"Adoquines de papel" - Capítulo 2



CAPITULO 2



Hay días en que el sueño simplemente no llega. Otras veces es un constante duermevela que la impacienta de sobremanera. Ana María se levanta lentamente de su cama, pone a calentar en una vieja olla algo de café a fuego lento, y de inmediato se ducha. Siempre ha llegado de inmediato a bañarse, siempre lo ha hecho después de tomar algo de "descanso" y es quizá el momento más largo y feliz que tiene en aquella casa. Sentir el agua fría recorrer su esbelto cuerpo, es para ella el equivalente a borrar las huellas y las marcas que deja cada noche de trabajo. Friega su cuerpo con una estopa impregnada de jabón líquido, aromatizante, y aceites corporales. Es tan cuidadosa, que tomar la ducha a veces se extiende por más de una hora, y al salir encuentra la olla de café vacía a fuego lento. Se peina su hermosa cabellera, se pone unos pantalones ajustados con una camiseta corta que resalta su
hermosa cintura y su busto, toma el dinero ganado el día anterior, lo cuenta, y aparta siempre el 60% de lo obtenido y lo hecha a su bolso. 
Recoge sus llaves y sale esplendorosa de nuevo a la calle. El panorama a media tarde es muy diferente. El sol no calienta muy fuerte, y el ruido de la ciudad parece que estuviese dormido a esa hora. Camina como cualquier otra mujer entre las casas y calles del lugar; algunos perros callejeros toman una siesta, los restaurantes casi vacíos, en los semáforos personas vendiendo películas piratas, ofreciendo volantes, bebidas de dudosa procedencia, comida en estado "aceptable", ladrones al acecho, y limosneros en algunos lugares. En ese momento, ella es parte del otro grupo de personas, es parte del montón, de la indiferencia, del cinismo, y de la ignorancia que prevalece en muchas ciudades del mundo. No le importa el sujeto que canta y toca guitarra por algunas monedas, ni el maldito mimo del semáforo de la avenida principal, ni mucho menos la señora postrada a orillas de la “calle Libertad”. En ese momento solo es ella con su primer objetivo; llega al banco, entra, hace la fila como cualquier ciudadano, y mientras lo hace, observa a detalle a todas las personas que le es posible: mira al cajero obeso, el cual siempre tiene el rostro brillante y sudoroso, a la cajera de gafas moradas, cuya actitud al atender no solo es ofensiva, sino que deja ver la forma en que menosprecia a los demás, al celador que pasea lentamente por el lugar, viendo con Morbo a todas las mujeres que entran y salen de allí, a los clientes que esperan desesperados en la fila, imposibilitados para sacar sus Smartphone, ya que por regla general del banco está prohibido el uso de celulares o cualquier otro tipo de elemento de comunicación. También observa a los asesores de ventas, los cuales paradójicamente son amables y atentos. Cuando es su momento de llegar a la caja, solo ruega para que sea el tipo obeso y sudoroso quien la atienda, y no la zorra barata y déspota de al lado. En nueve de diez casos, le toca la zorra, así que cuando está de suerte, agradece con una enorme sonrisa el ser atendida por aquel sujeto. 
Desde hace más de quince años, sin falta, cada día de su vida, ha entrado al mismo banco y consigna en una cuenta el porcentaje destinado al futuro de su hija. Ha sido una labor dura, pues para lograr eso ha tenido que privarse de cientos de cosas, pero lo hace de corazón. Aquel deseo de ahorrar para su hija nació un 26 de octubre, quince años atrás, cuando por azares de la vida tuvo que presenciar como su compañera de trabajo de aquel entonces moría a manos de uno de sus clientes; esa noche, en aquel burdel un hombre de estatura mediana se obsesionó con Carmencita, una mujer de 35 años, quien también fuera su instructora en todo el arte de dar placer. El hombre llegó, pagó por ella, y después bajó al bar a beber en la barra. Nadie en aquel momento hubiera imaginado que la tragedia estaba a punto de tocar a sus puertas. Cerca de las dos de la mañana, y justo cuando más demanda de trabajo había, Carmencita bajó de las escaleras ebria abrazada con un corpulento militar, se sentaron en una mesa discreta, y entre risas, besos y bebidas, pasaban el tiempo. El otro hombre observó detenidamente la escena, y sin razón ni previo aviso desenfundó su revólver y lo descargó contra Carmencita y su acompañante. La mujer dejó un niño de ocho años a merced de las calles. Cinco años después aquel niño murió de siete puñaladas por deudas de droga. 
Ese día algo cambió dentro de Ana María; quizá ver aquella escena le hizo ver las cosas de manera distinta. Sin importar qué ocurriera, contra viento y marea, a su adorada María Camila no le esperaría un final tan sombrío. 
No es su día de suerte, le tocó la zorra déspota, cuyas ínfulas de grandeza le impiden responder un saludo o mirar a sus clientes a los ojos. Ana María saluda como siempre, pone el dinero en el mostrador y espera su recibo. La cuantiosa suma ha ido creciendo día a día, y dentro de poco será suficiente para que su hija tenga un hogar propio y educación de calidad en alguna prestigiosa universidad. Se despide con un "muy amable" seco y en voz baja, que hace eco en los oídos de la cajera. Sale de allí, y de inmediato se dirige a en busca de su hija. 

