, lo entiendo, te llamaré cuando… —apenas podía seguir hablando.
Manuel y su mujer salieron de casa,
sin hacer ruido.
—Decidle que le quiero —gritó Elena al mismo tiempo que se encajaba la cerradura.
Volvió de nuevo a su cuarto. Esta vez, totalmente consciente de lo que estaba haciendo, rezó suplicando por la vida de
aquel indefenso animal.
Tres horas más tarde el teléfono sonó
de nuevo. Elena lo dejó sonar una y otra vez, no quería descolgar y escuchar
que su amigo ya no volvería nunca más, pero el martilleo de aquel aparato no
cesaba ni un instante. Paula, su hermana, al ver que Elena no descolgaba el
teléfono, salió de su habitación y contestó.
—Sí, entiendo —dijo
tras unos instantes en los que hablaban del otro lado—. Está bien, papá, os esperamos.
Paula colgó el teléfono y miró a su
hermana, que se tapaba la cara con las manos.
—Ha
movido una pata —susurró muy bajito. Elena alzó la vista sin entender lo
que su hermana había dicho—. ¡Ha
movido una pata! —gritó entonces con todas sus fuerzas—, ¡es un milagro, Elena, es un milagro!
Una semana más tarde Rocky estaba de nuevo en casa y al poco
tiempo se recuperó casi totalmente. Es muy probable que ese animal se hubiera
recuperado de todas formas, pero a Elena le gusta pensar que, de alguna manera ella
tuvo algo que ver y, por qué no decirlo, tras escuchar la historia de su propia
voz, a mí también. Nunca lo podremos saber.
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