HELENA
Llego tarde, con
la rabia que me da. El puñetero tren no tenía otro día para estropearse, encima
en una sola consigna no cabía todo mi equipaje y he tenido que alquilar tres.
Tendría que haberlo cogido ayer, podría haber dormido en un hotel, amanecido hoy
en la ciudad y seguro que tendría otro ánimo. Al final, ni hotel, ni descanso,
ni sitio donde alojarme, ni puntualidad... Voy mejorando.
Todo esto ha sido
un visto y no visto. Ayer mis jefes me hicieron una encerrona. Me propusieron
un traslado con ascenso, la consiguiente subida de sueldo y lo mejor de todo,
trabajar con el hombre más guapo, interesante, atractivo, culto, inaccesible y
mi
amor platónico desde la universidad. Debía decidirme en tres horas, por
supuesto, dije que sí. Solo por trabajar con Santiago me iría a Siberia en
biquini.
Profesionalmente
me viene de perlas. Hay que comenzar un proyecto desde cero, una nueva
sucursal, será mucho trabajo, pero merece la pena. Era casi imposible
rechazarlo y más para una persona que está empezando como yo. Las oportunidades
son escasas.
Nada me ata a mi
ciudad de origen. Sí es cierto que allí está mi familia; cuanto más lejos,
mejor. No tengo ningún problema con ellos, solo me he cansado de ser la niñita
de papá. Son cariñosos y los adoro, sin embargo, quiero convertirme en la
ejecutiva agresiva que sé que puedo ser. Me queda aún mucho por aprender, pero
ahora siento que voy en la buena dirección.
Estoy preparada
para tener mi propia casa, comenzar esta nueva andadura y enfrentarme a los
retos cotidianos, que aunque sean pequeños para mí serán un mundo. También
espero tener algún rato libre para vivir alguna aventura, una de esas con las
que soñaba mientras trabajaba duro para sacar las mejores notas.
Quedan unos
minutos para las ocho de la mañana. He elegido un traje sobrio compuesto de
falda y chaqueta color gris marengo, lo he combinado con una blusa blanca
impoluta, todo ello rematado por mis fantásticos tacones de aguja, esos que
nunca he soportado aunque me hagan unas piernas maravillosas. Las que tenemos
curvas y poca altura nos las tenemos que ingeniar para estirarnos como sea. Hoy
es uno de esos días en los que hay que usarlos.
Por fin, llego a
mi edificio. He ido al baño el tiempo justo para adecentarme un poco. El
conserje, muy amable, me ha entregado una acreditación con mi nombre. ¡Con mi
nombre! Qué nivel. He subido a mi planta y me ha recibido una chica muy guapa
con una sonrisa de oreja a oreja bastante falsa, debe ser la secretaria de
Santiago. Me reprendo mentalmente por llamarlo Santiago, tengo que empezar a
llamarlo señor, no debería tomarme esas confianzas. La chica no para de evaluar
mi físico, me pregunto si estará liada con él, se me tuerce el gesto.
Cuando a Eva le
sale de las narices, finalmente se ha presentado, me indica dónde está mi
despacho. Mientras caminamos por los pasillos, me aclara que los viernes se
trabaja solo hasta mediodía. ¡Bien!, mi felicidad se ve empañada por la actitud
de Eva. He ganado una enemiga y casi sin abrir la boca. Me instalo en el
pequeño despacho, respiro hondo y disfruto de las impresionantes vistas.
Al mirar por la
ventana no puedo evitar recordar que lo primero que hice, cuando me propusieron
este ascenso, fue buscar imágenes de la ciudad. Estuve mucho tiempo curioseando
y todo lo que vi me pareció fantástico, no me importaría establecerme aquí de
forma definitiva. Esta ciudad tiene el tamaño justo, lo suficiente grande como
para tener todos los servicios pero a la vez asequible y manejable. Encima,
¡tiene playa! En cuanto llegue el verano disfrutaré muchísimo de los largos
paseos y de los refrescantes chapuzones.
Abro el portátil
y busco una inmobiliaria. Después de darle dos vueltas a las ofertas determino
que o son muy caras o son muy feas. No me motivan en absoluto. Decido ampliar
el radio de búsqueda y acercarme más a la playa, aunque deba comprar un pequeño
coche o usar el transporte público, quizá, encuentre algo interesante.
El primer
apartamento que aparece en el buscador es precioso, pequeñito pero bien
distribuido. Un espacio abierto que engloba el salón y la cocina, con una mesa
para cuatro que hace las veces de comedor, una habitación de matrimonio y un
baño completo. Sigo pasando las fotos y veo que algunos de los apartamentos
tienen un balcón que da al mar. Forman parte de una especie de comunidad o
patio de vecinos de una sola planta, el cual tiene un amplio patio central
lleno de plantas y muy bien cuidado. Lo mejor, la playa está cerquísima.
Estudio los
transportes públicos y hay una línea de metro que me deja al lado del trabajo y
el tiempo en coche es de unos escasos veinte minutos. Estoy ilusionada. Leo el
nombre del establecimiento: Apartamentos
Fifi, por un momento dudo. Tiene un nombre bastante inusual, parece más
una casa de citas, ¡pero son tan bonitos! Cuando me quiero dar cuenta, estoy
marcando el número de manera inconsciente.
—Buenos días, le
atiende Alicia, ¿en qué puedo ayudarle? —contesta una voz femenina muy amable.
—Buenos días,
estaría interesada en alquilar uno de sus apartamentos —le replico algo
insegura. Esperaba a alguien mayor y debe tener mi edad.
—Sí, claro. ¿Lo
ha visto por la página web? ¿Quiere que le hable de las condiciones o ir a
visitarlos? —me responde solícita y sin dejarme hablar o pensar.