María Camila ha vivido con su abuela casi toda su vida. Ana María ha tenido que esforzarse demasiado para que la niña la quiera y la respete como lo que es. Normalmente en situaciones así, hay que ser cautelosos y comprensivos, pues la abuela es quien prácticamente pasa todo el tiempo con ella, es quien da consejos, es quien la ha visto reír y llorar, la que guía y la que cuida de ella. Ana María ha aceptado ese hecho, y se conforma con un segundo lugar en su corazón. Hasta hace menos de un año, la niña comenzó a llamarla mamá. Aquel título siempre estuvo dado a su abuela, así que cuando lo oyó no pudo contener las lágrimas. Al llegar allí, como si se tratase de un dejavú, siempre la encuentra almorzando. Se ve tan hermosa y llena de vida, con aquel uniforme azul de cuadros, su falda bien planchada, su cabello negro azabache, y sus balacas multicolores. Ana Doris, su madre y abuela de la pequeña María Camila, siempre está allí con ella; no ha habido día en que cuando cruce la puerta no vea aquella bella escena. Eso la mantiene tranquila, pues sabe que está segura y llena de amor. Hay días en los que siente algo de envidia, pues si tan solo ella hubiese tenido los mismos cariños y cuidado con ella, quizá su vida sería totalmente distinta. Jamás su padre la habría vendido a su grotesco jefe, jamás hubiera tenido que huir para evitar que le ocurriese de nuevo, jamás habría terminado en aquellos adoquines de cemento, barro y orina. Pero como todo en su vida, el dolor y la alegría habitan el mismo lugar; Ana María pudo perdonar todo aquello que su madre y que su detestable padre hizo. Aceptó las lágrimas de su madre postrada de rodillas aquel agosto de hace 15 años. Le partió el alma verla así, y todo aquello que alimentó la ira y el rencor se desmoronó en ese instante. Desde ese día Ana Doris cuida de su nieta como nadie más lo haría. Ana María pudo dejar las calles, intentar iniciar una nueva vida, conseguir un trabajo "decente" y demás, pero muy a su pesar, descubrió que entre la mugre y la orina estaba su futuro. 

