"En la tercera habitación" - Capítulo I: Lo menos esperado


Capítulo I 
Lo menos esperado


Las hojas crujían debajo de las ruedas de la bicicleta. La brisa otoñal barría el sendero y recordaba que el verano había quedado atrás en San Lorenzo. Una villa turística al norte de Argentina. El paseo por la Quebrada era obligatorio para los amantes de la naturaleza. También de Zillah Roth. Pedaleaba todos los domingos hasta allí acompañada por Yaco, su ovejero alemán. A Zillah le encantaba contemplar las aguas del río desde el final del puente. Ver el agua correr entre las piedras, hipnotizaba su melancolía. La frescura que transmitían las gotas salpicando las rocas, captaban su atención. Cada una de ellas se desprendía de aquella masa de agua incansable sufriendo el desgarro inevitable del olvido. El final de su existencia. No entendía muy bien porque los enamorados se paraban a observar el río.
«¿Creerán que el amor nunca termina? El río muere hoy, se transforma en mar…», pensaba mientras retomaba su pedaleo tranquilo.
Siempre iba durante la apacible hora de la siesta, cuando todos, en la casa, dormían. A veces
la acompañaba su amigo Iván, pero éste último domingo no quiso hacerlo. Era un domingo distinto en San Lorenzo. A pesar del aire fresco, las moscas se acercaban pesadas, como en los días de mucho calor. De repente, un presentimiento extraño se apoderó de sus vísceras. Como una soga que conectaba su garganta y la boca del estómago. Percibía cierta tensión en el aire. Parecía como si un ser extraño rondara la Quebrada, pero no caminando. Por el aire. Un ser oscuro e impredecible. Volteó su cabeza pretendiendo que alguien la seguía, pero estaba sola por el sendero. Recordó que su hermana le decía que no se dejara manejar por el miedo. El miedo se disfraza de siluetas negras que luego nos persiguen como sombras. Por todas partes. De día y de noche.
Una mosca se posó en su oreja y regresó de su pensamiento para quitársela con una palmada que le dejó un zumbido agudo dentro de la cabeza. Podía ver que una sensación asfixiante sobrevolaba a los insectos. De pronto Yaco comenzó a correr con una urgencia inusual, delante de ella. Siempre la seguía a su lado o detrás. Raras veces se adelantaba y menos, corriendo. Ella lo siguió tan rápido como sus cortas piernas le permitían pedalear. Pero el camino se hacía cada vez más empinado. Dejó la bicicleta a un costado de la calle y comenzó a correr detrás de Yaco. No quería perderlo, pero el perro no obedecía a su llamado.  En el último sendero marcado, se desvió sin voltear, ingresando a la selva tupida y solitaria. La niña seguía corriendo sin dejar de mirar donde su perro iba abriendo camino. Sus piernas sufrían latigazos provocados por los arbustos que pretendían impedir su paso. Como si negaran el ingreso a ese lugar de la Quebrada. Gritaba su nombre para que no fuera demasiado lejos, pero el perro parecía no escuchar.  La paz del lugar iba a caer en pedazos en un breve lapso de tiempo. De pronto, Yaco se detuvo. Inmóvil mirando a un punto fijo. Como si fuera un perro de caza. La brisa tímida también se detuvo, suspendida en la atmósfera silenciosa, augurando un mal momento. Parecía que todo el mundo había dejado de girar en ese instante. Todos, excepto las ruedas de la bicicleta, que, recostada sobre la calle, seguían girando ruidosamente. Las bicicletas no conocen el silencio. Chillan como criaturas caprichosas.
Zillah estaba a pocos metros detrás del perro.
—¿Qué encontraste, Yaco? —dijo mientras le daba palmadas en la cabeza. Siguió con los ojos la dirección de su mirada inamovible. Y se quedó sin aliento. Un pequeño grito se ahogó detrás de su garganta. Los pulmones de Zillah dejaron de inhalar por unos segundos. Su mandíbula quedó atascada, como si hubiera ingerido de golpe un par de piedras. El sudor se apoderó de sus pequeñas manos. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo dejándole los pelos crispados. Luego respiró fuerte y entrecortado sin saber qué hacer. Inesperadamente el hallazgo había oscurecido su paseo, por no decir que había echado sombra a toda su vida. Nadie imagina encontrar a alguien sin vida en medio de un paseo. Menos aún alguien conocido sin vida.  Entre dos troncos grandes como horquetas, descansaba un palo atravesado, y en él un hombre colgaba muerto. Atado de pies y manos de espalda al suelo. La cabeza volteaba hacia un costado dejando ver una gran herida en su cuello. La sangre no caía ya, parecía que se había vaciado y estaba derramada sobre la tierra seca, justo debajo de él. Un hombre que no era cualquier hombre. Era su padre.
