"Mi brazo derecho" - de Sergio Lozano Zarco



   La verdad es que esta vez le estaba costando más de lo normal. «Quizá ya no estoy para esto», pensó Roberto al divisar, casi sin aliento, entre la densa niebla, el campo base de aquella infernal montaña. No era la primera vez que ascendía los Alpes, pero esa vez las sensaciones no eran las mejores que se podían tener.
   Miró a lo lejos y pudo ver como Víctor, Jorge y los demás entraban en el refugio donde pasarían la noche para, al día siguiente, intentar la ascensión.
   Avanzando con dificultad pensaba en cómo había comenzado su afición por la montaña, en cómo se habían dejado llevar por el entusiasmo de Víctor, y en cómo unas simples excursiones de amigos por las sierras de Madrid habían dado paso a la ascensión de casi todas las montañas más altas del mundo.
   Por fin, casi con la noche encima, extendió su mano izquierda para abrir aquel bendito refugio y un golpe de calor en su rostro le devolvió al presente.
   Jorge ya estaba ordenando las mochilas y Víctor se calentaba las manos en la chimenea de aquella acogedora cabaña.
   Un poco más al fondo un grupo de holandeses apuraban un reconfortante café y en la mesa de madera que había al final de la estancia, dos hombres se concentraban como podían en una amistosa partida de ajedrez.
   Dejó el macuto junto con los de Jorge y se quitó cuanta ropa pudo para adaptarse al calor de aquel lugar.
   Según iba avanzando hacia el perchero, pensó en que el hombre que estaba de espaldas jugando le resultaba familiar, se acercó a él y antes de verle siquiera el rostro, el corazón se le aceleró: era Marcos, su ángel de la guarda.
   Le puso la mano izquierda sobre el hombro y este alzó la vista para ver quién era. Al instante se levantó y ambos se fundieron en un abrazo que dejó con los ojos brillantes a todos los que conocían su historia.
   Cuando Roberto se hubo separado de Marcos, apenas podía decir una palabra.

   ¡Qué bien te veo! dijo Marcos mirando a los ojos de su agradecido amigo.
   Roberto, por un instante, olvidó los malos presagios que arrastraba desde que salieron de Barajas y se sentó a charlar un rato, mientras se recuperaba del esfuerzo.
   Víctor, que ya había entrado en calor, le explicaba la escena a Jorge, que desconocía la relación entre ambos.
   Es Marcos le decía, el ángel del que siempre nos habla. Hace unos once años Roberto tuvo un accidente muy grave, en el que desgraciadamente perdió a su mujer, y él quedó gravemente herido, se quemó gran parte del cuerpo y de la cabeza y perdió la movilidad del brazo derecho. El bombero que le sacó de allí casi sin vida fue Marcos. Casualmente hace unos tres años, cuando intentamos subir el Everest, nos quedamos atrapados por una ventisca y, ¿a que no adivinas quién nos rescató con el helicóptero?
   Jorge empezaba a entender aquel abrazo y dijo en tono jocoso: «Entonces no hay de qué preocuparse».

   Ambos siguieron observando la cara de agradecimiento de Roberto mientras departía con «su brazo derecho».
   ¿Has venido por trabajo? preguntó Roberto mientras miraba la jugada del compañero de partida.
   No contestó Marcos, hemos venido a atacar la pared oeste.

   Roberto, por un instante, respiró hondo, sabía que su amigo era un experto escalador, pero le pareció demasiado arriesgado teniendo en cuenta sobre todo el mal tiempo que se habían encontrado, pero no le dijo nada y la conversación se alargó en la noche.
   A la mañana siguiente, los holandeses madrugaron para adelantarse al mal tiempo y con sus preparativos despertaron al resto de la cabaña, cosa habitual, por otra parte.
   Cuando Roberto se levantó, preparó una cafetera grande con la intención de invitar a Marcos y su cuadrilla, pero no se había percatado de que estos ya habían partido  hacía una hora.
   Acto seguido los holandeses  se despidieron, como era tradición, y solo quedó en la cabaña el silencio y el espíritu de la montaña, que impregnaba aquellas mohosas paredes.
   Roberto comenzó a prepararse, pues debido a sus limitaciones siempre tardaba más que el resto.
   Víctor, que llegaba después de haber estado un rato fuera, se sentó junto a sus dos compañeros y les dijo que le parecía mejor que ese día no intentaran ascender, el GPS anunciaba tormenta y prefería esperar a que las condiciones mejoraran, no era necesario arriesgar cómo hacía tres años.
   Jorge y Roberto estuvieron de acuerdo, y los tres se relajaron buscando con qué entretenerse toda una jornada.
   El día avanzaba, pero el sol no se dejaba ver con claridad. 

   Roberto decidió salir fuera a despejar la mente y estirar las piernas, se abrigó cuanto pudo y pisó la nieve con sus desgastadas botas.
   Caminó mirando al encapotado cielo y tuvo una sensación que le dejó paralizado por un momento. Se quitó los guantes y notó un pinchazo tremendo en su mano derecha, no podía creerlo.
   En once años no había sentido ni el más leve dolor en esa mano y pensó que debían ser imaginaciones suyas. «Será la falta de oxígeno», pensó.
   Volvió sobre sus huellas para contárselo a Jorge, que estaba sentado en un banco de madera en la puerta de la cabaña, cuando un lejano ruido le hizo volver la cabeza.
   El ruido se acercaba como un tren al fondo de un túnel y se hacía cada vez más intenso.
   Se agarró con fuerza la mano derecha intentando sentir algo, pero lo único que sintió fue su corazón intentando salir de su cicatrizado cuerpo.
   El helicóptero pasó a baja altura sobre la cabaña y los tres amigos se miraron temiendo por sus compañeros.
   Las cuatro horas siguientes al estruendo de las aspas fueron eternas. La radio no daba indicios de lo que había podido pasar y la falta de información hacía mella en el ánimo de los tres amigos.
   Una vez el helicóptero hubo regresado, los peores presagios se habían cumplido: solo tres de los cinco que formaban el grupo de Marcos estaban de regreso.
   La hipotermia apenas dejaba hablar a aquellos hombres con el rostro abatido.
   Una grieta les había sorprendido y Marcos, junto a su compañero de ajedrez, habían caído sin posibilidad de rescatarlos.
   Roberto no podía creerlo, se apartó un momento de sus compañeros y se sentó dentro del refugio, en el mismo sitio donde Marcos estaba jugando la que sería su última partida de ajedrez.
   Se quitó los guantes y puso las manos sobre el abandonado tablero blanquinegro; por un instante sintió que su mano derecha era capaz de mover una pieza.
   Fue solo una ilusión y, en el silencio de la cabaña, pensó en su mujer: «¡Cuídale mucho!», dijo besándose el anillo de casado con lágrimas en los ojos. «Y dile que me perdone por no haberle avisado. Dile que no he podido devolverle ni una pizca de todo cuanto le debo y que estoy seguro de que si me salvó la vida dos veces no fue por casualidad».
   El regreso fue en un rotundo silencio, y en el avión de vuelta, mientras la mirada de Roberto se perdía por la ventana, pensó que quizá su ángel no debiera haberse caído nunca  del cielo.






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