«¿Cómo he podido llegar a esto?», se preguntaba mientras se le agotaba el aliento. El
aire apenas llegaba ya a los pulmones de María y una silueta oscura es lo
último que vio hasta que sus ojos se quedaron sin fuerzas.
Tantas veces había intentado convencer
a su marido para que se marcharan juntos que ya había perdido la cuenta, las
deudas ya eran insostenibles: con el sueldo de Manuel, su marido, apenas si les alcanzaba para alimentar a sus dos pequeños.
La vida en Ecuador era cada vez
más difícil y la única opción era dejarlo todo, agarrar las maletas y buscar un
futuro mejor.
—¡A vida o muerte! —bromeaba
Manuel cada vez que María le insistía con el tema.
—Tenemos que irnos, ¿no ves que aquí ya no tenemos vida?
¿Acaso quieres esto para tus hijos? —imploraba
María señalando la nevera casi vacía que se hallaba al final de la cocina.
Manuel, sentado en la mesa de
madera que él mismo había construido, permanecía impasible a las súplicas de su
esposa.
Ambos se habían criado en un
pueblo del interior, siempre habían vivido con lo justo, pero con la llegada de
Andrea y el cierre de la fábrica donde trabajaba María, lo justo había pasado a
ser apenas un plato caliente para Pedro, el hijo mayor de cinco años, y los
cuidados más básicos para la recién llegada.
Manuel solo acertaba a repetir una y
otra vez que las cosas mejorarían pronto, que él no se movería jamás de la
tierra que le vio nacer.
—¡Vete tú, mujer del demonio! ¡Y ve a probar suerte si tanto
lo deseas! —vociferó Manuel la última
vez que discutieron.
—¿Sabes
una cosa, tan hombre que te crees? —lloró
María, sabiendo que lo que iba a decir a continuación con toda seguridad le
costaría un bofetón de los que por allí se acostumbraban—, eres muy macho para levantarme la mano a tu antojo, pero no tienes
cojones para cambiar el futuro de tus hijos, los condenas como tu padre te
condenó a ti.
Manuel, apenas escuchó la última
envenenada palabra que salió por boca de su orgullosa esposa, se levantó súbitamente
de aquella mesa de madera con el puño cerrado y sin pensar le asestó un golpe
en la cara que tumbó a María como si de un saco se tratara.
—¡Haz lo que quieras, mujer del demonio, pero no te
llevarás a mis hijos contigo! ¡Por estas que no! —juró Manuel escupiendo en el suelo.
María, arrastrándose dolorida y notando por momentos que el ojo se
le cerraba sin remedio, consiguió ponerse en pie asiéndose a la maldita mesa de
madera, y con la cabeza bien erguida, asintió.
—¡Está bien, que así sea! —Y salió con paso firme de la cocina hacia la habitación donde dormía
Andrea, de tan solo cuatro meses de edad.
Tres meses después de aquel día, María
estaba en su habitación haciendo lo más parecido a una maleta.
Las últimas semanas apenas si había
dejado de llorar. «Serán sólo unos meses», se repetía a sí misma, «serán sólo unos meses», se
decía una y otra vez mientras miraba hacia la cuna que Manuel construyó para
Pedro, en la que ahora descansaba su pequeña.
María había pasado los últimos
meses ultimando los detalles de su marcha, había conseguido reunir, pidiéndolo
prestado, el dinero para un pasaje hacia Madrid y trescientos dólares que se
guardaba cuidadosamente en una bolsita de tela, bajo la falda.
Una prima de Manuel que llevaba en
España un par de años, le había conseguido un trabajo en Madrid como interna
en una casa.
Y ahí estaba, sentada en la cama junto
a la cuna de Pedro, que ahora ocupaba Andrea, ajena a que apenas en unas horas
se separarían por un tiempo.
«Serán
sólo unos meses», se golpeaba una y otra
vez. El corazón detenía su caminar cada vez que se imaginaba despertándose
cada día sin ver su morenita, y todo por la tozudez de su cada vez más odiado
marido. «Y por mi orgullo», pensó, «y por
mi orgullo».
