Capítulo I
Vuelve a salir el sol, amanece
como cada día. Un tenue reflejo de luz rojiza lucha por atravesar las gruesas
cortinas.
Este primer rayo, que poco a poco consigue colarse
en la estancia, provoca que un pequeño bulto, acurrucado en una enorme cama de
caoba de la más alta calidad, comience a revolverse bajo las sábanas de seda
bordadas.
―No, por favor, todavía no…
En el momento exacto en que se
disponía a cubrirse la cabeza con la almohada y darse la vuelta, se abrió la
puerta de par en par, dejando como inútil su intento de fingir que aún no había
amanecido.
Era obvio que no podía ignorar lo
evidente. Por mucho que le pesase, había pasado otro día más completo con su
noche.
Y esto que para cualquiera es solo
una obviedad más reiterada en nuestra vida, para este chico significaba que su
vuelta al infierno estaba más cerca.
Las pesadas cortinas, al descorrerse,
emitieron un chirrido que le sacó de su aturdimiento.
―Buenos días, señor. ¿Ha
descansado usted bien?
La misma frase calcada de cada
mañana y a la misma hora exacta. Klaus era el mayordomo de la familia, y el empleado
de la mansión que más años llevaba a su servicio.
Aunque era alemán, llevaba tantos
años en España que hablaba el idioma con mayor corrección que la mayoría de
ciudadanos medios de este país. Era casi cómico ver cómo cumplía todos los
requisitos para ser un nórdico de manual: más de 1,80 de estatura, pelo tan
rubio que parecía albino, ojos azules, espalda ancha y carácter totalmente
militar.
Adoraba al chico, pero
prácticamente nunca se había permitido a sí mismo demostrarlo con ningún gesto
afectivo.
Aprovechaba el día libre, que
tenía todas las semanas, para quedarse en su habitación y revisar cuentas del
mantenimiento de la casa, en vez de salir y divertirse como lo hacían sus compañeros.
A pesar de que jamás se había
establecido formalmente el hecho de que Klaus no era un simple empleado como
los demás, implícitamente esta norma no era discutida por nadie.
Todo el resto de trabajadores sentía
una mezcla de respeto y temor cuando estaba frente a él, y jamás se hacía nada
sin su aprobación. Aquella casa no funcionaría como la maquinaria de un reloj
si no fuese por su presencia y, tal vez precisamente por este hecho y como
conocedor del mismo, el mayordomo no había cogido vacaciones ni se había puesto
un solo día enfermo en los últimos treinta años.
―Buenos días Klaus. La verdad
es que no he dormido demasiado, he vuelto a tener esas horribles pesadillas con
el internado ―mientras decía esto, por fin se aventuraba a sacar tímidamente
los piececillos de la cama.
―Si me permite el consejo,
señor, le recomiendo que no se lo mencione a su padre durante el desayuno. Ya
sabe usted que a él no le gusta verle flaquear ni quejarse. Hoy es el último
día de las vacaciones y no sería una buena idea pasarlo discutiendo.
―Como siempre tienes razón ―dijo
ya en pie con voz resignada, a la vez que dejaba que el mayordomo le ayudara a
ponerse el batín.
Klaus sonrió levemente. Aunque
quería a este muchacho como a un hijo, no podían ser más diferentes. El
carácter del chico era dócil, tremendamente fácil de manejar y, por tanto, también
de convencer de casi cualquier cosa. Era tímido e introvertido. No tenía don de
gentes y, contrariamente a lo que su padre siempre deseó, era un inútil en lo
relativo a relaciones sociales. Se sonrojaba prácticamente por todo y, aunque a
su cerebro llegaban un montón de cosas interesantes para poder participar en diferentes
conversaciones, estas nunca llegaban a salir por su boca.
Su físico tampoco le ayudaba lo
más mínimo. Era un poco más bajo que la media de su edad, delgado y con aspecto
enfermizo. Ni siquiera el tiempo que había pasado este verano en los jardines
había logrado dar un tono más saludable a su tez. A la hora de caminar, siempre
lo hacía algo encorvado, tal vez por su afán de pasar inadvertido.
La práctica continuada de algún
deporte era una de sus grandes batallas perdidas. Aunque había intentado probar
casi todas las disciplinas, en seguida
se fatigaba, y la poca maña que demostraba en casi todas ellas, hacía que se
sintiera aún más avergonzado de sí mismo.
Con el único ejercicio que disfrutaba
era montando a Brook, su caballo. Era el peor de la finca, el más lento y el
más feo.
Como consecuencia de una
enfermedad que había padecido hacía años, se le quedaron algunos músculos
atrofiados, lo cual le daba un aspecto desgarbado y muy poco elegante. Se pensó
incluso en sacrificar al animal, pero ante la insistencia de Fran en que no lo
hicieran y, sobre todo, ante la promesa que su padre le obligó a hacer de que
lo montaría todos los días que estuviese en casa, al menos durante una hora,
lograron salvar la vida al maltrecho caballo.
Cuando el chico cabalgaba, era el
único momento del día en que se sentía libre, su única oportunidad diaria de
ser él mismo. Por un momento, podía olvidarse de intentar no defraudar a nadie.
Le gustaba reclinarse sobre él y hablarle cerca de la oreja. Se sentía
plenamente identificado con Brook, y cuando lo veía entrar en las caballerizas
con todos los demás caballos, tan sanos y elegantes, podía verse a sí mismo caminando
por el pasillo central del Internado Santiago Bárdeñas para chicos.
Un lugar perfecto para que un
muchacho de su perfil se convirtiera en el blanco fácil de todas las burlas de
mimados ricachones adolescentes, con una desmesurada autoestima y una moral,
cuando menos, cuestionable.
Tampoco los profesores parecían
apiadarse de él, repitiéndole en público frases humillantes que aún retumbaban
en su cabeza…“alumnos como tú dañan la imagen del internado”… “si no te ves
capaz de seguirnos el ritmo, tal vez encajarías mejor en el centro de enseñanza
para chicas de ahí enfrente”.
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