—IX—
Inanición afectiva II
Javier te presta un libro de poemas. No
tiene autor y está hecho de cartón y lana. Asumes que es de una editorial
independiente y también asumes que es su forma de decirte que te estima porque
prestarle un libro a alguien es una transacción íntima y basada en una
confianza estratosférica.
La verdad es que sientes que es su manera
de mantenerte de rehén y de tener una excusa para desollarte si algún día lo
molestas mucho.
—Dime qué opinas —dice y voltea a otro
lado a fumarse su cigarro. Hojeas el libro. Los poemas son todos de unas ocho
estrofas.
—Dale.
Lo lees en la micro y en los recreos y en
biología mientras te rascas la cabeza con el dedo de al medio y luego en tu
casa, antes de dormirte, pero después de limpiarte las heridas. Todos son muy
malos y excesivamente deprimentes, a un punto que se vuelven incoherentes y
risibles. Los disfrutas por eso. Los que no son así son demasiado simples como
para dejar una impresión.
Luego vienen los de amor, que son como
tres, al final, y uno de ellos es imposible de descifrar así que ni lo terminas
de leer y los otros dos son tristes. Solo son tristes, secos, sin este calor
que tiene la depresión estrujada hasta su máximo, la que permite la
autocompasión y una semejanza a la belleza. Solo son tristes y te ponen triste
así que te vas a acostar.
—Bien penca los poemas —dices. Javier se
ríe, recibe el libro, lo guarda en su mochila y te mira raro con sus ojos
inexplicables. Le pides un cigarro. Te lo da sin dejar de mirarte—. ¿Qué?
—Nada.
—Eso no es nada.
—¿Quieres que te cuente?
Javier nunca te cuenta nada, así que
asientes y te corres un poco más cerca. Se toma su tiempo antes de hablar.
—¿Recuerdas a mi amigo, el mateo?
—No sabía que era tu amigo...
—Es una palabra muy flexible —te
interrumpe rápidamente—. Bueno. El otro día me contó algo.
—¿Entonces es su secreto?
—Si le cuentas a alguien más creo que ya
no es tuyo, me pillas. Es como pasar el copyright. Pero ya, para de
interrumpir, por la chucha.
—Perdón.
—De nuevo, Gaspar. La cuestión es que me
contó es que él sabe algo que le contó…
—Entonces ni siquiera es secreto de él.
—Chucha, ¿esta hueá es Tolerancia Cero
ahora? ¿Tema de hoy "qué es un secreto", invitado especial, Gaspar
Henríquez?
—Di la hueá no más.
—Un amigo de él le contó algo bien
cuático. Pero es un amigo tuyo.
Lo observas.
—Yo no tengo amigos.
—¿Ah, en serio? Estoy seguro de que le
romperías el corazón al fulano si oyera esto.
Estás nervioso, de pronto, y no te gusta
porque es exactamente donde a Javier le gusta dejarte antes de abandonarte a tu
propia histeria.
—¿Quién es?
Algo cambia en la cara de Javier y solo te
pone más ansioso. El hecho de que te ponga la mano en el hombro solo lo hace
todo un poco peor.
—Mira —empieza—, te voy a decir, pero me
tienes que prometer que no te vas a poner a llorar ni te vas a enojar ni vas a
entrar en estado catatónico porque si haces cualquiera te parto el hocico.
¿Okay?
—Solo dime.
Pero igual se toma su tiempo y esta vez no
es sadismo, es que no sabe cómo decirlo, y esto ya es demasiado inusual como
para tomárselo con tranquilidad.
—Mira, tu amigo, es sobre tu amigo el
loquito —Es suficiente para que algo se tensione bajo tus costillas—. Cris me
contó que su papá estaba grave, pero, ayer por la noche…
Cumples tu promesa. No lloras, no quedas
catatónico ni te enojas. Suspiras, no más, porque entiendes enseguida y la
verdad es que tienes vagas memorias del papá de Néstor. Nunca hablaste tanto
con él como para dolerte ante esto, y quizás deberías dolerte por tu mejor
amigo que ha perdido a su padre, pero no puedes.
No puedes y no estás enojado, no lo estás.
Pero hay algo ahí, y se nota lo suficiente como para que Javier te deje a tus
pensamientos por el resto de la tarde.
Al parecer nadie más sabe porque todavía
no lo quieren sacar a la luz pública. No te importa saber por qué. Igual te
plantas frente a la casa de Néstor, tocas la puerta y saludas a su ojeroso
hermano mayor que te mira con sorpresa mal camuflada.
—Néstor me dijo —mientes—. ¿Me dejas
entrar?
—No sé si quiera hablar con alguien ahora…
—No me importa.
Tal vez no espera eso, si te ha estado
sacando la ficha a partir de tus maneras usuales. Te deja pasar. Dices las
gracias y pasas por la casa oscura, húmeda, donde se puede palpar que acaba de
ocurrir una tragedia. Tocas la puerta. Nada se mueve. Tocas de nuevo.
—Néstor, déjame entrar.
Algo se mueve.
—Néstor.
