—XII—
Suerte científica
Tú veías esto venir, así que no puedes
decir que estés sorprendido. No lo estás. Todo está permeado por una gruesa
capa que te mantiene a una distancia prudente de lo que está pasando, pero que
no elimina el horrible peso en tu estómago. Rebecca, en su nuevo plan de
intentar caerte bien hasta que accedas a volver a hablarle a Néstor, te avisó
antes e incluso puteó a Emilia contigo cuando tú empezaste. Te escondió en el
baño y te pegó en el hombro para que dejaras de comportarte como maricón.
—Pero yo soy maricón.
—No, no, recuerda lo que dijo Jordi
Castell, maricón es el que le pega a una mujer. ¿Le has pegado a alguna mujer?
—He sentido deseos.
Rebecca se ríe. Te dice que tienes mejor
sentido del humor que lo que ella esperaba. No sabes qué esperaba, así que no
estás seguro de si tomarlo como un elogio o no.
Esto es ridículo, te dices. No eres capaz
de salir del baño hasta que toca el timbre, y ahí vas y te sientas lo más lejos
de Giselle posible, que te mira con cierta sorpresa muda e indescriptible.
Adrián, que no sabe leer la atmósfera, te mira con extrañeza mientras que
Raquel prácticamente te desafía con la mirada.
Emilia no mira a nadie, lo que es absurdo.
No vas a poder huir de esto. Es la hora y media más larga de tu vida y no
puedes enfocarte en nada, botas tus lápices a cada rato y tus apuntes no tienen
sentido. Además, tienes ganas de llorar, pero ya lloraste lo suficiente el otro
día en casa de Adrián. Todos en esa sala saben. Quizás hasta el profesor sabe y
es cosa de tiempo para que tus papás se enteren. Oh, su decepción, ya la puedes
imaginar, y a la vez sientes que no se comparara con la de Giselle porque ella
te tenía fe, sabes. Esperaba tu honestidad. Los papás siempre esperan que los
hijos mientan.
No logras huir porque Giselle camina hacia
ti y todo el curso está mirando porque nadie tiene nada mejor qué hacer. Pero
ella tiene piedad de tu alma y solo te dice, con sequedad, vamos juntos.
No sabes a dónde. Igual la sigues.
No te habla mientras caminan sin rumbo
exacto y tú buscas maneras de arreglar esto, pero no las hallas y, al final,
Giselle se da vuelta antes de que se te ocurra la primera palabra. Te sientes
mal por un segundo porque no entiendes cómo es que llegó a esto. Es tan bonita.
Adrián debería haber engañado a Raquel con ella en vez de contigo. Todo habría
sido mucho más fácil.
—¿Tú crees que yo soy hueona?
Tienes la lengua espesa.
—¿Por qué no me dijiste? Onda, ya, me iba
a enojar, pero todo el mundo sabía menos yo, Gaspar, qué mierda.
—No te quería hacer sentir mal —dices porque
era eso. Era compasión mal guiada. Era que tienes la mala costumbre de hacerle
mal a la gente que quieres y quizás es por eso que a la larga nadie te quiere
de verdad.
—¡Puta, ahora me siento mal! No necesito
que me tengas pena, por la cresta.
Espera que hables. Tú no hablas.
—¿Algo más que confesarme, ya que estamos?
Antes de que tenga que llegar alguien más a contarme. Porque al final eso no me
importa. Me molesta que me hayas estado animando pese a que tú y él…
Como que le da asco terminar la oración.
Está bien. A ti igual te da asco.
—No —mientes—. No hay nada más.
—Perfecto.
Y se va. Pero hay algo más, en realidad, y
se te escapa.
—¿Quién te contó? —tienes el descaro de
preguntar antes de que esté muy lejos.
—Néstor —responde sin detenerse ni
girarse. Lo dice con desprecio. Probablemente cree que tú le dijiste a él
cuando la verdad es que todo está fuera de tus manos.
Quizás le debiste haber hecho caso a
Rebecca, piensas, pero no, no, ya habían sido suficientes mentiras. Tu vida es
una mentira muy larga. ¿Qué eres, Gaspar? ¿Eres la buena persona que todos
dicen que ven en ti o eres la sanguijuela que ves cuando miras al espejo?