Apenas si podía recordar el momento en
el que subió a aquel avión, no podía creer que lo hubiera hecho, no quería
recordar como Manuel tuvo que arrancarle a su niña de los brazos ni de cómo
lloraba Pedro sin encontrar consuelo.
—Lo conseguiré, ya lo verás —le dijo a Manuel. Él no dijo nada, sabiendo que nunca había valorado a
aquella mujer como se merecía.
María se instaló rápidamente en el
lujoso chalet en el que trabajaría interna.
—¿Por qué tienes los ojos tristes? —le preguntó Lucía.
Lucía, la hija pequeña del matrimonio
para el que trabajaba María, era una niña más lista de lo normal para su edad y
siempre sorprendía con preguntas impropias para una niña de cuatro años.
—Porque donde yo vivo, en Ecuador, un país que está muy
lejos, tengo unos niños a los que hace mucho que no veo —se sinceró María mientras terminaba de ponerla el pijama.
—¿Y por qué no vas a verlos mañana?
María trató de contener las
lágrimas y abrazó a aquella niña, a la que estaba criando como si fuera la suya
propia.
—¿Sabes que eres una preguntona?
Lucía reía ajena a que sus
preguntas clavaban una espina enorme en el corazón de su niñera.
—¿Me enseñas una foto de tus hijos? —preguntó Marcos que estaba sentado a los pies de la cama de su hermana.
—Claro, mi amor.
María se fue a su cuarto en busca
de la última foto que había recibido por carta de Manuel.
—Mira,
este chico tan guapo es Pedro, se llama así porque cuando yo era pequeñita veía Heidi todo el día, y está niña
que apenas se sostiene en pie, es Andrea.
—¿Cuánto
hace que no los ves? —preguntó Marcos, sin saber
que su pregunta hería aún más el maltrecho corazón de María.
—Mucho tiempo, amor, más del que yo me imaginaba.
Pensó para sí: «Muchísimo más del que una madre puede soportar».
Las cartas siguieron llegando, cada
vez con menos frecuencia. De vez en cuando a Manuel se le ocurría mandar fotos,
fotos que María pegaba en el cabecero de su cama.
Y como cada jueves, las cada vez más
frías llamadas de teléfono. Las últimas veces, Pedro y Andrea ni siquiera se
habían puesto. María ya no podía soportarlo más.
La víspera del miércoles al jueves
María no pegó ojo, no paraba de darle vueltas a la idea de que o regresaba a su
casa o se volvería loca. Cada vez que se miraba al espejo sentía que los años
se agolpaban en su rostro a la velocidad de un relámpago, las canas que ya no
se molestaba en ocultar la hacían sentir vieja y hundida. Así que esa noche se
tumbó en la cama de su pequeño cuarto y despegó la última foto que había
recibido meses atrás, encendió su lamparita de noche y escrutó al detalle el
retrato de sus dos amores.
«¡Madre mía!», pensó.
«Iban a ser unos meses y ya han
pasado casi seis años».
Nunca se hubiera imaginado los
problemas burocráticos que se iba a encontrar cuando llegó a España. Meses
escondiéndose para no ser deportada, y una vez regularizó su situación, años
hasta conseguir poder volver a su país.
No paraba de pensar cómo pudo haber dejado a
sus pequeños, sobre todo a Andrea, que solo tenía unos meses. «No sabe ni quién soy», se golpeaba una y otra vez, «y Pedro
ya ni quiere hablar conmigo».
Horas más tarde, con su foto en la
mano y el sueño estando a punto de vencerla, notó cómo el pequeño papel rodaba
por sus dedos y un sobresalto la hizo ponerse en pie de golpe. Controló la
respiración durante unos segundos y recogió la foto del suelo con cuidado de no
doblarla, y al observarla por última vez, reparó en un detalle que hasta ahora
había pasado inadvertido para ella.
En el extremo inferior izquierdo se
veía el cobertizo, donde Manuel guardaba sus trastos del campo, con la puerta entreabierta,
y si arrugaba mucho la frente podía ver lo que parecía su falda de flores, uno
de los pocos regalos que Manuel le había hecho y que se había dejado porque después de
los dos embarazos ya no podía entrar en ella.