Te abre la puerta y lo sientes como una
victoria. Quizás extrañaba que dijeras su nombre como algo más que una
plegaria. Cuando entras, ya volvió a su asiento usual y está haciendo algo en
su computador. Crees que tiene los ojos rojos, pero quizás es todo el tiempo
que pasa mirando la pantalla.
—¿Cómo estás?
No te habla.
—¿Nadie te ha venido a ver?
No te mira.
—¿Para qué me abriste la puerta?
No hace nada. El piso está cubierto de
bolsas de comida vacías y sientes que por primera vez estás viendo ese lugar
con detalle. Te da asco. Huele a sudor y a cosas podridas y, si miras bien a
Néstor, dudas que se haya bañado durante los últimos tres días. Todas las fotos
que había antes de su familia y amigos ya no están. El papelero desborda. Toda
su ropa sucia está en su cama.
Esto fue lo último que el papá de Néstor
supo de él, piensas. Lo último que pensó de su hijo fue que era un desastre a
los quince años. Tus papás no te permitirían esto. Te sacarían arrastrando a la
calle. Te dejarían encerrado afuera hasta que maduraras porque nada, ni la peor
de las tragedias, excusa esta tontería. ¿Por qué sus papás no hacen lo mismo?
¿Su hermano? ¿Creen que esto está bien, que después de un año todavía se le
pasará solo? ¿Este es el castigo de Néstor por no poder salvar a su hermanito?
¿O es su justificación para no avanzar en nada desde ese día?
—Pasó hace cinco años —dices—. Supéralo.
Y te mira, incrédulo. Te mira como si
fuera la primera vez que alguien se lo dice—pero, dios, lo debe ser. Nadie
nunca le ha dicho eso a Néstor, nadie nunca le ha pedido que se esfuerce porque
todos le tienen pena y él quiere que todos le tengan pena. Te da asco la
autolástima. Te da asco él.
—Si quisieras redimirte o algo así, te
harías salvavidas. O bombero. O médico de urgencias. Algo que salve niños. No
estás consiguiendo nada aquí, pero nunca te ha gustado tener que esforzarte por
las cosas.
Intenta decirte algo, pero como que se le
va el aire y solo te mira dolido. No tienes ningún deseo de retractarte. Te
asusta un poco y a la vez no tanto como lentamente te enfurece su silencio. ¿Te
está otorgando la razón por primera vez en tu vida? ¿Te está ignorando? ¿Qué
mierda tienes qué sacar de esto?
—¿Te vas a quedar aquí para siempre?
—preguntas como si la idea recién hubiera pasado por tu mente—. ¿Ese es tu
súper plan? ¿No salir nunca más? ¿Siquiera le has visto la cara a tu mamá? ¿Al
menos fuiste a ver a tu papá al hospital?
Néstor se tensa, pero no te responde ni se
da vuelta a verte y, por primera vez en muchos años, te cuestionas por qué te
gusta. Te cuestionas si aún te gusta y la respuesta llega rápido, como el
respiro después de las malas noticias, el espacio después de la coma, el
segundo de alivio ante una conclusión obvia.
Algo se hace mierda dentro de ti.
—Tu papá se murió sin haberte visto en
semanas —dices y los ojos te arden abruptamente, los dedos te pican, quieres
correr—, ¿y a ti no te importa? ¿De verdad que te da lo mismo? ¿Cómo te puede
dar lo mismo? ¡Nunca nada te daba lo mismo, todo te importaba! Todos te
importaban.
Y era por eso que te gustaba. Porque era
diferente a ti y ahora son exactamente iguales.
Ahí te mira como si fuera la primera vez
en meses que se percata de tu presencia, sorprendido, y su estupefacción te
molesta porque no debería sorprenderle que le digas estas cosas. Debería
esperarlas porque eres su mejor amigo, eres el que lo amarra a la tierra, pero
no, no, hace mucho que dejaste de hacer eso, Gaspar. Tú no eras el mejor amigo.
Eras el admirador más fiel, el fan número uno. Néstor no es tu mejor amigo, y
si tú no eres su amigo, ¿entonces qué haces aquí?
—Eres una mierda, Néstor. Eres un
conchesumadre egoísta, nada más, y ¿sabes qué? Quédate aquí si quieres. A mí ya
no me importa. Nunca me debió importar.
Y te vas. Azotas la puerta y murmuras una
despedida cortante al hermano de Néstor y te largas de allí, aguantando las
ganas de correr. Sientes la cara roja y las manos te sudan y sabes que así es
como se siente el odio.
Tienes ganas de lanzarte al mar, pero en
cambio vas a tu casa y te comes lo que queda de tu corazón roto y luego lo
vomitas, porque en realidad no quieres nada de eso. Quieres tu vida de hace
tres años. Quieres tener doce años de nuevo y sabes que Néstor no, que Néstor
te ahorcaría por pensar esto, pero a la mierda con Néstor. Nunca más vas a
volver. Nunca más verás a Néstor, aunque la idea te mate lentamente. Ha sido
suficiente como para rendirte por el resto de tu vida.
Esperando próximo capítulo
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