La verdad es que esta vez le estaba
costando más de lo normal. «Quizá
ya no estoy para esto», pensó Roberto al
divisar, casi sin aliento, entre la densa niebla, el campo base de aquella
infernal montaña. No era la primera vez que ascendía los Alpes, pero esa
vez las sensaciones no eran las mejores que se podían tener.
Miró a lo lejos y pudo ver como
Víctor, Jorge y los demás entraban en el refugio donde pasarían la noche para,
al día siguiente, intentar la ascensión.
Avanzando con dificultad pensaba en
cómo había comenzado su afición por la montaña, en cómo se habían dejado llevar
por el entusiasmo de Víctor, y en cómo unas simples excursiones de amigos por
las sierras de Madrid habían dado paso a la ascensión de casi todas las
montañas más altas del mundo.
Por fin, casi con la noche encima,
extendió su mano izquierda para abrir aquel bendito refugio y un golpe de calor
en su rostro le devolvió al presente.
Jorge ya estaba ordenando las mochilas
y Víctor se calentaba las manos en la chimenea de aquella acogedora cabaña.
Un poco más al fondo un grupo de holandeses
apuraban un reconfortante café y en la mesa de madera que había al final de la
estancia, dos hombres se concentraban como podían en una amistosa partida de
ajedrez.
Dejó el macuto junto con los de Jorge
y se quitó cuanta ropa pudo para adaptarse al calor de aquel lugar.
Según iba avanzando hacia el perchero,
pensó en que el hombre que estaba de espaldas jugando le resultaba familiar, se
acercó a él y antes de verle siquiera el rostro, el corazón se le aceleró: era
Marcos, su ángel de la guarda.
Le puso la mano izquierda sobre el
hombro y este alzó la vista para ver quién era. Al instante se levantó y ambos se fundieron en un abrazo que dejó con los ojos brillantes
a todos los que conocían su historia.
Cuando Roberto se hubo separado de
Marcos, apenas podía decir una palabra.
—¡Qué bien te veo! —dijo
Marcos mirando a los ojos de su agradecido amigo.
Roberto, por un instante, olvidó
los malos presagios que arrastraba desde que salieron de Barajas y se sentó a
charlar un rato, mientras se recuperaba del esfuerzo.
Víctor, que ya había entrado en calor,
le explicaba la escena a Jorge, que desconocía la relación entre ambos.
—Es Marcos —le decía—, el
ángel del que siempre nos habla. Hace unos once años Roberto tuvo un accidente muy grave, en el que
desgraciadamente perdió a su mujer, y él quedó gravemente herido, se quemó gran
parte del cuerpo y de la cabeza y perdió la movilidad del brazo derecho. El
bombero que le sacó de allí casi sin vida fue Marcos. Casualmente hace unos
tres años, cuando intentamos subir el Everest, nos quedamos atrapados por una
ventisca y, ¿a que no adivinas quién nos rescató con el helicóptero?
Jorge empezaba a entender aquel abrazo
y dijo en tono jocoso: «Entonces no hay de qué
preocuparse».
Ambos siguieron observando la cara
de agradecimiento de Roberto mientras departía con «su brazo derecho».
—¿Has venido por trabajo? —preguntó Roberto mientras miraba la jugada del compañero de partida.
—No —contestó
Marcos—, hemos venido a atacar la pared
oeste.
Roberto, por un instante, respiró hondo, sabía que su amigo era un experto
escalador, pero le pareció demasiado arriesgado teniendo en cuenta sobre todo
el mal tiempo que se habían encontrado, pero no le dijo nada y la conversación
se alargó en la noche.
A la mañana siguiente, los holandeses
madrugaron para adelantarse al mal tiempo y con sus preparativos despertaron al
resto de la cabaña, cosa habitual, por otra parte.
Cuando Roberto se levantó, preparó una
cafetera grande con la intención de invitar a Marcos y su cuadrilla, pero no se
había percatado de que estos ya habían partido hacía una hora.
Acto seguido los holandeses se
despidieron, como era tradición, y solo quedó en la cabaña el silencio y el
espíritu de la montaña, que impregnaba aquellas mohosas paredes.
Roberto comenzó a prepararse, pues
debido a sus limitaciones siempre tardaba más que el resto.
Víctor, que llegaba después de haber
estado un rato fuera, se sentó junto a sus dos compañeros y les dijo que
le parecía mejor que ese día no intentaran ascender, el GPS anunciaba tormenta y
prefería esperar a que las condiciones mejoraran, no era necesario arriesgar
cómo hacía tres años.
Jorge y Roberto estuvieron de acuerdo,
y los tres se relajaron buscando con qué entretenerse toda una jornada.
El día avanzaba, pero el sol no se
dejaba ver con claridad.
Roberto decidió salir fuera a despejar la mente y estirar las piernas, se
abrigó cuanto pudo y pisó la nieve con sus desgastadas botas.
Caminó mirando al encapotado cielo y
tuvo una sensación que le dejó paralizado por un momento. Se quitó los guantes
y notó un pinchazo tremendo en su mano derecha, no podía creerlo.
En once años no había sentido ni el
más leve dolor en esa mano y pensó que debían ser imaginaciones suyas. «Será la falta de oxígeno», pensó.
Volvió sobre sus huellas para
contárselo a Jorge, que estaba sentado en un banco de madera en la puerta de la
cabaña, cuando un lejano ruido le hizo volver la cabeza.
El ruido se acercaba como un tren al
fondo de un túnel y se hacía cada vez más intenso.
Se agarró con fuerza la mano derecha
intentando sentir algo, pero lo único que sintió fue su corazón intentando
salir de su cicatrizado cuerpo.
El helicóptero pasó a baja altura
sobre la cabaña y los tres amigos se miraron temiendo por sus compañeros.
Las cuatro horas siguientes al
estruendo de las aspas fueron eternas. La radio no daba indicios de lo que
había podido pasar y la falta de información hacía mella en el ánimo de los
tres amigos.
Una vez el helicóptero hubo regresado,
los peores presagios se habían cumplido: solo tres de los cinco que formaban el
grupo de Marcos estaban de regreso.
La hipotermia apenas dejaba hablar a
aquellos hombres con el rostro abatido.
Una grieta les había sorprendido y Marcos, junto a su compañero de ajedrez, habían caído sin posibilidad de rescatarlos.
Roberto
no podía creerlo, se apartó un momento de sus compañeros y se sentó dentro del
refugio, en el mismo sitio donde Marcos estaba jugando la que sería su última
partida de ajedrez.
Se quitó los guantes y puso las manos
sobre el abandonado tablero blanquinegro; por un instante sintió que su mano
derecha era capaz de mover una pieza.
Fue solo una ilusión y, en el silencio
de la cabaña, pensó en su mujer: «¡Cuídale
mucho!», dijo besándose el anillo de
casado con lágrimas en los ojos. «Y dile
que me perdone por no haberle avisado. Dile que no he podido devolverle ni una
pizca de todo cuanto le debo y que estoy seguro de que si me salvó la vida
dos veces no fue por casualidad».
El regreso fue en un rotundo silencio,
y en el avión de vuelta, mientras la mirada de Roberto se perdía por la ventana,
pensó que quizá su ángel no debiera haberse caído nunca del cielo.
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