"Adoquines de papel" - Capítulo 1



CAPITULO 1


La lluvia no daba tregua aquella fría mañana; el día estaba gris y lo acompañaba el inclemente viento. Ana María se resguardaba en la vieja caseta de tintos donde “doña Josefina”, dueña y tendera, que siempre al salir de turno le ofrecía uno a cambio de unos minutos de compañía. Todo indicaba que aquella mañana la charla debería extenderse por un rato más; en aquel punto de la ciudad los taxis no se acercan, e ir en busca de uno implica una caminata de más de 20 minutos a buen paso. Ana María no tiene problema alguno en refugiarse allí mientras bebe y fuma un cigarrillo. La noche ha sido "generosa" en muchos aspectos y ella debe dar gracias por ello. 

Son las 6:37 de la mañana, su hija, María Camila, una hermosa niña de 16 años que
a esas alturas de la mañana debe estar alistándose para ir al colegio, es el motor que mueve su vida. Por la condición del trabajo, la joven vive con su abuela; todos los días sin excepción, Ana María visita a su hija después de clases. Le ayuda con las tareas, entabla conversaciones con ella, la lleva a comer un helado o cualquier otra cosa, y entrada la noche, la deja en su cama con profundo dolor, y reinicia su labor en las frías calles. Ana María es prostituta desde hace más de 20 años; su hija, producto de una violación, es quizá lo único que realmente ha valido la pena en su vida. Cada cliente que llega a su encuentro es peor que el anterior. Muchos de ellos son borrachos y drogadictos, con olores y sabores realmente desagradables, indolentes e indiferentes ante la mujer que tienen en frente, y en muchos casos agresivos e irascibles que buscan con quién desahogar su ira y frustración. 
No existe noche en la que la mujer no ruegue al cielo e implore que pueda sobrevivir al siguiente día. No por ella, sino por la vida que lleva a cuestas y que es lo único que la motiva. Las calles no son sólo frías y peligrosas; son injustas y a diario se ríen de aquellos que las usan para sobrevivir. Ana María cobra escasos 15 dólares, y esa exigua e irrisoria suma le da cabida a todo tipo de ultrajes y vejámenes. La primera vez que aquella mujer tuvo que vender su cuerpo por dinero, sintió como su alma se escapaba de sí misma; de los incontables hombres y mujeres que han pasado por sus muslos el primero de ellos jamás lo podrá olvidar. 
Ella, con escasos 17 años, fue vendida por su propio padre como carne a uno de sus jefes. Ese miércoles, ese maldito miércoles, llegó de estudiar como todos los días, y en la sala de su casa se encontraba su “amado” padre junto con un tipo de edad similar, regordete hasta el límite, calvo y con una barba canosa que le llegaba al cuello. «¡Hola papá!» La inocente niña no tenía modo de saber que aquel saludo no solo no sería respondido, sino que sería la ante sala de su mayor desgracia. 

—Saluda al señor Calixto —. La voz del padre era gruesa y algo tosca. 

Ana María obedeció, y el viejo se levantó cómo pudo del sofá, la saludó con una sonrisa enorme y con unos ojos depravados que la inspeccionaron de arriba abajo. Ana María sintió la incomodidad de inmediato, pero miedo no. 
¿Por qué habría de tener miedo? Su padre estaba allí para defenderla, dado el caso. Ana María dio un paso atrás e hizo ademán de irse a su cuarto. Pero su padre le negó aquella opción. En ese momento sí sintió miedo, los ojos de su padre la miraban fijamente; pero algo no era normal, ella lo sentía en lo profundo de su ser, lo sentía en el ambiente también. «¿Jorge, no tienes que ir por algo de comer?» El que habló fue el tipo regordete que se hallaba a espaldas de los dos. El padre de Ana María dio media vuelta y se alejó rápidamente dejándola allí sola con el hombre. La chica comenzó a llorar, y aunque intento escapar, su intención fue sofocada rápidamente. Su victimario era mucho más fuerte y agresivo; la tomó por la espalda, le tapó la boca, la tiró boca abajo contra el sofá, le levantó la falda del colegio, le rasgó la ropa interior, y sin ningún reparo o compasión, la hizo suya sin posibilidad de defenderse. Mientras lo hacía, toda su vida cruzó ante ella; algún tiempo atrás, se le dio a elegir entre ambos padres, y mamá siempre fue una “cantaletosa” mujer, que no hacía más que quejarse en voz alta todo el tiempo. Mientras que su padre, su amado padre, siempre la consintió y la ayudó con las cosas diarias propias de los niños. Al separarse, a Ana María no le costó mucho decidirse con quién quedarse. Mamá se marchó lejos, y de ella solo sabía a través de una fría y corta llamada que hacía semanalmente. La chica lloró allí, sintió como su piel y carne se desgarró, escuchó los gemidos de placer del hombre regordete que la tenía allí postrada a su voluntad, y por primera vez, sin entender aún la naturaleza de tal acción, anheló tener a mamá cerca para que le ayudara. 
Cuando aquel hombre hubo terminado, se echó a un lado satisfecho, con una gran sonrisa en su sudado y macizo rostro. Tenía el pantalón en los tobillos, y no se molestó en subírselo pronto. La joven Ana María se quedó allí, boca abajo llorando inconsolable, y mientras tanto su victimario le acariciaba la espalda baja sin remordimiento alguno. Minutos más tarde se levantó, se subió el pantalón, y le esbozó al oído un "gracias niña", la dejó allí, tendida con su miseria. 

