"Cuestiones idiomáticas" - de Sonia Pericich


Enrique no estaba seguro de ser capaz de cuidar una mascota, de hecho no le agradaban demasiado, pero era lo mínimo que podía hacer para que a su mujer no le pesara tanto el hecho de no poder tener hijos. El psicólogo se lo había recomendado, aunque resultara chocante eso de reemplazar un hijo con un simple animal doméstico.
Cuando se lo comentó a su compañero de oficina, este le sugirió un gato. Dijo que no requerían mucho cuidado, que eran muy limpios y que no comían demasiado, sin contar el hecho de que no eran tan ruidosos como un perro.
Lo llamaron Percival, era gris y de pelo largo, agradable a la vista y al tacto.
En los primeros meses todo se sintió algo forzado. Ambos sabían, sobre todo su mujer, la historia detrás de la llegada de Percival a la familia; sin embargo, poco a poco, la realidad se fue asentando en la casa hasta volverse una rutina segura y medianamente feliz.
Percival era un gato muy activo, y por momentos agresivo, pero más que nada con Enrique. Huía de él y a veces se le quedaba mirando o lo atacaba sin razón aparente. El veterinario sugirió la castración para que se calmara, sin embargo, meses después, Percival seguía inquietándose con la presencia de Enrique. Concertaron varias visitas más al veterinario en aquel tiempo, que derivaban en exámenes donde Percival resultaba hasta premiado por su buena salud. Su mujer pensó al final que quizás el animal sintiera celos de él, pero para Enrique la explicación era más simple: Percival sabía que él no lo quería demasiado.
Cuando se llevaba trabajo a casa y se quedaba largas horas frente a la computadora, lo hacía siempre bajo la atenta y penetrante mirada del animal. Por más que intentara ahuyentarlo, Percival permanecía estático a escasos metros de él. Luego notaron algo más: Percival solo dormía cuando Enrique no estaba en la casa, y durante los fines de semana se volvía más agresivo que de costumbre por la falta de sueño. Lo veían correr de un lado a otro; siempre lo habían visto como un juego, pero a medida que Percival crecía, su actitud se iba pareciendo más a la histeria que a la diversión.
En las noches solía maullar detrás de la puerta de la habitación de Enrique y su mujer durante varios minutos. Suponían que quería dormir con ellos, pero nunca habían llegado a permitírselo porque eventualmente se callaba.
Con Percival en la casa, Enrique tenía una constante sensación de nerviosismo y paranoia, y toda aquella tensión era arrastrada hacia su trabajo a diario.
Cierto día se encerró en el baño, luego de un ataque sorpresa de Percival. Estaba insoportable esa mañana, maullaba horriblemente y se había abalanzado sobre él trepando hasta su cabeza. No llegó a lastimarlo, de hecho no sintió sus garras, pero le pareció demasiado. Con bronca e incertidumbre llenó la bañera mientras se afeitaba; Percival estaba en el pasillo, maullando como si estuviera en celo o a punto de pelear. El veterinario había dicho que esos comportamientos terminarían al castrarlo, pero al parecer Percival era inmune y el odio lo dominaba.
Enrique entró en la bañera, pero antes puso algo de música con su teléfono celular para no oír a Percival detrás de la puerta.
El agua caliente lo relajó bastante y hasta pensó que podría intentar ser un poco más cariñoso con su mascota, a ver si lograban hacer las paces, pero de pronto comenzó a sentir una extraña sensación, como si algo lo tomara por los hombros y lo jalara levemente hacia abajo. Temió estar sufriendo un bajón de presión por la elevada temperatura del agua, y al intentar abrir la canilla de agua fría para nivelarla notó que no podía moverse.
Percival comenzó maullar más fuerte y a rasguñar la puerta.
Enrique quiso llamar a su mujer pero recordó que estaba de compras y que además había cerrado la puerta del baño con llave. La presión en sus hombros se intensificó, no podía evitar hundirse, comenzó a desesperarse. Con apenas movilidad en los dedos, intentó asirse de la cortina de baño, pero nada servía; su cabeza se hundía en el agua y su cuerpo no respondía.
Gritó, pero solo pudo hacerlo una vez antes de que aquella fuerza que lo jalaba lo tomara también por el cuello y lo arrastrara hacia el fondo de la bañera.
Debajo del agua mantenía los ojos abiertos por la desesperación y rogaba que sus músculos reaccionaran para poder salir de allí, pero pronto supo que no lo lograría. Algo reptaba sobre sus piernas, su vientre, hasta finalmente poner su rostro frente al suyo. Era una niña, pálida y de enormes ojos pardos. Sintió sus uñas clavarse en su pecho y vio su rostro regocijarse con su sufrimiento, al tiempo que soltaba todo el aire que le quedaba en un grito sordo y aterrador con el que selló su muerte.
Afuera, Percival comprendió que ya nada podía hacer para proteger a Enrique de aquel malvado ser aferrado a su espalda.




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