No gritó. Le faltaba el aire. Le faltaba la voz. Dio unos pasos hacia adelante y lo tocó con el dedo índice, para cerciorarse que no tenía vida. Yaco empujaba la cabeza con su hocico mientras dejaba salir un sonido extraño. Parecía un lamento. Volteó asustada buscando alguien que pudiera sacarla del espanto. Pero solo las sombras se asomaban en el camino. Estaba aterrada. Respiraba fuerte ahora. Respiraba con pánico. Los latidos de su corazón aceleraron de tal modo que el bombeo de sangre la impulsó a huir. Corrió hasta donde había dejado su bicicleta, la levantó y pedaleó con la mayor rapidez que sus pequeñas piernas le permitían. Yaco no la seguía. Tampoco volteaba a comprobarlo.
«¿Y si el loco rondaba la Quebrada, todavía?», pensaba mientras sus piernas giraban cada vez más rápido.
Como en un túnel de tiempo las imágenes vividas con su padre tropezaban unas contra otras en su cabeza. Trece cuadras hasta llegar a su casa. Pero nunca el camino de regreso había sido tan largo. A pesar de que las calles de regreso eran todas en bajada.
El miedo y la culpa se mezclaban. El miedo y la culpa de haber hecho algo equivocado la última vez que lo vio con vida. No recordaba nada específico. Sólo tenía un amotinamiento de recuerdos confusos y sudorosos. Tiró la bicicleta de lado y entró corriendo por el jardín, volteando para cerciorarse que nadie la seguía. Su madre, que estaba recostada en una hamaca tejida, leyendo un libro, la escuchó llegar agitada. Se sentó y la miró acercarse con un estado de angustia inigualable.
—¡Zillah!, ¿qué pasó?
La pequeña estaba en estado de shock. Sus ojos claros, paralizados en la mirada de su madre, ni siquiera parpadeaban. Respiraba entrecortado, con la boca cerrada, sin poder emitir ningún sonido con su voz. Comenzó a sacudir las manos, como queriendo deshacerse de algo pegajoso, de algo sucio mientras movía las piernas en un trote nervioso.
—¿Le ocurrió algo a Yaco? —le decía Emma apretando con sus manos los hombros de la pequeña.
Zillah movía la cabeza hacia ambos lados, dando pasos hacia atrás, pretendiendo alejarse de su madre.
—¿Por qué tienes esa cara? Me estás asustando, por favor, ¡di algo!
En ese momento apareció su hermana mayor Erika, que estaba dentro de la casa.
—¿Por qué tienen esas caras? ¿pasó algo? —preguntó mirando a su madre que respondió haciendo un gesto con los hombros y llevando la mirada nuevamente a la pequeña— Zil que pasó? ¿alguien te hizo algo?
La pequeña negaba nuevamente.
—Está muy asustada. —mientras decía esto, Emma entraba a la casa.
Regresó con un vaso de agua y un cuaderno con una lapicera.
—Toma un poco de agua, te va a hacer bien. Intenta escribir lo que pasó. Vamos linda, por favor, me estás poniendo nerviosa.
La pequeña tomó la lapicera con su mano izquierda. Temblaba. Sostenía la mano para poder escribir y que se entendiera lo que intentaba decir. Tras varios intentos, escribió: “papá”.
—¿Qué pasa con papá? Regresa esta noche de su viaje. —se adelantó Emma.
Zillah movió la cabeza negando las palabras de su madre y siguió escribiendo: “está… en la Quebrada”
Emma frunció el ceño. Por unos instantes, inmersa en su inseguridad imaginaria, pensó que su hija había visto a su padre con otra mujer.
—Seguramente lo confundiste. —le dijo intentando tranquilizar a su hija y tomando el celular para llamarlo. Pero faltaba escribir una palabra que cambiaría todo.
“roto. Todo roto”. Terminó de escribir Zillah.
