"¿Por qué me has abandonado?" - Relato de Sergio Lozano Zarco


   

   «¿Cómo he podido llegar a esto?», se preguntaba mientras se le agotaba el aliento. El aire apenas llegaba ya a los pulmones de María y una silueta oscura es lo último que vio hasta que sus ojos se quedaron sin fuerzas.
   Tantas veces había intentado convencer a su marido para que se marcharan juntos que ya había perdido la cuenta, las deudas ya eran insostenibles: con el sueldo de Manuel, su marido, apenas si les alcanzaba para alimentar a sus dos pequeños.

   La vida en Ecuador era cada vez más difícil y la única opción era dejarlo todo, agarrar las maletas y buscar un futuro mejor.
   ¡A vida o muerte! bromeaba Manuel cada vez que María le insistía con el tema.
   Tenemos que irnos, ¿no ves que aquí ya no tenemos vida? ¿Acaso quieres esto para tus hijos? imploraba María señalando la nevera casi vacía que se hallaba al final de la cocina.
   Manuel, sentado en la mesa de madera que él mismo había construido, permanecía impasible a las súplicas de su esposa.

   Ambos se habían criado en un pueblo del interior, siempre habían vivido con lo justo, pero con la llegada de Andrea y el cierre de la fábrica donde trabajaba María, lo justo había pasado a ser apenas un plato caliente para Pedro, el hijo mayor de cinco años, y los cuidados más básicos para la recién llegada.
   Manuel solo acertaba a repetir una y otra vez que las cosas mejorarían pronto, que él no se movería jamás de la tierra que le vio nacer.
   ¡Vete tú, mujer del demonio! ¡Y ve a probar suerte si tanto lo deseas! vociferó Manuel la última vez que discutieron.
   ¿Sabes una cosa, tan hombre que te crees? lloró María, sabiendo que lo que iba a decir a continuación con toda seguridad le costaría un bofetón de los que por allí se acostumbraban, eres muy macho para levantarme la mano a tu antojo, pero no tienes cojones para cambiar el futuro de tus hijos, los condenas como tu padre te condenó a ti.
   Manuel, apenas escuchó la última envenenada palabra que salió por boca de su orgullosa esposa, se levantó súbitamente de aquella mesa de madera con el puño cerrado y sin pensar le asestó un golpe en la cara que tumbó a María como si de un saco se tratara.
   ¡Haz lo que quieras, mujer del demonio, pero no te llevarás a mis hijos contigo! ¡Por estas que no! juró Manuel escupiendo en el suelo.
   María, arrastrándose  dolorida y notando por momentos que el ojo se le cerraba sin remedio, consiguió ponerse en pie asiéndose a la maldita mesa de madera, y con la cabeza bien erguida, asintió.
   ¡Está bien, que así sea! Y salió con paso firme de la cocina hacia la habitación donde dormía Andrea, de tan solo cuatro meses de edad.
   Tres meses después de aquel día, María estaba en su habitación haciendo lo más parecido a una maleta.
   Las últimas semanas apenas si había dejado de llorar. «Serán sólo unos meses», se repetía a sí misma, «serán sólo unos meses», se decía una y otra vez mientras miraba hacia la cuna que Manuel construyó para Pedro, en la que ahora descansaba su pequeña.
   María  había pasado los últimos meses ultimando los detalles de su marcha, había conseguido reunir, pidiéndolo prestado, el dinero para un pasaje hacia Madrid y trescientos dólares que se guardaba cuidadosamente en una bolsita de tela, bajo la falda.
   Una prima de Manuel que llevaba en España un par de años, le había conseguido un trabajo en Madrid como interna en una casa.
   Y ahí estaba, sentada en la cama junto a la cuna de Pedro, que ahora ocupaba Andrea, ajena a que apenas en unas horas se separarían por un tiempo.
   «Serán sólo unos meses», se golpeaba una y otra vez. El corazón detenía su caminar cada vez que se imaginaba despertándose cada día sin ver su morenita, y todo por la tozudez de su cada vez más odiado marido. «Y por mi orgullo», pensó, «y por mi orgullo».
   Apenas si podía recordar el momento en el que subió a aquel avión, no podía creer que lo hubiera hecho, no quería recordar como Manuel tuvo que arrancarle a su niña de los brazos ni de cómo lloraba Pedro sin encontrar consuelo.
   Lo conseguiré, ya lo verás le dijo a Manuel. Él no dijo nada, sabiendo que nunca había valorado a aquella mujer como se merecía.