El almuerzo es más que delicioso; carne sudada con papas, arroz blanco, frijoles espesos como le gustan, y jugo de maracuyá en leche. La mujer come en silencio, mientras su hija cada tanto alza la mirada para dedicarle una sonrisa. Esos instantes no tienen precio, y cada sonrisa, cada gesto, y cada palabra de su bella hija, quedan grabadas en el alma. La casa de Ana Doris es amplia; muy amplia a decir verdad, después de que su padre fuese asesinado en una reyerta en un bar de mala muerte, el seguro de vida se hizo efectivo, y con dicha suma y la pensión de la mujer, se pudo vivir con dignidad. Jamás le ha pedido dinero a Ana María; eso facilita las cosas para consignar a diario en el banco, y por ello da gracias. Después de almorzar, se sienta al lado de su hija, revisa las tareas, le ayuda en las que puede, y aunque a veces le es imposible entender algunas de las cosas, hace un esfuerzo extra investigando para poder al menos orientarla. La niña está creciendo a pasos gigantes. Cada día está más hermosa, más alta, y más madura. En tres meses acabará el año escolar, y Ana María le ha prometido que se irán unos días a viajar a algún lugar lejos. Las ventajas de ser prostituta "independiente" son bien aprovechadas por la mujer. Atrás quedaron esos días donde estaba sometida al burdel; donde no había descanso para el cuerpo, pues sin importar la hora, siempre había clientes. Incluso habían días en los que se encontraba durmiendo en alguna habitación asignada y entraba alguno de los dueños del lugar, o alguno de los trabajadores, ya fueran los de seguridad o meseros, o el DJ, etc. La despertaban para estar dentro de ella. No podía rehusarse, pues una de las reglas del lugar era que sin importar la hora, cualquiera de los trabajadores podía hacerla suya. En total en ese entonces trabajaban 36 mujeres cuyas edades oscilaban entre los 15 y los 35 años. Ana María decidió dejar atrás aquello y comenzar a trabajar por su cuenta. Fue quizá la decisión más acertada de su vida y aunque al principio fue complejo pues debió de cambiar de calles, lo logró. Pasó dos años compitiendo con travestis, transexuales, y otras mujeres en dos calles llenas de basura, drogadictos y los populares "desechables" o habitantes de calle, que llaman. Fue allí donde hizo amistades que la cuidaban de algunos de los peligros y ninguno de ellos jamás quiso tocarla o abusar de ella. Comía en los andenes, poco se bañaba, y cuando el hambre era demasiado, chupaba bóxer o inhalaba algo de marihuana u otra sustancia. De eso también hace mucho tiempo, y su memoria solo lo recuerda vagamente.
Tiene pensado llevarla a la playa; es un sueño que ella tampoco ha podido cumplir y es la oportunidad perfecta para hacerlo. María Camila le muestra las fotos de sus compañeros de clase a través de su Smartphone, le señala al chico que la molesta, a su mejor amiga, a la profesora, a los vagos de la clase, y hasta los esmaltes que algunas de las niñas usan pese a sus cortas edades. El cuarto de la joven es tan parecido al que tuvo de niña, que por más que intente ocultarlo, los recuerdos salen a la luz. Una cama sencilla, que se está quedando chica para la ella, muchas muñecas de trapo, una lámpara, un espejo y dos mesitas de noche, componen el lugar. Es cálida, y se respira tranquilidad. No hay televisor en la casa, solo un equipo de sonido viejo, que casi no se usa, así que María Camila pasa la mayoría del tiempo con audífonos puestos escuchando música, y en las noches sus amados audio libros. Con pena y dolor, Ana María deja a su hija allí recostada. Siempre le da un cálido beso de buenas noches en la frente, y la arropa con toda la delicadeza del mundo, la niña sonríe, y cierra los ojos ante ella. Son cerca de las 8 de la noche, es hora de iniciar su lucha y su vida de nuevo. Sale de la casa en silencio, por lo general no se despide de Ana Doris, su madre, pues la señora se acuesta bastante temprano, y odia que la despierten sin una razón de peso. La noche es tibia; en lo alto brilla esplendorosa e imponente la luna llena, las calles totalmente iluminadas en ese sector, le dan cierto aire de seguridad al lugar, gente caminando por doquier, vehículos atascados en las angostas calles, y ella allí, avanzando sin prisa y con la mirada al frente. Camina sin cesar hasta su sitio de trabajo; tarda poco más de una hora, y al llegar allí, en medio de las calles pútridas y silenciosas, saca de su bolso una minifalda negra, y una blusa escotada; se quita toda la ropa en medio de los transeúntes y compañeras de trabajo. No le importa si los curiosos la observan, durante más de 20 años cientos de hombres la han visto sin nada y los años la han vuelto algo cínica en ese aspecto. Debajo de aquella minúscula ropa no hay nada más que piel y carne. Entra al pequeño y mal oliente estadero, saluda a la recepcionista, una flaca y ojerosa mujer de 75 años, cuya vida ha transcurrido en ese mismo lugar, y con quién tiene una buena relación. La mujer le ofrece un cigarrillo, el primero de muchos de cada noche, cruzan algunas palabras, le entrega la ropa y se marcha de inmediato de allí. Con algo de suerte, saludará a la mujer más de 15 veces en la noche. Aquellas calles no tienen casi nada de iluminación; el piso está encharcado, las pocas canecas de basura siempre están al tope, y el olor, al que Ana María y los residentes se acostumbraron, se puede sentir varias cuadras a la redonda. Se recuesta contra un poste de luz, cuyas farolas dejaron de funcionar hace mucho tiempo, y allí, espera pacientemente a que la noche traiga clientes, y que ojalá, no sean tan desagradables. 