No fue sino al caer la noche, que su “amado padre" llegó; no tuvo el valor de darle la cara, y aunque la chica intentó confrontarlo, este la evadió a gritos y se encerró en su cuarto. Los siguientes días se hicieron aún más tediosos. No veía a su padre, y siempre llegaba a casa con temor de volver a repetir aquella escena. Lloraba cada noche, y su rendimiento en el colegio decayó totalmente. Dejó de alimentarse bien, y se aisló de sus compañeros y amigos. La vida se hizo un infierno, uno que no merecía. En una de esas tediosas noches, donde no podía dormir, se levantó al baño, y allí escuchó a su padre hablar por teléfono. 

—Puede pasar mañana a la hora que desee. 

Esas palabras llenaron de terror a la pobre chica, quien sin detenerse a meditar en lo que querría decir exactamente solo pensó en... Lo hará de nuevo. 
Subió a toda prisa, tomó su teléfono celular, empacó algo de ropa, y se llevó el poco dinero que poseía en ese momento. Salió de inmediato por la ventana y corrió lo más rápido que pudo. 
Se detuvo en el parque del vecindario. Tomó tanto aire como le fue posible, miró por última vez aquella casa y continuo sin un rumbo fijo. 
¿A dónde iría? 
¿Qué opciones tenía? 
Solo era una niña asustada, una a la que la vida le había jugado una terrible pasada. Pensó en ir a una estación de policía, pero sabía de sobra que la devolverían a casa, y allí no podía darse el lujo de volver. Ana María poco a poco descubrió, y de mala manera, que las calles son un mundo totalmente aparte, lúgubre y peligroso. Con el poco dinero que tenía se dirigió a una posada de mala reputación, donde la recepcionista la miró con desconfianza, la llenó de preguntas, y al final aceptó darle un cuarto para pasar la noche. El sitio era realmente horroroso. Olía a alcohol, a drogas, a polvo, y la tenue luz que llegaba,le daba un aspecto grotesco. Tal y como lo imaginó, el cuarto era aún peor, y aquella noche la pasó en vela en medio de pulgas y gemidos de los cuartos contiguos. 