   María se instaló rápidamente en el lujoso chalet en el que trabajaría interna.
   ¿Por qué tienes los ojos tristes? le preguntó Lucía.
   Lucía, la hija pequeña del matrimonio para el que trabajaba María, era una niña más lista de lo normal para su edad y siempre sorprendía con preguntas impropias para una niña de cuatro años.

   Porque donde yo vivo, en Ecuador, un país que está muy lejos, tengo unos niños a los que hace mucho que no veo se sinceró María mientras terminaba de ponerla el pijama.
   ¿Y por qué no vas a verlos mañana?

   María trató de contener las lágrimas y abrazó a aquella niña, a la que estaba criando como si fuera la suya propia.
   ¿Sabes que eres una preguntona?

   Lucía reía ajena a que sus preguntas clavaban una espina enorme en el corazón de su niñera.
   ¿Me enseñas una foto de tus hijos? preguntó Marcos que estaba sentado a los pies de la cama de su hermana.
   Claro, mi amor.

   María se fue a su cuarto en busca de la última foto que había recibido por carta de Manuel.
   Mira, este chico tan guapo es Pedro, se llama así porque cuando yo era pequeñita veía Heidi todo el día, y está niña que apenas se sostiene en pie, es Andrea.
   ¿Cuánto hace que no los ves? preguntó Marcos, sin saber que su pregunta hería aún más el maltrecho corazón de María.
   Mucho tiempo, amor, más del que yo me imaginaba.