¿Quién está mintiendo? Porque si vamos por cuestión de caso, eres tú. Pero tus
mentiras nunca han sido malintencionadas, al contrario, pero no sientes que eso
importe.
Néstor le contó y ella le creyó. ¿Por qué
no? Es la verdad. Y Néstor no tenía razones para guardar tus secretos, no
después de lo que le dijiste. No tiene por qué proteger tus mentiras porque eso
es algo que los amigos hacen.
No tienes amigos, Gaspar. Estás solo.
Los días pasan rápido cuando no tienes a
quien hablarle. Está Rebecca, claro, pero sus conversaciones son forzadas y se
disipan rápidamente porque debe tener mejores cosas que soportar tus
pensamientos sombríos. Te gustaría poder dejar de sentirte tan como la mierda,
piensas entre recreos, salir de esto con la frente en alto y unos comentarios
venenosos, pero no eres así. Nunca has sido así. Néstor es el que es así y es
una de esas cosas que jamás te pudo contagiar.
Piensas en ir a su casa, pero te da
náuseas al pensar quizás con qué intenciones le dijo a Giselle aquello. ¿Qué
esperaba que sucediera? Lo único que se te ocurre pensar es que fue su manera
de cobrar venganza por tus palabras porque debe saber lo patético que eres. No
por nada fuiste su perrito faldero por años. Y dicen que ser feliz es la mejor
venganza en estos casos, pero tú no hallas en ti mismo el hacer más que
arrastrar los pies de un lugar a otro.
Hasta hablar con Javier es difícil.
—¿Estás bien? —te pregunta una tarde y tú
lo piensas. Lo piensas mucho.
—Creo que no.
Te toca Last Flowers y tú
no le dices que esa canción te da ganas de llorar porque es la primera que
Néstor se aprendió de memoria hace años, cuando la guitarra era una novedad y
no una extensión de su cuerpo. Giselle estaba ahí, en tu pieza, porque en ese
tiempo todos ustedes eran amigos. Igual le gustaba esa canción. Se sabía la
letra y le salía bonito y por un segundo nada era tan triste como tu cerebro te
empezaba a hacer creer durante esos días.
Quieres echarle la culpa a Néstor, pero no
puedes, así que te la echas a ti mismo porque si nadie es responsable de nada
es porque tú lo debes ser.
El orientador te pregunta,
predeciblemente, cómo te llevas con tu curso. Tú dices la verdad: no te
interesa hablar con la mayor parte de ellos, así que te pregunta por tus
amigos. Últimamente tienes un cuesco de durazno metido en la garganta todo el
tiempo.
—Sé que te llevabas muy bien con Néstor
—dice con cautela, como si Néstor hubiera muerto en algún accidente horrendo.
Tú lo miras en aras de hacerlo sentir incómodo, pero solo logras que te ardan
los ojos en tu afán.
—Pero ya no viene al colegio —respondes lo
obvio. Desvía la mirada. Ganaste. Hay un momento de silencio sobrecogedor.
—Eso es cierto —concede—. ¿Lo echas de
menos?
No vas a responder eso. El orientador te
da el tiempo exacto para digerir la pregunta y luego suspira y te observa con
demasiada atención. Te pone nervioso.
—No quiero que te tomes esto a mal, pero
he escuchado cosas de parte de tus compañeros…
Tu cara se pone roja. Lo puedes sentir,
ardiendo como si tu sangre se hubiera elevado en dos centígrados de golpe.
Esperas el tiro de gracia, el momento en que te dirán que ya llamaron a tus
papás y que en cinco minutos estarán aquí, listos para preguntarte todo sobre
tus actividades sodomitas e indecentes. Casi se te ocurre atestiguar que jamás
hiciste algo que la biblia prohíba expresamente. Solo se tocaron y estás seguro
de que eso no tiene nada de malo.
No dices nada, claro, porque siquiera
aceptar que esto puede estar sucediendo amenaza con darte un aneurisma. Pero
con lo chistosa que es tu vida, Gaspar, estás tan metido en tus pensamientos
que no te percatas cuando la atmósfera cambia, el orientador te mira como
cordero degollado y como si no le pagaran lo suficiente para arreglar este tipo
de cosas, y habla. No lo escuchas la primera vez.