La sangre corrió por su cuello a toda
velocidad hasta encender su rostro como un candil de aceite.
Separó la foto de su cara y volvió a
acercarla, esta vez arrugó aún más la frente y con lágrimas en los ojos
comprobó que su falda de flores estaba tras la puerta, y por supuesto la falda
no podía haber llegado allí sola, estaba claro que alguien la llevaba puesta y
se escondía tras la puerta para no ser alcanzada por el objetivo de la vieja
cámara de fotos.
Del odio que invadió su rostro hacía
unos segundos, pasó a la resignación más absoluta en un instante. «Ingenua de mí»,
suspiró, «cómo iba a ser posible
que mi marido me guardara fidelidad durante tantos años».
Eso ni siquiera la inquietó, pero el
hecho de pensar que otra mujer estuviera criando a sus hijos no podía soportarlo. Se levantó iracunda de la cama, se vistió con lo primero que pilló y salió de
su cuarto echa una furia.
Debían de ser las seis de la mañana, y
como era su día libre salió de la casa dejándole una escueta nota a la señora, para que no se inquietaran si habían oído el ruido de la puerta al marcharse.
Una vez llegó a la parada del autobús
que la llevaría al centro, fue consciente de que había salido en manga corta y de que el frío de aquella mañana de junio era
más intenso de lo que se había imaginado.
«Da igual»,
pensó. Seguía observando aquella foto con nerviosismo. No ponía la vista en
Pedro, que estaba guapísimo con una camisa de cuadros, ni en Andrea, que ya
tenía casi siete años y parecía una mujercita con su vestido rosa de lunares,
solo veía el cobertizo y su puerta entreabierta.
Cuando llegó al centro, después de una
hora y media, se dio cuenta de que era demasiado pronto, así que entró en una
cafetería a reponerse un poco del frío y a esperar a que abrieran la agencia de
viajes donde compraría el primer billete disponible para Ecuador.
Dos meses después estaba en el
aeropuerto, acompañada de la que durante todo ese tiempo había sido lo más
parecido a su familia.
—Te echaremos de menos —le dijo su pequeña al oído mientras le daba un dibujo en el que se intuía
algo parecido a una familia feliz.
—Esta eres tú —le dijo
su otro niño, dándole un abrazo muy fuerte. María no pudo sino llorar
desconsoladamente, les dio unos mil besos de los de verdad, de los que suenan,
como ella les decía siempre cuando les
daba el beso de buenas noches.
—Señores… —se
dirigió a sus jefes, humilde y agradecida. Sin terminar la frase su jefa le
interrumpió: «Si vuelves…».
—No lo dude señora, serán los primeros en saberlo.
Pasados unos minutos de lágrimas y alguna risa, María embarcó en el
avión que la llevaría de vuelta junto a sus hijos.
No paraba de pensar en cómo
reaccionarían al verla. No le había dicho nada a Manuel para darle una
sorpresa, y para no darle tiempo a preparase si se confirmaban sus sospechas de
que estaba con otra mujer.
Trece horas de avión más tarde, otras
siete de autobús, si se le podía llamar así comparándolo con los que había
frecuentado en Madrid, y otra hora y media de caminata a pie, allí estaba,
frente a la entrada de la casa que otrora, quería pensar, había sido un sitio
feliz para ella.
Estaba algo cambiada: pintura,
ventanas nuevas y el jardín cuidado como no lo había visto antes. «Mi dinero me ha costado», rió entre dientes.
Soltó las maletas en la entrada, y
mientras caminaba a la puerta de la casa oyó ruido detrás. Al reconocer la voz
de Pedro casi se cae al suelo, unos instantes les separaban de un abrazo
interminable.
Dobló la esquina de la casa y allí
estaban, sentados en la mesa de madera que antes estaba en la cocina y que
ahora formaba parte de un agradable porche.
Los niños comían y no se percataron de
que su madre estaba a tan solo unos metros de ellos. Manuel, que estaba sentado
justo enfrente, levantó la vista del plato y se encontró
con la mirada fría de su mujer.