   Pensó para sí: «Muchísimo más del que una madre puede soportar».
   Las cartas siguieron llegando, cada vez con menos frecuencia. De vez en cuando a Manuel se le ocurría mandar fotos, fotos que María pegaba en el cabecero de su cama.
   Y como cada jueves, las cada vez más frías llamadas de teléfono. Las últimas veces, Pedro y Andrea ni siquiera se habían puesto. María ya no podía soportarlo más.
   La víspera del miércoles al jueves María no pegó ojo, no paraba de darle vueltas a la idea de que o regresaba a su casa o se volvería loca. Cada vez que se miraba al espejo sentía que los años se agolpaban en su rostro a la velocidad de un relámpago, las canas que ya no se molestaba en ocultar la hacían sentir vieja y hundida. Así que esa noche se tumbó en la cama de su pequeño cuarto y despegó la última foto que había recibido meses atrás, encendió su lamparita de noche y escrutó al detalle el retrato de sus dos amores.
   «¡Madre mía!», pensó. «Iban a ser unos meses y ya han pasado casi seis años».
   Nunca se hubiera imaginado los problemas burocráticos que se iba a encontrar cuando llegó a España. Meses escondiéndose para no ser deportada, y una vez regularizó su situación, años hasta conseguir poder volver a su país.
   No paraba de pensar cómo pudo haber dejado a sus pequeños, sobre todo a Andrea, que solo tenía unos meses. «No sabe ni quién soy», se golpeaba una y otra vez, «y Pedro ya ni quiere hablar conmigo».
   Horas más tarde, con su foto en la mano y el sueño estando a punto de vencerla, notó cómo el pequeño papel rodaba por sus dedos y un sobresalto la hizo ponerse en pie de golpe. Controló la respiración durante unos segundos y recogió la foto del suelo con cuidado de no doblarla, y al observarla por última vez, reparó en un detalle que hasta ahora había pasado inadvertido para ella.
   En el extremo inferior izquierdo se veía el cobertizo, donde Manuel guardaba sus trastos del campo, con la puerta entreabierta, y si arrugaba mucho la frente podía ver lo que parecía su falda de flores, uno de los pocos regalos que Manuel le había hecho y que se había dejado porque después de los dos embarazos ya no podía entrar en ella.
   La sangre corrió por su cuello a toda velocidad hasta encender su rostro como un candil de aceite.
   Separó la foto de su cara y volvió a acercarla, esta vez arrugó aún más la frente y con lágrimas en los ojos comprobó que su falda de flores estaba tras la puerta, y por supuesto la falda no podía haber llegado allí sola, estaba claro que alguien la llevaba puesta y se escondía tras la puerta para no ser alcanzada por el objetivo de la vieja cámara de fotos.
   Del odio que invadió su rostro hacía unos segundos, pasó a la resignación más absoluta en un instante. «Ingenua de mí», suspiró, «cómo iba a ser posible que mi marido me guardara fidelidad durante tantos años».
   Eso ni siquiera la inquietó, pero el hecho de pensar que otra mujer estuviera criando a sus hijos no podía soportarlo. Se levantó iracunda de la cama, se vistió con lo primero que pilló y salió de su cuarto echa una furia.
   Debían de ser las seis de la mañana, y como era su día libre salió de la casa dejándole una escueta nota a la señora, para que no se inquietaran si habían oído el ruido de la puerta al marcharse.
   Una vez llegó a la parada del autobús que la llevaría al centro, fue consciente de que había salido en manga corta y  de que el frío de aquella mañana de junio era más intenso de lo que se había imaginado.
   «Da igual», pensó. Seguía observando aquella foto con nerviosismo. No ponía la vista en Pedro, que estaba guapísimo con una camisa de cuadros, ni en Andrea, que ya tenía casi siete años y parecía una mujercita con su vestido rosa de lunares, solo veía el cobertizo y su puerta entreabierta.
   Cuando llegó al centro, después de una hora y media, se dio cuenta de que era demasiado pronto, así que entró en una cafetería a reponerse un poco del frío y a esperar a que abrieran la agencia de viajes donde compraría el primer billete disponible para Ecuador.
   Dos meses después estaba en el aeropuerto, acompañada de la que durante todo ese tiempo había sido lo más parecido a su familia.
   Te echaremos de menos le dijo su pequeña al oído mientras le daba un dibujo en el que se intuía algo parecido a una familia feliz.
   —Esta eres tú le dijo su otro niño, dándole un abrazo muy fuerte. María no pudo sino llorar desconsoladamente, les dio unos mil besos de los de verdad, de los que suenan, como  ella les decía siempre cuando les daba el beso de buenas noches.
   Señores… se dirigió a sus jefes, humilde y agradecida. Sin terminar la frase su jefa le interrumpió: «Si vuelves…».
   No lo dude señora, serán los primeros en saberlo.

   Pasados unos minutos de lágrimas y alguna risa, María embarcó en el avión que la llevaría de vuelta junto a sus hijos.
   No paraba de pensar en cómo reaccionarían al verla. No le había dicho nada a Manuel para darle una sorpresa, y para no darle tiempo a preparase si se confirmaban sus sospechas de que estaba con otra mujer.
   Trece horas de avión más tarde, otras siete de autobús, si se le podía llamar así comparándolo con los que había frecuentado en Madrid, y otra hora y media de caminata a pie, allí estaba, frente a la entrada de la casa que otrora, quería pensar, había sido un sitio feliz para ella.
   Estaba algo cambiada: pintura, ventanas nuevas y el jardín cuidado como no lo había visto antes. «Mi dinero me ha costado», rió entre dientes.
   Soltó las maletas en la entrada, y mientras caminaba a la puerta de la casa oyó ruido detrás. Al reconocer la voz de Pedro casi se cae al suelo, unos instantes les separaban de un abrazo interminable.
   Dobló la esquina de la casa y allí estaban, sentados en la mesa de madera que antes estaba en la cocina y que ahora formaba parte de un agradable porche.
   Los niños comían y no se percataron de que su madre estaba a tan solo unos metros de ellos. Manuel, que estaba sentado justo enfrente, levantó la vista del plato y se encontró con la mirada fría de su mujer.
   A María no le hizo falta más de un segundo para comprobar que lo que a Manuel le recorrió el rostro no fue alegría, precisamente.
   Este no se levantó de la mesa y, sin decir una palabra, dirigió la vista hacía la puerta que conectaba la cocina con el porche.
   María se percató, pero no dijo nada, el abrazo con sus hijos era lo único que le importaba en ese momento.
   ¡Pedro, soy mamá!