—¿Qué intentas decir con eso, Zil? ¡cómo que papá está roto! —dijo Erika mientras una sensación de frío estanco se apoderaba de la boca de su estómago— ¿Puedes hablar y dejar esa estúpida lapicera? —gritó nerviosa dando un manotazo a la mano de su hermana y haciendo que la tirara al suelo.
—¡Erika! —gritó Emma— ¡deja en paz a tu hermana! ¿no te das cuenta que está en shock?
Mientras ambas se gritaban, como siempre, la pequeña levantó la lapicera y, con sus cortos diez años, siguió buscando dentro de su mente la palabra adecuada, hasta que por fin la encontró y escribió, al final de la hoja del cuaderno:
“Muerto. Papá está muerto”
Un silencio sepulcral envolvió el momento. Las dos se quedaron pasmadas, mirando las últimas palabras como si una fuerza imantada hubiera atrapado sus ojos sin poder quitarlos de allí. Una respiración extraña salió de la boca de Emma y una fuerza interna empujó sus manos hacia la mesa, buscando apoyo, abriendo los dedos para sostenerse y tirando el celular al suelo. Erika manoteó la lapicera nuevamente y arrojándola directamente a la cara de su hermana, gritó otra vez:
—¡Qué estupideces son esas Zillah! Si estas jugando, no es un juego que nos guste.
Zillah negaba aturdida con la cabeza. Tenía los ojos cerrados y sus manos apretando las sienes. Abría la boca como si emitiera un grito desgarrador totalmente silencioso. Era una escena sofocante. Emma dio dos pasos inestables hacia atrás y se aferró a uno de los pilares de la galería. Sus ojos parecían estar huecos, profundos. Una lluvia de sensaciones viscerales cayó sobre Erika que llevó sus manos a la boca tapando el asombro que le provocaba haber leído esa palabra. Su padre no podía estar muerto. No debía estarlo.
—No puede ser. Es imposible, papá regresa hoy. —dijo Emma Se agachó y levantó las tres partes en que se había separado el celular. Colocó la batería y luego la tapa. Lo encendió y temerosa realizó la llamada. El celular de Blas devolvía la llamada con la voz de la grabadora:
“El número al que llama está apagado o fuera del área de cobertura”
Emma soltó el móvil sobre la mesa, como si le quemara. Sentía cómo sus entrañas se retorcían dentro del estómago. Las paredes se volvían negras, opresoras. La hermosa tarde de sol se había transformado en un cuadro gótico donde la actuación era primordial. Entonces reaccionó:
—¿Dónde está?, quiero verlo, ¡vamos, llévame con él! ¿puedes llevarme al lugar donde lo viste? —pedía Emma acelerando la voz.
—¡Mamá, no puedes ir allí, hay que llamar a la policía! —gritó Erika en su lógica cordura.
—Si, tienes razón, primero hay que llamar a la policía. —perturbada no dejaba de mirar a Zillah y la pequeña, a su vez, no quitaba la mirada de los ojos de su madre.
Marcó el 911. Luego de tres tonos apareció una voz masculina.
—No sé cómo decir esto… mi hija menor dice que vio a su papá … en la quebrada de San Lorenzo… mi hija está en shock, ¿pueden ir a ver? ¿alguien puede decirme si es mi esposo? ¿o qué le pasó? No mejor voy yo, no sé quién haría algo así, ¡Puede ayudarme o no! —gritaba aturdida, llorando, mezclando palabras, sin escuchar al operador que le pedía datos primarios. Luego calló. Escucho demasiadas preguntas que no supo contestar por la conmoción y cortó la llamada.
Emma reaccionaba como si no supiera la secuencia de movimientos que debía realizar. Los primeros minutos, tras recibir una mala noticia, están cargados de desconcierto y caos, es difícil poder ver claro los pasos a seguir. Estaba confundida y se sentía fatigada. Tomaba la lapicera y luego la soltaba, miraba la pantalla del celular y lo apoyaba hacia abajo sobre la mesa. Caminó a la cocina por un vaso de agua que dejo sin tomar sobre el mármol. Regresó a la galería. Sus hijas la miraban desconcertadas. Levanto de nuevo el celular y comenzó a buscar nerviosa entre los contactos de su móvil:
—Llamemos al papá de Caro. El sabrá con quien tenemos que hablar.