A María no le hizo falta más de un
segundo para comprobar que lo que a Manuel le recorrió el rostro no fue
alegría, precisamente.
Este no se levantó de la mesa y, sin
decir una palabra, dirigió la vista hacía la puerta que conectaba la cocina con
el porche.
María se percató, pero no dijo nada,
el abrazo con sus hijos era lo único que le importaba en ese momento.
—¡Pedro, soy mamá!
Pedro miró hacia dónde provenía
esa voz, pero no hizo nada, no corrió a estrechar el pecho de su madre, de
hecho no movió un músculo hasta que Manuel le dio un golpecito en el brazo que
tenía apoyado sobre la mesa y con la mirada le señaló que debía
levantarse de la mesa.
Pedro anduvo indeciso, avanzó hacia su
madre sin saber muy bien cómo comportarse.
Cuando María tuvo a su hijo cerca, se
abalanzó sobre él para estrujarlo y devolverle en un instante todo lo que
llevaba guardado en los últimos seis años. Pero fue como abrazar a un saco de
plumas, el niño no le devolvió la fuerza con la que ella le abrazaba y se
limitaba a mirarla con la inocencia propia de su edad.
Trescientos besos más tarde, María se
dirigió a su pequeña Andrea, iba a abrazarla tan fuerte que no podrían
despegarse en un buen rato, pero eso no ocurrió. La niña, al observar lo extraño
de la situación, se metió en la casa.
Unos segundos después la niña salió de
nuevo, pero no volvía sola, lo hacía en brazos de una mujer.
Se agarraba a ella pidiéndole con la
mirada que no la soltara.
La mujer que no pudo ocultar su
nerviosismo, bajo a la niña al suelo y le dijo en voz conciliadora: «Ve, corre, es mamá».
La niña no se movió y María cayó al
suelo desplomada. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo y fue entonces cuando
Manuel se decidió a levantarse de la mesa.
Cuando María recuperó la consciencia
estaba desnuda. Abrió los ojos sobresaltada y comprobó que estaba sola, metida en la bañera. Miró alrededor mientras sus pensamientos se ponían en
orden y fue consciente de que esa ya no era su casa, ni su vida.
No eran sus azulejos, ni sus cortinas,
ni su tocador, nada en esa casa le pertenecía. «Ni siquiera mis hijos» pensó
sin fuerzas, apoyando la cabeza de nuevo en la bañera.
Tras unos minutos se levantó serena,
se enroscó una toalla que alguien había dejado allí con tal fin y se puso
frente al espejo, observándose con la cara de alguien que ha sobrevivido a un accidente.
Limpió un poco el vaho con la mano e
intentó pensar si todo lo que recordaba había ocurrido de verdad. Miró a su
alrededor y solo encontró silencio.
«Mi pequeña»,
pensó, «no sabe quién soy, mis hijos
tienen otra madre y todo es culpa mía, por mi estúpido orgullo he perdido lo
único que le da sentido a mi mierda de vida».
Sin terminar de hablar consigo misma,
abrió el armarito que había tras el espejo. Observó tranquila las baldas y
comprobó que casi todo eran productos de mujer. En la parte inferior vio lo que
parecía una cuchilla de afeitar, estiró la mano sujetando la toalla con la otra
y pensó: «Así es cómo termina todo
para mí».
Dejó caer la toalla al suelo y volvió
a meterse en la bañera. El agua ya estaba fría pero ella no sintió
nada, rompió con fuerza el cabezal y sacó una de las tres cuchillas que había
en su interior.
Sin pensarlo dos veces, levantó
suavemente su brazo izquierdo, y girando la mano puso la muñeca frente a sus
ojos. Vio como dos líneas azules sobresalían por encima de su piel, «azules»,
sonrió irónicamente.
Asió con fuerza la cuchilla y una vez
la hubo puesto sobre su morena piel, apretó y rasgó con fuerza hasta conseguir
que la sangre brotara con uniformidad.
«No
duele», pensó, y apoyó de nuevo la cabeza
en la bañera. Un leve escalofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se cerraron con
una paz que no había sentido nunca, por lo menos no en los últimos seis
años.