   Pedro miró hacia dónde provenía esa voz, pero no hizo nada, no corrió a estrechar el pecho de su madre, de hecho no movió un músculo hasta que Manuel le dio un golpecito en el brazo que tenía apoyado sobre la mesa y con la mirada le señaló que debía levantarse  de la mesa.
   Pedro anduvo indeciso, avanzó hacia su madre sin saber muy bien cómo comportarse.
   Cuando María tuvo a su hijo cerca, se abalanzó sobre él para estrujarlo y devolverle en un instante todo lo que llevaba guardado en los últimos seis años. Pero fue como abrazar a un saco de plumas, el niño no le devolvió la fuerza con la que ella le abrazaba y se limitaba a mirarla con la inocencia propia de su edad.
   Trescientos besos más tarde, María se dirigió a su pequeña Andrea, iba a abrazarla tan fuerte que no podrían despegarse en un buen rato, pero eso no ocurrió. La niña, al observar lo extraño de la situación, se metió en la casa.
   Unos segundos después la niña salió de nuevo, pero no volvía sola, lo hacía en brazos de una mujer.
   Se agarraba a ella pidiéndole con la mirada que no la soltara.
   La mujer que no pudo ocultar su nerviosismo, bajo a la niña al suelo y le dijo en voz conciliadora: «Ve, corre, es mamá».
   La niña no se movió y María cayó al suelo desplomada. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo y fue entonces cuando Manuel se decidió a levantarse de la mesa.
   Cuando María recuperó la consciencia estaba desnuda. Abrió los ojos sobresaltada y comprobó que estaba sola, metida en la bañera. Miró alrededor mientras sus pensamientos se ponían en orden y fue consciente de que esa ya no era su casa, ni su vida.
   No eran sus azulejos, ni sus cortinas, ni su tocador, nada en esa casa le pertenecía. «Ni siquiera mis hijos» pensó sin fuerzas, apoyando la cabeza de nuevo en la bañera.
   Tras unos minutos se levantó serena, se enroscó una toalla que alguien había dejado allí con tal fin y se puso frente al espejo, observándose con la cara de alguien que ha sobrevivido a un accidente.
   Limpió un poco el vaho con la mano e intentó pensar si todo lo que recordaba había ocurrido de verdad. Miró a su alrededor y solo encontró silencio.
   «Mi pequeña», pensó, «no sabe quién soy, mis hijos tienen otra madre y todo es culpa mía, por mi estúpido orgullo he perdido lo único que le da sentido a mi mierda de vida».
   Sin terminar de hablar consigo misma, abrió el armarito que había tras el espejo. Observó tranquila las baldas y comprobó que casi todo eran productos de mujer. En la parte inferior vio lo que parecía una cuchilla de afeitar, estiró la mano sujetando la toalla con la otra y pensó: «Así es cómo termina todo para mí».
   Dejó caer la toalla al suelo y volvió a meterse en la bañera. El agua ya estaba fría pero ella no sintió nada, rompió con fuerza el cabezal y sacó una de las tres cuchillas que había en su interior.
   Sin pensarlo dos veces, levantó suavemente su brazo izquierdo, y girando la mano puso la muñeca frente a sus ojos. Vio como dos líneas azules sobresalían por encima de su piel, «azules», sonrió irónicamente.
   Asió con fuerza la cuchilla y una vez la hubo puesto sobre su morena piel, apretó y rasgó con fuerza hasta conseguir que la sangre brotara con uniformidad.
   «No duele», pensó, y apoyó de nuevo la cabeza en la bañera. Un leve escalofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se cerraron con una paz que no había sentido nunca, por lo menos no en los últimos seis años.
   «¿Cómo he podido llegar a esto?», pensaba mientras notaba que el pulso abandonaba su cuerpo para siempre. «¿Cómo he…?».
   Pedro, que aún estaba aturdido por lo ocurrido en el porche se levantó del salón y fue sigilosamente a la puerta del baño. Pegó la oreja a la puerta y preocupado por el silencio que provenía del otro lado giró el pomo despacio para no ser descubierto. Abrió una pequeña rendija de la vieja puerta de madera y vio cómo su madre descansaba dentro de la bañera. Confundido, abrió un poco más la puerta y pudo ver cómo un reguero de sangre resbalaba por un costado de la blanca bañera.
   ¡Mamá! gritó mientras corría para ayudar a su madre. ¡Mamá! ¿Qué te pasa? gritaba entre sollozos.