Sonaba extraña, ilógica como si la razón la hubiera abandonado. O los nervios le hicieran una mala jugada. Sentía demasiadas emociones y todas estaba atrapadas en un callejón sin salida. Nadie piensa en la muerte como una posibilidad de separación. Erika tomó su teléfono y llamó a su amiga:
—¡Eri! ¿qué pasó? —preguntó Carolina.
Erika se quedó sorprendida que su amiga le dijera esas palabras.
—¿Ya lo sabes?
—¿Saber qué?
—Me preguntas si pasó algo. —respondió perseguida con su noticia.
—Te pregunté porque nunca me llamas, siempre nos enviamos mensajes. Solo por eso.
—Necesito hablar con tu papá… en realidad mi mamá es la que quiere hablar, ¿está por ahí?
En ese momento Emma encontró el número de Alfonso Grew entre sus contactos:
—Acá está hija, cuelga, ya lo llamo.
Erika cortó la comunicación sin decir más. Estaba perturbada.
El papá de Caro era detective de la policía local desde hacía varios años. Excelente en su trabajo y conocido de los Roth por la amistad que unía a las hijas de ambas familias. En el momento en que su hija Caro le comentaba acerca de la extraña llamada que acababa de recibir de Erika, entraba otra en su móvil. Alfonso Grew frunció el ceño y dijo:
—¡Qué justo, es Emma! —señalando su teléfono y mirando extrañado a su hija—Hola Emma, ¿ocurre algo?
—Alfonso, qué suerte que te encuentro. Es extraño. No sé cómo decirlo… no lo sé, dice Zillah que vio a Blas en el sendero de la Quebrada… —respondió confundida.
—¿Blas? Creí que estaba de viaje.
—… dice que lo vio… —y rompió en llanto.
—Tranquilízate, Emma, ¿qué ocurre?
—Dice que lo vio muerto.
Alfonso hizo silencio unos segundos y arremetió eufórico:
—¿Qué? ¡cómo…! ¿qué dices? —confundido— Creí que estaba en Buenos Aires. Al menos, es lo que Eri contó ayer en casa.
—Si… también pensé eso. Es decir, tenía que regresar hoy. Yo… no entiendo qué pasa ¿puedes venir?
—Claro, salgo para allí. Estas en tu casa ¿verdad?
—Sí, sí, estoy en casa, aunque me gustaría que me acompañes a la Quebrada, quiero ver si realmente es él.
—Espérame ahí, por favor, no vayas a ninguna parte, estoy saliendo.
Alfonso tomó rápidamente el último sorbo de café frío que quedaba en su taza, le dio un beso en los labios a su esposa Maia, con esa mirada sabia de años de convivencia y entendimiento por estas ausencias repentinas, descolgó las llaves de su coche, y salió rápidamente.
En el trayecto se comunicó por radio con la central de policía. Pidió que registraran el paseo de la Quebrada de San Lorenzo por un presunto cadáver encontrado allí hace algunos minutos, luego marcó el número de Pablo Reyes, su asistente y confiable compañero de trabajo, y le pidió que se acercara al puente y lo esperara allí.
Estaba estacionando, cuando vio a la pequeña Zillah parada en la galería de la casa, con sus manos tomadas entre sí, mirando al suelo.
«Me pregunto qué pasará por su cabeza», pensó.
Mientras se aproximaba, la pequeña daba pasos hacia atrás. Podía percibir el temor que la invadía. Al acercarse notó que sus manos estaban lastimadas, parecía como si hubiera mascado algo más que sus uñas. Alfonso ralentizaba el paso a medida que se aproximaba a la niña. Justo en ese momento apareció Emma. Hermosa como siempre, con su cabello ensortijado hasta la mitad de la espalda, y sus ojos celestes parecían transparentes por las lágrimas que los abrazaban. Tragó un suspiro y aguardó nervioso el ineludible encuentro.
—¡Gracias a dios que estas aquí! —dijo tomando sus manos y apretándolas con la fuerza de la desesperación. Lo desconocido nos hace temerosos y nos instala una fuerza poderosa, capaz de quebrantar nuestro propio cuerpo.
—Me estás… lastimando —dijo Alfonso mirando sus manos.
—¡Discúlpame, no me di cuenta!