«¿Cómo he podido llegar a esto?», pensaba mientras notaba que el pulso abandonaba su cuerpo para siempre. «¿Cómo he…?».
Pedro, que aún estaba aturdido por lo
ocurrido en el porche se levantó del salón y fue sigilosamente a la puerta del
baño. Pegó la oreja a la puerta y preocupado por el silencio que provenía del
otro lado giró el pomo despacio para no ser descubierto. Abrió una pequeña rendija de la vieja puerta
de madera y vio cómo su madre descansaba dentro de la bañera. Confundido, abrió
un poco más la puerta y pudo ver cómo un reguero de sangre resbalaba por un
costado de la blanca bañera.
—¡Mamá! —gritó
mientras corría para ayudar a su madre—. ¡Mamá! ¿Qué te pasa? —gritaba
entre sollozos.
Unos días después María abrió los ojos
en una vieja habitación de hospital.
Lo primero que vio fue el techo blanco. La luz del sol que entraba por la
ventana y un crucifijo que colgaba justo frente a su cama, hicieron el resto
para que ella pensara que había muerto.
—¿Por qué me has abandonado? —intentaba decir con el poco aliento que salía por su boca.
Su hermana, que dormía en un
silloncito marrón que había junto a la cama, se despertó sobresaltada al sentir
el movimiento en la cama de María.
Se puso de pie y agarró con fuerza la
mano derecha de su maltrecha hermana.
—La próxima vez seré yo quien te mate, ¿me oyes? —dijo con una media sonrisa—, no te imaginas el susto que
nos has dado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
con su débil voz María.
—Nada —respondió su hermana—, que aún tienes muchas cosas buenas por hacer entre nosotros, no tengas tanta
prisa en reunirte con el Señor —le
susurró dirigiendo la vista hacia el crucifijo.
Dos semanas después María abandonaba
el Hospital de Quito junto a su hermana, que la agarraba del brazo como quien
acompaña a una anciana a cruzar la calle.
Al salir de la habitación, doblaron
por el pasillo a la izquierda para bajar la escalera y dirigirse a la puerta de
salida.
Una vez allí, a María le cegó la luz
del sol. Alzó su brazo izquierdo todavía vendado y se puso la mano en la frente
para evitar el impacto de los rayos en sus ojos. Arrugó la frente y pudo ver la
silueta de tres personas que aguardaban frente a la puerta.
Al verla, Pedro salió corriendo a
abrazar a su madre, lo hizo con tanta fuerza que las aún débiles piernas de
María casi se doblan. Andrea miró a su padre pidiendo consentimiento, y cuando este asintió, echó también a correr para reunirse con su madre y su hermano.
Se abrazaron los tres durante un buen
rato y se dieron besos de los de verdad, de los que a partir de ese día María
les daría todos los días de su vida.
Tras un rato, los tres se dirigieron hasta
donde se encontraba Manuel.
María, con uno de sus hijos a cada
lado, los abrazó con fuerza y siguió su camino observando cómo Manuel miraba
hacia abajo avergonzado.
«¡Tan hombre que eres!», pensó, «y no eres capaz de
mirarme a los ojos».
Tres meses más tarde María, Pedro y
Andrea estaban de vuelta en España.
Gracias a los jefes de María consiguieron empezar una vida mejor, pero esta vez
juntos.
Una vez se hubieron instalado en su pequeño apartamento, María sacó de una caja
de cartón un antiguo crucifijo de madera, lo colgó en medio de las dos camas de
sus hijos y, con lágrimas en los ojos, pensó: «No volveré a dudar de ti, te lo prometo».
Un final inesperado, pero la trama es una historia reconocible en muchas mujeres que deben dejar sus hijos para darles un futuro mejor.
ResponderEliminarMaría es una luchadora, a pesar de su humildad, machismo imperante en su entorno, es capaz de buscar un mejor porvenir para su familia.
ResponderEliminarComo decirlo, me hizo sudar en frío ese final, algo raro pero te deja anonadado que el casi morir le devolviera a sus hijos, excelente.
ResponderEliminar