"Jack y los fantasmas de la casona de Eliot" - Prólogo y capítulo I


Prólogo


Neil tenía todo milimétricamente planeado. Había estudiado e investigado todo lo relacio­nado con la ley de herencia, y sabía que Eliot no había hecho un testamento y que, al no de­jar cónyuge superviviente ni descendientes, él, cómo su hermano de doble vínculo con suje­ción a los statutory trusts, heredaría toda su for­tuna. Estaba feliz ante la idea de poder poner sus manos sobre toda esa gran montaña de di­nero. Cuando, al fallecer sus padres, todo el ma­nejo de la empresa familiar había quedado bajo la dirección de Eliot, Neil se había sumido en la rabia y el resentimiento, por más que sabía que su hermano era el indicado para ello ya que toda su vida se había dedicado a la empresa y a nave­gar junto a su padre. Al leerse el testamento y ver que
gran parte de toda la fortuna familiar quedaba para Eliot, Neil no lo había podido su­perar. En realidad, aquello había sido un último esfuerzo de su padre por intentar preservar el legado de tantas generaciones que habían traba­jado para mantener a flote la empresa aun su­perando grandes crisis económicas. Si no fuera porque Neil estaba casado con Susan, una mu­jer por la cual sus padres tenían un gran respeto y que los había bendecido con Jack, su primer nieto, no le hubieran dejado ni un centavo, ya que él nunca había valorado el dinero ni el tra­bajo ajeno: solo se ocupaba de dilapidar billetes como si de papeles se tratara y jugaba y perdía fortunas en apuestas al póker.

. . .

Esa mañana fue hasta el boticario y le solicitó veneno para las hormigas, ya que, según le dijo, estaban devorando los rosales que su esposa ama­ba. El señor Harris fue hasta uno de los aparado­res y le alcanzó una botella que contenía un pe­queño granulado en su interior.
—Aquí tiene. Le voy a pedir que lo utilice con cuidado, ya que, si lo llega a ingerir accidental­mente, es muy tóxico. En este papel voy a anotar­le las cantidades exactas que debe usar.
—Muchas gracias. Mi esposa se pondrá muy feliz cuando sus bellas flores cubran nuevamente el exterior de la casa.
Tomó la botella de vidrio y, luego de pagarle al boticario el costo del producto, volvió a su casa para continuar con el plan.

. . .

La señora Doris había dado orden de servir la cena. Neil le dijo que él y su familia no participa­rían de ella, ya que quería llevarlos a la ópera. Por lo tanto, la mesa se sirvió solo para uno. Neil se quedó en la cocina un rato, esperando a que ella saliera de allí, y, aprovechando la distracción de la cocinera, vertió el contenido del envase en el in­terior de la sopera. Sabía que nadie más qué Eliot comería, lo cual le daba la tranquilidad de que solo haría efecto sobre quien debía hacerlo. Ya no había vuelta atrás: su plan estaba en marcha.
Al día siguiente, Eliot despertó muy enfermo. Todos pensaron que había contraído la enferme­dad que empezaba arrasar con el pueblo, pero, al revisarlo, el doctor Stuart notó que algo raro ocurría y le prescribió unas medicinas.
—Disculpe, doctor, ¿cómo se encuentra mi hermano?
—Le voy a dejar estos comprimidos para que tome, porque no parece estar cursando los sín­tomas de la gripe: esto se parece más a una intoxicación.
—¡Qué horror! Sí, me ocuparé personalmente de que tome todo lo que usted le ha dejado. ¿Qué podrá haber sido? Él solo come aquí en casa, y la cocinera es excelente.
—Sí, no se preocupe, seguro que en unos días estará bien. Procure que tome todo esto, y cual­quier novedad me vuelven a llamar.
El doctor se marchó tras entregarle a Neil las medicinas. Este las guardó en el bolsillo de su chaqueta y se retiró a su recámara.

. . .