—Bueno, he visto
la distribución por la página, pero no sé si son adecuados para mí. —Me entra
miedo y titubeo.
—Tenemos ahora
una oferta muy buena. Es temporada baja y preferimos que los apartamentos estén
todos ocupados. A la dueña le gusta tener vida por allí, es una señora ya
mayor. Usted sabe cómo son las personas mayores con la compañía. ¿Quedamos para
comer y discutimos los detalles?
—Ehh... Sí, está
bien —respondo al final. No creo que esté mintiendo y aunque lo hiciera, no
pierdo gran cosa por quedar en un lugar público.
Concretamos la
hora y el sitio. Me ha enviado la ubicación de un restaurante que está cerca
del trabajo. Tengo muchas esperanzas puestas en los apartamentos, aunque si
esto no sale bien dispondré de toda la tarde para buscar un lugar alternativo.
Llaman a la
puerta de mi despacho y aparece la cara sonriente de Santiago. Es guapísimo:
madurito pero con buen cuerpo, se intuye un torso delgado y fibroso debajo de
esos impolutos y caros trajes que usa. El que lleva puesto casualmente hace
juego con el mío. Desde hoy va a ser mi mejor y más preferido traje. Lo ha
combinado con una camisa azul cielo y una corbata de un azul un poco más
oscuro. Todo el conjunto es espectacular, esos colores resaltan todavía más si
cabe, sus ojos gris tormenta y su pelo negro regado de canas. Está para
comérselo y lo sabe. Y yo me estoy poniendo en evidencia por hacerle un repaso
completo.
—Buenos días,
Helena —me dice mientras camina hacia mí.
Me pongo de pie
de forma instintiva y camino también hacia él sin decir ni esta boca es mía. Me
ha comido la lengua el gato. Él recorre mi cuerpo con la mirada y sus ojos se
oscurecen. Titubeo.
—Siento no haber
podido venir antes a saludar y darte la bienvenida como mereces. Los viernes
intentamos dejarlo todo listo antes de salir y a veces se complica un poco. —Se
acerca a mí y me planta dos besos en la mejilla, quizá, parándose demasiado.
Una de sus manos se acopla a la curva de mi cadera.
Siento un
escalofrío. ¿Me ha gustado? Como una boba y cegada por tanto despliegue sonrío
y le agradezco sus palabras. Me invita a comer mientras continúa con ese tono
meloso, sin embargo, me disculpo alegando que ya tengo una cita previa. Espero
poder comer con él en breve, pero hoy no es el día. Noto algo de decepción en
su voz, aun así, reafirma mis palabras al decirme que ya tendremos muchas más
oportunidades de conocernos mejor, recalca esto último. Estoy anonadada, creo
que está flirteando conmigo, no me lo puedo creer, ¿será posible que pueda
tenerlo todo?
Entre unas cosas
y otras se ha hecho la hora de comer. Se me ha pasado la mañana volando. No he
parado de darle vueltas a la escenita con mi jefe y a qué habrá querido decir
con lo de conocernos mejor. Ya se verá cómo evoluciona la cosa.
Mientras camino
hacia el restaurante, me doy cuenta de que estoy bastante cansada. El viaje,
los cambios y tantas emociones juntas me están pasando factura. Me paro unos
segundos a comprarme un café para llevar. Sé que no son horas, sin embargo, mi
cuerpo necesita cafeína. Estoy haciendo malabares para andar rápido y sorber de
este maravilloso líquido que está que arde.
Otra vez voy
tarde, odio ser impuntual, creo que el aire de la costa hace estragos en mis
buenos modales.
Camino un poco
más. Ya veo de lejos el restaurante. Justo, me suena el móvil e intento cogerlo
sin dejar de caminar, sin derramar el café y sin quemarme; cuando impacta
contra mí algo enorme que parece de hormigón.
Esto es un
desastre, las cosas del interior de mi bolso han salido despedidas. El café se
ha estampado contra mi impoluta blusa blanca y creo apreciar que mi móvil se ha
desmontado en la caída. Miro a mi alrededor espantada e indignada a partes
iguales e intento localizar el
objeto que ha chocado conmigo haciendo tal estropicio. Cuál es mi sorpresa al
ver a un tipo trajeado con cara de mala leche. No me va a amargar el día, es mi
nuevo mantra. No me paro a mirarlo dos veces. Empieza a mover la boca enfadado,
solo oigo: blablablá, mis oídos están saturados por la rabia. Me agacho para
recoger las cosas de mi bolso a toda pastilla. La blusa no tiene arreglo y el
móvil está por piezas, pero no puedo retrasarme más.
—¿Se puede saber
de qué vas? —me grita.
—¿De qué voy yo?
Me acabas de tirar el café y todas las cosas —le replico enfurecida.
Sigo sin mirarlo
a la cara, la indiferencia es siempre una buena arma. ¿Será posible que los yuppies estos se crean los dueños del
mundo? Miro mi reloj, me quedan exactamente dos minutos para terminar de
recolectar mis cosas, llegar al restaurante, intentar hacer algo con mi blusa y
evitar, así, causar una muy mala impresión; aunque creo que ha quedado directa
para el tinte. Odio a este tipo. No me va a amargar el día.
—¡No se puede ir
por ahí como las locas sin mirar por dónde se camina! —vuelve a gritarme aún
más indignado.
Me levanto,
restituyo el móvil a su forma original en el más estricto silencio y sin mirar
al energúmeno, bastante tengo con el show que está montando, repito mi
nuevo mantra otra vez. Me voy pitando de allí mientras le hago el gesto
internacional que muestra mi disconformidad con sus palabras y actitud.
A lo lejos oigo
como despotrica, pero me importa muy poco. Sonrío por la victoria aunque sea
pírrica y repito una vez más mi mantra.
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