—Está bien, ¿qué fue lo que ocurrió? Puedes…
—Zillah lo encontró —interrumpió Emma en un ataque de verborragia— Fue a andar en bicicleta como siempre y regresó asustada. No pudo decir nada desde que llegó, sólo escribió esto —levantó el cuaderno y le mostró el mensaje— Estoy desesperada porque no sé qué pasó, si es él realmente, no me contesta el teléfono, en realidad no sé si está apagado o si se quedó sin baterías o capaz está en el avión y por eso no atiende la llamada. No creo que sea él. Estoy segura que Zillah lo confundió por la impresión de haber visto algo así.
—Emma —dijo Alfonso tratando de ser escuchado en medio del ataque nervioso.
—Es pequeña para tener esa imagen en su cabecita, —continuó sin escucharlo— Tendría que haber sido otro lugar ¿Cierto? Yaco no regresó lo que indica que está corriendo por ahí, tengo que ir a buscarlo…
—¡Emma! —gritó nuevamente Alfonso tomándola por los hombros, zamarreándola suavemente y mirando fijo a sus ojos para hacerla reaccionar— debes tranquilizarte. Voy al lugar ahora, a corroborar lo que vio Zillah. ¿Está bien? No nos apresuremos, quizás algo la asustó y vio otra cosa. —Tomó el cuaderno para leer la frase— Roto. —dijo para sí— ¿Podrías indicarme en qué lugar lo encontraste? —le preguntó a la pequeña que se escondía detrás de su madre— Sólo necesito saber si está cerca del río o…
La niña negó y haciendo un garabato en el cuaderno, se podía leer “Por el camino al Mirador, está con Yaco”.
—¿Yaco lo encontró?
Asintió lentamente con la cabeza y su boca tensionada como queriendo decir algo.
Alfonso miró cada rincón de la habitación donde estaban las tres. Erika sollozaba en el sillón, abrazando sus rodillas.
—Voy a la Quebrada.
—¿Puedo acompañarte? Necesito saber si es él realmente.
—Es mejor que te quedes con las niñas. Te mantengo informada.
En el sendero de La Quebrada, se había previsto una entrada para los móviles policiales o ambulancias en casos de emergencias, ya que es un camino con bastante pendiente y muy concurrido. El auto ingresó hasta el centro donde se ubicaba una playa de estacionamientos. Los policías que arribaron primero estaban desalojando el lugar plagado de turistas y de jóvenes lugareños. Colocaron cintas para cerrar el perímetro y evitar el paso de curiosos. Otro auto oficial había arribado al lugar minutos antes. Era Pablo Reyes.
—Tienes que ver esto —dijo Pablo saludándolo con un apretón de manos— Nunca había visto algo parecido.
Caminaron hasta el lugar del crimen. Alcanzó a ver al perro. Estaba parado, en posición de guardia, delante del cadáver. Protegiéndolo. A medida que Alfonso se acercaba, Yaco embravecía temeroso.
—¡Santos cielos! —dijo Alfonso al ver el cuerpo colgado en ese estado— ¿Quién haría algo así? ¡Qué enfermo! —colocó en su nariz un pañuelo perfumado que siempre llevaba en el bolsillo trasero del pantalón para evitar las náuseas. A pesar de los años de servicio en criminalística, no lograba acostumbrarse al olor de la sangre putrefacta. Todo el lugar era un espanto. El cuerpo estaba atado de pies y manos, primero con precintos y luego con una soga. Lo habían colgado como se cuelga a un animal que se va a carnear. Tenía un corte pequeño en la mejilla y uno más profundo en la yugular.
–Parece que murió desangrado. —dijo Pablo señalando la mancha oscura sobre la tierra seca debajo de él.
—Por el olor y las moscas lleva varias horas aquí. Pablo comienza a redactar la inspección ocular, voy a llamar a los peritos y que traigan un forense.
Mientras Alfonso llamaba a la central, Yaco seguía olfateando detrás del tronco donde colgaban los pies. El detective lo siguió, pero no pudo encontrar nada. Al menos nada a simple vista. Yaco gruñía enojado por tantos desconocidos rondando a su amo. Cuando logró relajarse un poco, se sentó y comenzó a emitir un sonido extraño. Tiraba de la cuerda intentando sacarla. Alfonso se dio cuenta de lo que pretendía hacer.
—En un momento lo bajaremos, tranquilo. —Las palmadas en el lomo del perro pretendían apaciguarlo.
