—Que vaya a pasar los dos
últimos minutos de mi vida contigo tiene gracia, no me digas que no. Aún
recuerdo tu cara cuando aparecí por la puerta aquella mañana, con tus ocho
añitos.
—Tenía doce, papá —contestó
Maca mientras sujetaba la mano de su padre con todas las fuerzas que le
quedaban.
Nunca se habría imaginado que después
de tanto esfuerzo sus caminos se separarían para siempre en un oscuro cuarto de
baño, no podía entender cómo aquella mierda podía ser más fuerte que él, más fuerte
que el amor por sus hijos. Había aprendido a perdonar, incluso a querer a aquel
desdichado que aparecía y desaparecía de su vida sin previo aviso. Había
llegado incluso a comprender sus motivos, pero no estaba preparada para verle
morir en sus brazos.
—No quiero que me perdones más —susurró
su padre con los últimos esbozos que el aire arrancaba de su garganta—, necesito que me odies, no quiero irme sabiendo que
después de todo el daño que os he hecho aún me quieres.
—¡¿Entonces por qué me has llamado!? —gritó
Maca entre sollozos—, ¿por qué volviste a mi
vida cuando ya te tenía olvidado?, ¡dime! —gritó aún más fuerte, pero Manuel ya no contestó. El aire ya no llegaba a
sus pulmones y su mano dejaba de apretar la de aquella niña, ya mujer, que sin
quererlo había crecido de golpe.
Cuando Maca ya daba por perdido a
su padre, el sonido de la ambulancia a la que ella misma había llamado minutos
antes, retumbó como música celestial para sus oídos. Quizás aún no fuera
demasiado tarde.
—¡No te mueras por favor! —gritaba mientras la camilla se ocultaba tras las puertas de la ambulancia—. ¡Te prometo que te odiaré mucho!, ¡te voy a odiar con
todas mis fuerzas!, ¡no te mueras, hijo de puta! —se desgañitó—, ¡te odiooooo!
Seis meses después, el timbre sonó
con insistencia un domingo por la mañana. Maca no se levantó porque pensaba que
lo estaba soñando, pero al final la consciencia le pudo y se despertó
lentamente. Cuando abrió la puerta, del otro lado apareció Manuel hecho un
pincel con camisa y corbata, y el puñetazo que su hija le asestó en los morros le
dejó sentado de culo. Manuel se echó la mano a la nariz para detener la
hemorragia y comenzó a reírse descontroladamente. Maca le miró un instante y
tendiéndole la mano con gesto indiferente le dijo: «Pasa, voy a hacer café».
No hay comentarios:
Publicar un comentario