Pero el tiempo había pasado, y 20 años después, aquel hotel se había convertido en su lugar predilecto para llevar a sus "prestigiosos clientes" y allí ser parte del insaciable ritual de carne. Con frecuencia, Ana María observa a detalle los rostros y expresiones de los sujetos con los que comparte algunos instantes. Son seres vacíos, casi tan vacíos como ella; por ley ninguno de ellos puede acceder a su boca; con su cuerpo pueden hacer lo que deseen, pero sus labios jamás pueden ser tocados. De hecho, hace muchísimo tiempo que aquella mujer no conoce el suave y dulce néctar de un beso cálido y amoroso. Cada cliente es un dejavú que parece no tener fin. Llegan, ella paga el alquiler del lugar por minutos, se encierran en cualquier cuarto asignado, y ninguno sin excepción, da espera a sus deseos primitivos. No usa ropa interior, es innecesaria, y a nadie le interesa lo que lleva puesto, lo único que quieren de ella está en medio de sus muslos, así que ella sabe de sobra qué es lo que le espera. 
Su sentido del olfato se ha hecho tan agudo, que solo con hablar detecta qué tipo de cigarrillo fuma, qué clase de alcohol ingiere, o qué colonia barata lleva. 
Algunos son tan desagradables que se ha sentido tentada a negarles el servicio. Pero es "vieja zorra" en el ámbito, y negar un servicio en medio de adoquines y paredes solitarias puede significar la muerte. No hay elección, todos los tipos de clientes son tolerables en las calles de la miseria y la depravación. En muchos casos lo mejor es dejar que la mente vuele hacia mejores deseos mientras la carne se corrompe en medio de dolor, asco y resignación. Cuando esto ocurre, Ana María piensa en su hermosa hija. La imagina yendo a la universidad, graduándose con honores, siendo una prestigiosa doctora, siempre la imagina así, con bata blanca, con una pequeña plaqueta de aluminio que dice "Doctora Rodríguez", la imagina viajando, conociendo el mar que jamás ella ha conocido, escalando montañas que solo ha visto por televisión, comprando en lugares de en sueño, y sobre todas las cosas, la imagina sonriendo feliz con lo que ha logrado. Ese pensamiento algunas veces le saca una sonrisa; sonrisa que en más de una ocasión algún cliente ha confundido con placer, y lo ha motivado a darle rienda suelta a sus irrisorias perversiones. Por costumbre Ana María fuma un cigarrillo entre cliente y cliente. La acera solitaria se ofrece como silla, y allí, en medio de compañeras de trabajo, personas que pululan expectantes, proxenetas, jibaros, drogadictos, y demás gente propia del lugar, se pone a pensar en la vida que llevan todos y cada uno de ellos, en cómo viven o comen. 
«¿Acaso soy diferente a ellos?» Esa pregunta siempre la sobresalta, la llena de miedo, de frustración y de mucha rabia. 

Después de que huyó de su casa, Ana María pasó un largo tiempo viviendo a escondidas en su propio hogar. Esperaba a que su padre se marchara a trabajar y aprovechaba esa ausencia para entrar, bañarse, comer, y robar algo de dinero si le era posible. Como era de esperarse, el depravado y despreocupado padre lo único que hizo por buscar a su "amada hija" fue poner el denuncio ante las autoridades competentes, y eso por mero protocolo y obligación. No acudió a los medios, ni llenó los postes con fotos y letreros de "se busca", nada, ni un maldito esfuerzo hizo por buscarla. En cambio cuando su madre se enteró de lo ocurrido, hizo hasta lo imposible por hallarla, y fue ahí donde Ana tomó la decisión de no regresar a escondidas a su casa. No quería ver a nadie, temía que su madre se pusiera de lado de su padre y no le creyera nada de lo que contara. Huyó hacia las frías calles que se hicieron su hogar, y desde entonces han sido su cruz y su bendición. La primera semana fue tan tormentosa que Ana María estuvo a punto de quitarse la vida; aquellas frías calles le dieron la bienvenida con un abuso por parte de tres "hombres" que amablemente se ofrecieron a ayudarla, y que para colmo la golpearon sin razón aparente ya que no ofreció resistencia ante la situación. Allí, en medio de la lluvia, maltratada y abusada, tomó una botella vacía, la rompió contra el andén, y decidió cortarse las venas. El arma cortopulzante, entró en la muñeca de la mano izquierda como lo hace un cuchillo en la mantequilla. Sintió un fuerte punzón, y la sangre manchó el lugar con ese carmesí caliente que brotaba silencioso y lento. La herida fue tan profunda que rasgó piel, carne, nervios, venas y tendones. Al intentar tomar el pedazo de vidrio para repetir la acción en la otra mano, los dedos no le respondieron a estímulos; la mano le temblaba, intentaba cerrar los dedos pero era un vacuo intento. Pasó un buen tiempo intentando agarrarlo, pero fue en vano. Poco a poco sintió los efectos de la herida, la sangre emanó en cantidades menores, y el frío recaía sobre la vena abierta haciéndole ver que aún seguía en el mundo de los vivos. 
En vista de que todo intento de lastimarse la otra muñeca era fútil, optó por recostarse allí, en medio de la basura, la orina y la indiferencia de las personas, quienes al pasar a su lado no mostraban un atisbo de compasión por la chica, cerró sus ojos en espera de la muerte, pero lamentablemente para ella su tiempo en esta tierra no había terminado. Se desmayó a causa de la pérdida de sangre, y al despertar se halló en una austera habitación, cuyas cortinas color amarillo no dejaban filtrar mucha luz. Vio la venda en su mano, y de inmediato el dolor y los recuerdos llegaron inconscientemente. Su colchón estaba duro; Ana María sentía las tablas de la cama en su espalda, una mesa de noche con una lámpara que alumbraba en rojo, y un cuadro de un paisaje, era todo lo que componía aquel lugar. Se levantó de allí, y al ponerse en pie su cabeza dio vueltas y por poco se desmaya de nuevo. Se sentó al borde de la cama, tomó algo de aire, y se quedó allí, intentando recuperar fuerzas. No comprendía qué había ocurrido; sus recuerdos de cómo había llegado allí eran más que borrosos y distantes. Cuando por fin pudo salir de aquella habitación, se halló en una casona vieja habitada por solo mujeres. No hizo falta una explicación lógica para el sitio, la joven Ana María sabía de sobra que estaba en un burdel, o casa de citas que llaman otros. En aquella casa la joven iniciaría su vida como prostituta, donde la vieja y pervertida Rosaura, la instruiría en el arte de dar placer a los demás. 