   Unos días después María abrió los ojos en una vieja habitación de hospital.
   Lo primero que vio fue el techo blanco. La luz del sol que entraba por la ventana y un crucifijo que colgaba justo frente a su cama, hicieron el resto para que ella pensara que había muerto.

   ¿Por qué me has abandonado? intentaba decir con el poco aliento que salía por su boca.
   Su hermana, que dormía en un silloncito marrón que había junto a la cama, se despertó sobresaltada al sentir el movimiento en la cama de María.
   Se puso de pie y agarró con fuerza la mano derecha de su maltrecha hermana.
   La próxima vez seré yo quien te mate, ¿me oyes? dijo con una media sonrisa, no te imaginas el susto que nos has dado.

   ¿Qué ha pasado? preguntó con su débil voz María.
   Nada respondió su hermana—, que aún tienes muchas cosas buenas por hacer entre nosotros, no tengas tanta prisa en reunirte con el Señor le susurró dirigiendo la vista hacia el crucifijo.

   Dos semanas después María abandonaba el Hospital de Quito junto a su hermana, que la agarraba del brazo como quien acompaña a una anciana a cruzar la calle.
   Al salir de la habitación, doblaron por el pasillo a la izquierda para bajar la escalera y dirigirse a la puerta de salida.
   Una vez allí, a María le cegó la luz del sol. Alzó su brazo izquierdo todavía vendado y se puso la mano en la frente para evitar el impacto de los rayos en sus ojos. Arrugó la frente y pudo ver la silueta de tres personas que aguardaban frente a la puerta.
   Al verla, Pedro salió corriendo a abrazar a su madre, lo hizo con tanta fuerza que las aún débiles piernas de María casi se doblan. Andrea miró a su padre pidiendo consentimiento, y cuando este asintió, echó también a correr para reunirse con su madre y su hermano.
   Se abrazaron los tres durante un buen rato y se dieron besos de los de verdad, de los que a partir de ese día María les daría todos los días de su vida.
   Tras un rato, los tres se dirigieron hasta donde se encontraba Manuel.
   María, con uno de sus hijos a cada lado, los abrazó con fuerza y siguió su camino observando cómo Manuel miraba hacia abajo avergonzado.
   «¡Tan hombre que eres!», pensó, «y no eres capaz de mirarme a los ojos».


   Tres meses más tarde María, Pedro y Andrea estaban de vuelta en España.
   Gracias a los jefes de María consiguieron empezar una vida mejor, pero esta vez juntos.
   Una vez se hubieron instalado en su pequeño apartamento, María sacó de una caja de cartón un antiguo crucifijo de madera, lo colgó en medio de las dos camas de sus hijos y, con lágrimas en los ojos, pensó: «No volveré a dudar de ti, te lo prometo».


3 comentarios:

  1. Un final inesperado, pero la trama es una historia reconocible en muchas mujeres que deben dejar sus hijos para darles un futuro mejor.

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  2. María es una luchadora, a pesar de su humildad, machismo imperante en su entorno, es capaz de buscar un mejor porvenir para su familia.

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  3. Como decirlo, me hizo sudar en frío ese final, algo raro pero te deja anonadado que el casi morir le devolviera a sus hijos, excelente.

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