—¿Me puedes mostrar tus brazos, Gaspar?
—¿Qué?
Lo repite y tú casi ríes porque no, no,
no, no, rebobinen, prefieres hablar de Adrián y del asco que te tienes que
esto. Tiemblas en tu asiento y quitas los brazos de encima del escritorio, como
si temieras que el orientador fuera a agarrarte y quitarte el suéter a la
fuerza. Pero no te puedes negar, así que prácticamente lo está haciendo. Si te
niegas, te incriminas, pero si lo muestras, mueres.
Así de sencillo. Morirás de vergüenza. Tu
silla está flotando en el espacio y las orillas de tu visión se borronean un
poco. Te cuesta enfocar. Tus brazos arden.
—¿Gaspar?
Te arremangas en silencio, sin respirar y
sin mirar a ninguna parte. Ruegas morirte ahora mismo, en este milisegundo.
Piensas en algo que decir, algo estúpido y mordaz, pero no sale nada porque tu
cerebro se niega a ir más allá de este momento en que tu existencia se está
agolpando frente a ti, está tocando la puerta de la oficina, pateándola,
dulcemente preguntando Gaspar, ¿ves cómo las cagas?
Y piensas, tontamente, que fue Rebecca
quien le dijo al orientador que hablara contigo.
—¿Va a llamar a mis papás? —preguntas. No
te dice nada—. Porque si lo hace, yo…
¿En serio, Gaspar? ¿En serio vas a
amenazar a un profesor? No importa qué le digas, lo va a hacer. Es su trabajo y
tú eres una molestia. Imaginas si fueras Néstor y tuvieras las bolas para darle
vuelta el escritorio, solo para desquitarte, pero no eres él ni Giselle ni
nadie. Solo eres Gaspar, que se le seca la boca y se le humedecen los ojos.
—No lo voy a hacer nunca más si no les
dice a mis papás —mientes, pero cuando las palabras salen no suenan como
mentiras porque no estás negociando solo con el orientador, sino que también
con el destino. Harás tu cama por el resto de tu vida si todo termina bien.
Rezarás antes de acostarte si las cosas dejan de salirte mal por un segundo—.
No significa nada —agregas porque te está mirando como si fueras un espécimen
imposible de descifrar. Cuál es su problema, se debe estar
preguntando, cómo lo podemos arreglar.
Por favor, por favor, por favor, que
alguien te arregle si eso es lo que los hará felices, serás la persona más
normal del mundo si eso es suficiente, tan solo que esto quede entre estas
cuatro paredes y siga siendo la poca cosa en tu vida que solo depende de ti. Ya
sabes que no. No funciona así porque esto no está bien y algún día acabarás
matándote sin querer y simplemente no es una buena manera de enfrentar la vida,
Gaspar.
Te pregunta el por qué y luego el cuándo
cuando no encuentras como contestar. ¿Cuándo estás triste? Te alzas de hombros.
¿Enojado? Te muerdes los labios. ¿Preocupado?
—No quiero hablar de esto.
Insiste, así que mientes y dices que es
cuando estás triste, pero no le dices que cuando estabas triste tenías también
esta costumbre de ir a la casa de Adrián para sentirte asqueroso contigo mismo
porque era lo único que tapaba la pena, y que como ya no puedes, cuando estás
triste lo que haces es salir a caminar de noche sin rumbo fijo, ya esté
lloviendo o lo que sea. A veces piensas que te gustaría que alguien te hiciera
algo malo.
También dices que lo haces cuando estás
enojado, pero nunca lo has hecho estando molesto, porque cuando te sientes así
lo que haces es explotar contra alguien o dar vuelta los muebles en tu pieza. Y
cuando estás preocupado mandas todo a la mierda y te vas a acostar. Y al final
la cuestión es que no sabes el cuándo ni el por qué. Quizás cuando la vida se
ha sentido vacía por mucho tiempo. Quizás cuando te estás odiando más que de
costumbre.
Te dice que no les dirá a tus papás, pero
tú sabes cuándo te mienten. No podrías ser tan buen mentiroso si no fuera así.
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