—Por fin ha dejado de llover —. Ana María mira al cielo despejarse y darle paso a los primeros rayos del sol y se alegra de que así sea. Bebe con parsimonia el tinto ofrecido, y fuma un cigarrillo demás. 

—¿Qué harás hoy mijita?— La pregunta de la dueña y administradora de la caseta, parece una pregunta retórica, pero Ana María contesta como siempre.

—Dormiré un rato, y luego en la tarde iré a visitar a mi hija. 

—Ya está muy grande —repite la señora mientras atiende a dos celadores que también seguramente acaban de terminar su jornada laboral.

—Si —responde ella, ignorando las miradas de deseo de aquellos hombres. Después se despide afablemente y comienza a caminar lentamente por las calles. Su falda corta y brillante, junto con los tacones altos, hacen resaltar la hermosa figura que a pesar del paso del tiempo conserva. A simple vista, y si no fuera por la calle de dónde la ven venir, nadie en absoluto pensaría que aquella bella chica es prostituta. Pero al llegar a la avenida principal las cosas son totalmente distintas; el pulular de gente, los vehículos, bicicletas, almacenes de ropa, y restaurantes hacen que su profesión se quede atrás, ahora es una persona más, una chica que va rumbo a cualquier lugar, las miradas de deseo se tornan tímidas, nadie intenta comprarla por algunos minutos, en absoluto a nadie le interesa... Lo mismo ocurre en las noches. 

Toma un taxi en la apodada "avenida de los pericos", llamada así por el exceso de vendedores ambulantes cuyo recurso principal de sustento es el famoso café con leche, o perico para los residentes del lugar. El tráfico avanza lentamente y el chófer, una mujer de cuarenta y tantos años, de inmediato infiere la profesión de Ana María. Puede que vaya maquillada, pero el olor a cigarrillo y a alcohol la delata de golpe. La mujer trata de ignorar todo aquello y llevarla lo más pronto posible, Ana María sabe que cuando eso ocurre, lo mejor es no intentar entablar conversación con el conductor, o de lo contrario puede terminar siendo bajada del vehículo, como otras tantas veces le ha ocurrido. La casa donde reside es relativamente cerca; si decidiera ir a pie tardaría poco más de una hora, pero en ocasiones, en muchas ocasiones, tal deseo no es grato, así que toma un taxi porque el transporte público no lo soporta. En un día normal tarda en llegar 20 minutos hasta su hogar, otros días algo más de 40. Sea como sea, siempre es mejor que ir caminando después de una larga y agotadora jornada. Son las 7:30, de la mañana, su viaje como de costumbre costó en promedio 6 dólares; más o menos la mitad de lo que paga un cliente. Entra a su cuarto, cuya atmósfera cálida y limpia llena de regocijo el alma, se prepara un tinto, se lo bebe después de tomar una merecida ducha, cierra las cortinas, pone la alarma para que suene a la 1:30, y se funde de inmediato en sus sueños. Por fortuna para la bella mujer, el sitio de residencia es tranquilo y silencioso. Dormirá pocas horas, pero en este caso es la calidad y no la cantidad lo que cuenta. Serán horas suficientes para aguantar otra noche de trabajo duro.


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