La señora Doris estaba preocupada y detuvo a Neil justo cuando este salía de su dormitorio.
—Disculpe, señor, ¿qué le dijo el doctor?
—Que no considera que sea nada grave, y que solo debe descansar. Seguramente se intoxicó con la comida. Yo le diría que despida a la cocinera. Ahora, discúlpeme debo salir y volveré tarde, no me esperen a comer.
Como era habitual desde que había regresado a la casa, pasaba casi todas las noches jugando al póker. Dejó a la señora Doris con la palabra en la boca y se retiró. Ella se quedó mirando cómo Neil se alejaba. Por un momento pensó en volver a llamar al doctor, pero eso podría traerle muchos problemas con Neil, que hasta la podría despedir por entrometerse, por lo que decidió esperar a la mañana siguiente para ver cómo evolucionaba Eliot y, ahí sí, ver si podía pedirle al doctor que regresara.
Como era de esperarse, el estado de Eliot fue empeorando con el correr de las horas, y esa mis­ma madrugada falleció. La casa amaneció con la triste noticia, la cual afectó a gran parte de la fa­milia en especial a Jack, que sentía haber pedido no solo a su tío, sino a un amigo y tal vez… lo más parecido a un padre desde que habían llega­do hace unos meses a la casona, quien se notaba por demás aliviado y tranquilo era Neil, que no se molestó en disimular delante de las personas que se acercaron a dar su pésame, durante todo el día.
La señora Doris sentía que Neil había tenido algo que ver, pero no tenía pruebas de ello. Buscó por toda la casa, pero no logró encontrar nada que se relacionara con la enfermedad de Eliot. Si su hermano le había suministrado algo, ya no estaba allí. De todas formas, estaría atenta a sus pasos.

. . .

Unos meses después, en el pueblo comenzó a correr el rumor de que Neil lo había envenenado para quedarse con toda su fortuna. Ya no solo la señora Doris lo pensaba, sino que inclusive Susan se lo había comentado esa misma tarde. Ella tenía miedo de que, si su esposo descubría que sospe­chaba de él, la lastimaría a ella o a Jack. El día an­terior, el señor Harris le había preguntado cómo estaban sus rosales. Ella se había sorprendido ante el comentario y no había sabido qué responder. Solo atinó a decir que estaban bien, a lo que él le dijo que se alegraba de que pudiera disfrutar de sus rosas, ya que su esposo había estado muy pre­ocupado por las hormigas que hacía unos meses las habían devorado. En ese momento, un pensa­miento de terror la había invadido al intuir que, tal vez, Neil había asesinado a Eliot.
Ese hombre parecía ser más peligroso de lo que la señora Doris creía, por lo que sintió que algo tenía que hacer. Aunque no hubiera pruebas de lo ocurrido, fue al encuentro de su esposo y le comentó sus temores. Ambos fueron entonces a hablar con el comisario, quien se sorprendió por lo que le relataban y les dijo que citaría al botica­rio la mañana siguiente para conversar con él. La señora Doris le preguntó si podía mantener esa charla en secreto hasta que la investigación avan­zara, cosa que el agente aceptó, entendiendo el riesgo que ambos corrían al vivir en la misma casa que el posible asesino.
—Ahora debemos estar muy atentos a los pa­sos del señor Neil —dijo August a su esposa—si llega a saber que fuimos nosotros, estaremos en serio peligro.
—Lo sé, August, pero no podemos permitir que les haga daño a la señora Susan o al pequeño Jack. Espero que la policía aclare esto y lo ponga tras las rejas.
Los dos salieron del edificio y volvieron a la casona. La vida de despilfarro que Neil estaba llevando y el apuro que mostraba para que se hiciera efectiva la transferencia de los bienes de su hermano llamaban demasiado la atención de muchas personas cercanas, y no tanto, al fallecido Eliot. Era el comentario obligado en los salones sociales, y nadie hablaba de otra cosa. Esto, suma­do a la charla que el comisario tuvo entones con el señor Harris, cerró aún más el círculo sobre él. El fiscal, tomando todos los indicios, abrió una in­vestigación, pero, tras la visita de Neil al jefe de la policía, un personaje corrupto y de oscura moral que Neil sabía que no sería difícil de sobornar, y a cuya oficina acudió una mañana llevando un im­portante paquete que parecía contener muchos billetes, la pesquisa milagrosamente se cerró y la causa quedó caratulada como “Muerte natural por intoxicación alimenticia”. A los pocos días, Neil desapareció de allí llevándose consigo todo el dinero y las propiedades que se encontraban a su nombre, inclusive el Queen Christine, que muy poco tiempo después perdió en un juego de pó­ker, al igual que todo el resto de la fortuna, por lo que terminó en la más absoluta miseria, peor aún que la que les dejó a su esposa e hijo.
Cuando él se fue, Susan se sintió aliviada. Ya no corrían peligro. Pero los señores Mollers sintie­ron que no terminaría nada bien esta historia, y vieron cómo sus temores más profundos se hicie­ron realidad cuando, una mañana, Susan volvió llorando del banco asegurando que el gerente le había dicho que ya no quedaba un centavo en sus cuentas. Solo le quedaba la casa, así como las jo­yas que pudiera vender para pasar algunos meses antes de que todo se viniera abajo.