Al fondo, bajo la tenue luz, se observan los autos pasar; algunos de ellos, la mayoría, siempre son de sujetos tímidos que sólo están allí sin la certeza de qué hacen, son curiosos, y con ganas de experimentar o simplemente salir de la rutina de sus trabajos, de sus familias, de ellos mismos. Los clientes de Ana María, por lo general andan a pie; sin importar el día de la semana que sea, el 99,9% está alcoholizado, drogado, o ambas. Ese tipo de gente siempre deja algo más de dinero, y son visitas fugaces. Allí, recostada en aquel poste, observa como una leona lo hace en la selva: estudia a sus víctimas, las inspecciona de arriba abajo, y en cuanto están en su rango se abalanza sobre ellos, cegando con sus atributos, dejándolos sin posibilidad de reacción o consciencia. El primer cliente de la noche es un tipo menudo, de cabello con corte militar, de ojos pequeños y color marrón, piel descuidada, pelo canoso, dientes amarillos y dispares, nariz chata, olor a mugre y alcohol, que se siente a varios metros de distancia. Son esos clientes los que todas las mujeres del sitio evitan: pero no Ana María, de acuerdo a su experiencia, el rechazo constante los hace fáciles de dominar, y muchas veces pagan más de lo que deberían solo por obtener algo de placer. Por la apariencia, ha de ser albañil o algo similar. Se le acerca con una sonrisa descarada, y él de inmediato centra toda su atención en ella. Aquella falda corta combinada con sus piernas largas la hace tan deseable para el hombre, que sin disimular y sin un atisbo de pena le pregunta el precio por "un ratico" 

—¿Cuánto estarías dispuesto a pagar? 

El tipo se queda en silencio un momento. En su cabeza está haciendo cuentas de lo que tiene en los bolsillos, y de lo que a concepto de sus ojos estaría dispuesto a pagar. Siempre se irán con sumas irrisorias a fin de lograr un buen precio. 

¡20 dólares! La suma ofrecida de entrada, representa un porcentaje más de lo que usualmente cobra. Ella sabe que puede sacar mucho más provecho de aquel insulso y débil hombre. Sonríe tiernamente y da la espalda fingiendo que no le interesa la oferta: el tipo de inmediato reacciona, y sin pensarlo y con voz algo fuerte esboza un "¡30 dólares!" Ana María se gira y sin pensarlo tampoco le dice con voz suave... "Qué sean 50, y usted paga la habitación y los preservativos". En efecto, los 15 dólares que usualmente cobra no incluyen ninguna de esas dos cosas, así que el cliente siempre paga 7 dólares por la habitación y tres dólares más por un preservativo. Parece ser injusto y la suma irrisoria, pero por lo general, Ana María no entrega su cuerpo por esa escasa suma. Aquel precio está fijado como una mínima para los días en que no haya muchos clientes. 
El sujeto la mira de arriba abajo; pasa saliva sin disimular, y después de unos segundos de "pensarlo" acepta el precio de buena gana. 
En una noche mala, Ana María puede hacerse a 250 dólares, y en días “de vacas gordas”, incluso ha llegado a tener 600 dólares. 
Comienzan a caminar, y el sujeto va detrás de ella como un perrito faldero. Durante el trayecto al estadero no cruzan ninguna palabra; paga el precio pactado, también la habitación y el preservativo. La vieja mujer les asigna una habitación al final del pasillo e ingresan los dos cerrando la puerta tras de sí. El lugar es obscuro y polvoriento; no importa, cuando se trata de saciar los deseos del cuerpo el lugar es lo de menos. El sujeto se sienta al borde de la cama, espera a que ella tome la iniciativa, quiere procrastinar el momento todo lo que le sea posible, pero ella no puede darse aquel lujo. Acerca sus manos lentamente por el cierre del pantalón del sujeto, este respira hondo intentando controlarse y quizá fingiendo que está acostumbrado a ello, pero en cuanto la mano derecha de Ana María se introduce de lleno en su interior, todo acaba antes de iniciar. Un gemido triste y desolador acompaña el momento, y allí, en medio de la vergüenza, quedan los dos sin pronunciar palabra alguna. Han sido los 50 dólares mejor ganados de toda su vida. El hombre muerto de la pena, incapaz de mirarla a los ojos, sale de allí lo más rápido posible, dejando a Ana María sola en la habitación. En el suelo yace el preservativo sin utilizar, la mujer lo recoge y sonríe, serán 1 dólar más, pues si no se utiliza la mujer de la recepción lo compra de nuevo.



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