AWEN. Viajeros de la noche - Capítulo II


Capítulo II


Por fin, disimulando su mala gana, se decidió a bajar a desayunar al comedor principal con su padre. Sabía perfectamente lo que este odiaba la impuntualidad, y lo último que le apetecía era empezar con reproches un día que prometía ser complicado para él.
Dejó que Klaus le abriera la doble y pesada puerta. Allí estaba, esperándole como cada mañana con gesto rígido, algo más que frecuente en el Conde de Verganza, Don Rodrigo Calatrava de Baeza.
Buenos días Francisco, nuevamente me has hecho esperar. No entiendo cómo puedes ser hijo mío y mostrar constantemente esta indisciplina.
Durante un breve segundo, como una ráfaga casi inadvertible, Klaus y el chico cruzaron una mirada cómplice; el mayordomo
tratando de ofrecerle un apoyo mudo, y Fran buscando la protección de un amigo.
Don Rodrigo sabía perfectamente que su hijo aborrecía que le llamaran Francisco, pero, desde hacía dos años, cuando había ocurrido la desgracia, no había vuelto a referirse a él por su diminutivo.
Esta insostenible situación familiar no siempre había sido así, aunque suponía un gran esfuerzo tratar de recordar tiempos mejores, que parecían ya tremendamente lejanos en el tiempo. 
Don Rodrigo, de joven, era un muchacho despierto, atractivo, con infinidad de inquietudes y con una elevada conciencia social. Aunque procedía de una cuna de inmejorable nivel, siempre estaba preocupado por aquellos que disponían de escasos medios.
Fue precisamente durante unas Navidades, concretamente en la tarde previa a la gran cena de Nochebuena que organizaban anualmente sus padres, cuando optó por pasarse por el comedor social que habían dispuesto las monjas del Convento de Nuestro Señor Misericordioso. 
A pesar de que ninguno de sus amigos, todos procedentes de estirpes de las más altas esferas sociales y económicas, comprendían lo que ellos denominaban un pasatiempo absurdo y una total pérdida de tiempo, Rodrigo tenía una personalidad lo suficientemente marcada como para desoír cualquier tipo de comentario jocoso, e invertir su tiempo libre en aquello que consideraba oportuno y, ante todo, justo.
Fue en aquellas horas previas a la Nochebuena, en el gélido comedor que habían dispuesto las religiosas, donde su vida cambió para siempre. En cuanto vio a Anna, supo que era distinta a todas aquellas mujeres que había conocido en su vida, tan entregada a su labor de auxiliar a los demás, tan desinteresada y tan increíblemente bella. Pocas horas después de ese primer encuentro, ya charlaban amigablemente, como si ambos se conocieran de tiempo atrás, mientras al unísono llenaban los platos vacíos de los hambrientos vagabundos. Tras ese día, ya apenas volvieron a separarse.  
Buscaban tiempo donde no lo había para pasear juntos y dialogar tardes enteras, solucionando problemas del mundo en un planeta idílico que comenzaban a crear a su alrededor.
Pese a las primeras reticencias de la familia de Rodrigo por la inferior clase social de Anna, unos meses más tarde se convertían en marido y mujer, pasando a disfrutar juntos de los mejores once años de sus vidas. Ella no tardó en quedarse en estado y, con el nacimiento del pequeño Fran (así le gustaba llamarle), parecía que ya no quedaba ni un pequeño hueco en sus corazones para más felicidad.
La siguiente década fue todo armonía y complicidad entre este triángulo familiar, que se convirtió en un bloque indisoluble en el que todos cuidaban los unos de los otros. 
La mansión de los Condes de Verganza (título nobiliario que adquirieron al casarse) pasó a ser en poco tiempo la más famosa y envidiada de la zona. Organizaban las mejores y más espectaculares fiestas, eso sí, siempre benéficas, manteniéndose fieles a sus principios, aquellos que les unieron. 
El niño, tal vez sobreprotegido por sus progenitores, fue convirtiéndose en un muchacho algo tímido y enfermizo.
Este hecho no preocupaba lo más mínimo a su madre, quien incluso bromeaba a menudo con su marido, diciendo que tenían que aprender a no hablar más de la cuenta en algunas situaciones, al igual que lo hacía el chico.
Pero toda esta felicidad era demasiada para poder durar eternamente.  
Una fría mañana de invierno en la que la familia había acordado madrugar para poder jugar con la nieve, antes de que
Fran tuviera que acudir a sus clases en el colegio privado de la ciudad en el que estudiaba, Anna no llegó a despertarse.
Rodrigo, totalmente desquiciado, hizo todo lo que estuvo en su mano, trató de reanimarla por todos los medios y llamó inmediatamente a los mejores médicos de la ciudad, pero todo fue inútil. Ya nunca más volvió a abrir los ojos, ni a besar a su marido, ni a jugar con su hijo. La única explicación que les facilitó el forense, fue que había muerto de un repentino derrame cerebral y que no podía haberse previsto ni evitado. 
Esto no calmó a Rodrigo, que quedó absolutamente destrozado y sumido en una profunda depresión. Parecía rechazar incluso a su propio hijo, como si la simple imagen de este le produjese aún más dolor.
El niño era demasiado joven para poder afrontarlo sólo, sin la ayuda del único pilar que quedaba en su vida, sin las explicaciones pertinentes, sin un abrazo, sin poder llorar en el hombro de nadie.
Aunque Klaus estuvo más pendiente del muchacho que nunca, esto no era suficiente, no era a él a quien necesitaba a su lado. Así, Fran fue refugiándose cada vez más en sí mismo, en su interior, convirtiendo esa pequeña timidez que tanta gracia hacía su madre, en algo casi patológico.
 
Al cabo de los meses, cuando Rodrigo se volvió a sentir con fuerzas para enfrentarse al mundo, lo hizo convertido en
Don Rodrigo, un ser distante y frío con una coraza de indiferencia hacia todo el mundo, incluso hacia su propio hijo, un hombre poco solidario y nada comprensivo, que quedaba muy lejos de la persona amable y maravillosa de la que Anna se había enamorado.
El límite de la mezquindad lo alcanzó cuando, en un cobarde intento de apartar el sufrimiento de sí mismo, decidió enviar a su pequeño a un colegio interno en el otro extremo del país, escudándose en que al carecer de la imagen materna en casa, la educación en el hogar sería deficiente e incompleta, y que lo hacía por el bien del menor.
Exactamente ese día fue cuando comenzó el tormento de Fran y empezó a degenerar la relación familiar en la finca, hasta el punto de convertirse en la lamentable estampa de esa mañana a la hora del desayuno. 



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