—Tienen que haber sido al menos dos personas, —analizaba Pablo— es muy complicado trasladar un cuerpo hasta aquí.
—Esto parece una venganza. Nadie mata así a otra persona a no ser que sea un asunto personal. Un ajuste de cuentas.
—O que esté loco. Más allá del modo de matarlo, tomarse el trabajo de traerlo hasta acá y colgarlo de ese modo… sin dudas todo estaba planeado. Hay que buscar su celular, seguramente tiene alguna llamada que pueda orientarnos.
La sirena de la camioneta oficial se escuchaba cada vez más cerca. Todo el cuerpo de investigación se hacía presente en la Quebrada. Alfonso pudo ver que era el grupo que dirigía Gerardo Ocampo.
«El mejor grupo para este crimen», pensó Alfonso.
Gerardo Ocampo era un militar retirado que se había cansado de la impunidad de la justicia, y había decidido terminar sus días investigando casos como éste hasta llegar al esclarecimiento total, sin sobornos ni poderes políticos que quisieran alterar los resultados. Recto y amante de los detalles, jamás se le escapaba nada y menos en el lugar del crimen. Algunos decían que era un sabueso: encontraba pistas donde nadie había logrado hacerlo.
—¿Cómo estas, Alfonso?
—He tenido días mejores, sin dudas. —dijo caminado a su lado hacia donde estaba el cuerpo.
—Dime que tienes algo.
—Ojalá pudiera. Lo encontró su hija menor. Una pequeña de diez años. Andaba en bicicleta por aquí con su perro —dijo señalando a Yaco— y al parecer el animal lo olfateó y ella lo siguió para no perderlo. Terrible, pobre niña.
—¿Y dónde está ahora?
—En la casa, con su madre. De hecho, tengo que ir a confirmar que es el cuerpo de su esposo.
—¿Lo conocías?
—Es Blas Roth, papá de una amiga de Carolina.
—Roth… ¿el de la fábrica de plástico? —dijo Ocampo aproximándose al cadáver. El tinte azulado de la piel más la sangre seca en su rostro no le había permitido reconocerlo.
—El mismo.
—Ese hombre era una excelente persona, muy amable, al menos me pareció eso en las pocas veces que crucé palabras. ¿Quién haría algo así? —razonaba Gerardo mientras hurgaba en su mente posibles respuestas— ¿Algún empleado? Hay que buscar si tenía alguna demanda laboral o algún juicio. ¿Seguros?
—Aún no sé nada. Es muy reciente el hallazgo. Reyes está buscando las llamadas del móvil y se encargará de toda esa información. Lo único que sé es que esta semana viajó a Buenos Aires y tenía que regresar hoy. Por eso a la esposa no le extrañó su ausencia —en ese momento quedó pensativo y decidió salir del lugar— Regreso en un momento, debo ir a su casa para confirmarle.
—Estamos en contacto —respondió Gerardo volteando para seguir buscando pistas.
  Al estacionar el móvil, se quedó unos instantes elaborando el modo en que confirmaría la noticia.
«La mierda de lo inevitable», pensó Alfonso y bajó del auto.
Emma lo estaba esperando en la puerta. En su mente tenía la confirmación de los hechos, pero necesitaba que alguien lo ratificara. Quizás con esa última esperanza que uno tiene de que la noticia sea equivocada. Entonces encontró los ojos del detective. Sólo una mirada y ella supo que se trataba de Blas. Un grito desgarrante surgió de sus entrañas y cayó arrodillada. Alfonso corrió para levantarla. Las palabras silenciosas lograron derribarla.  El dolor traza una línea imborrable entre lo que fue y lo que será. En ese instante salió Erika y al ver la escena surgió el mismo grito que había dado su madre segundos antes.
Pisar las mismas baldosas de la muerte era el trabajo que Alfonso había elegido. Y era imposible negociar con ella.
La pequeña Zillah se asomó a la puerta. Inmutable. Sus grandes ojos contemplaban el horror representado en el dolor de su madre y de su hermana. Quizás el aturdimiento de la imagen que aun perduraba en su mente, le había quitado el sonido de sus emociones. No podía expresar nada. No recordaba cómo hacerlo.
—Ven vamos adentro —dijo Alfonso ayudando a Emma a ponerse de pie.



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