CAPÍTULO 1
Un invitado inesperado


La casa estaba tranquila, como de costumbre. Los señores Mollers rondaban por las habitaciones. August insistía en sacar las telas de arañas, que volvían una y otra vez, a lo cual él no se resignaba y continuaba luchando contra ellas. Muchas ve­ces me preguntaba si lo haría por aburrimiento o por diversión. Rose no había aparecido en todo el día, por lo que supuse que estaba en alguna de las terrazas, como era habitual. Sandy jugaba a tomar el té con sus muñecos, y el tío Eliot estaba sentado en su escritorio en el estudio. Allí pasaba la mayor parte del tiempo, con su mirada perdida mirando hacia al lago, inmerso en sus recuerdos. Yo venía de caminar por el parque. Nuevamente había intentado en vano llegar al lago, porque había visto que unos chicos estaban allí jugan­do, pero no pude. Me quedé como siempre en el límite de la propiedad. Estuve un rato viendo cómo arrojaban piedras, reían y se hacían bro­mas. Vino a mi mente el recuerdo de muchos años atrás, cuando en ese mismo lugar jugábamos con Freddy. Había pasado tanto tiempo. Me pre­guntaba qué habría sido de él, ya que no lo había vuelto a ver tras mi enfermedad. Una vez que los chicos se fueron, di media vuelta y regresé. Al en­trar en la casa, un gran alboroto proveniente del sótano me llamó la atención. Bajé rápidamente para ver qué ocurría y vi a la señora Mollers allí. Al llegar, pude notar que había un fantasma fren­te a mí. Esto me sorprendió, porque nunca apa­recía uno así de forma espontánea, de modo que lo interrogué:
—¿Quién eres y qué haces aquí?
—Vengo de las alcantarillas. Seguí los túne­les y pude llegar aquí arriba. Un guía me ayu­dó a escapar porque los merodeadores me están persiguiendo. Necesito que me ayuden —pidió desesperadamente.
Sus ropas estaban gastadas; parecía un mendi­go o alguien que no había tenido una buena vida.
—¿Cómo te podemos ayudar?
—Necesito que me escondan hasta que se va­yan, pues están rondando la casa. Luego me mar­charé de aquí ya que no tengo mucho tiempo y hay algo importante que debo hacer.
En el exterior podían verse las hojas pasar con fuerza y armar remolinos. De a poco, una densa bruma negra había envuelto todo. Se escuchaban los silbidos del viento, que pasaba entre los árbo­les provocando un lamento aterrador, todo em­pezó a volverse oscuro como si la noche hubiera llegado de repente.
—¡Allí están, vienen por mí! Por favor, les pido que me ayuden. Si me atrapan, será mi fin.
En ese momento, el tío Eliot bajó, avisado por la señora Mollers.
—¿Qué ocurre?
—Tío, tenemos que ayudarlo, está muy asustado.
—¿Entró por los túneles?
—Sí, señor, disculpe, no tenía a dónde ir, ne­cesito que me escondan, les prometo que pronto me marcharé, ¡por favor!
—No se preocupe, lo ayudaremos. Los guar­dianes no entrarán a la casa: mientras se quede dentro, todo estará bien.
—Tío, ¿de qué túneles hablan?
—Jack, ya te voy a contar, ahora tenemos que ayudar a… perdón, no le pregunté su nombre.
—Jerry… me llamo Jerry.
—Mucho gusto. Mi nombre es Eliot, él es mi sobrino Jack, y en la casa hay otros fantasmas que ya irá conociendo. Pero, ahora, dígame: ¿cómo fue que llegó aquí? —Jerry, luego de un breve si­lencio, ya que no dejaba de mirar hacia afuera de la casa, respondió.
—Yo quería ir hacia el puerto para tomar el bu­que Victorius I, que está amarrado en la Dárse­na 2 y zarpa en tres días. Esa es mi solución, ya que, si logro llegar a mar abierto con el barco, los guardianes no podrán perseguirme más y seré un espíritu libre. El guía que me estaba ayudando allí abajo me dijo que era peligroso dirigirnos hacia el puerto, ya que estos días los devoradores estaban muy activos por la gran cantidad de espíritus que intentan llegar a aquel lugar, y que lo mejor sería que viniéramos hacia aquí, ¡pero yo quiero llegar a la Dársena 2!
La historia me pareció fascinante y quise oír más detalles.
—Cuando ya habíamos hecho algunos tra­mos por los conductos, de pronto, tras salir de la nada, los devoradores comenzaron a perseguir­nos. Y a ellos se sumaron los merodeadores, por lo que debimos correr para escondernos. Llegó un momento en el que pensé que nos atrapa­rían: estaban por todas partes y se los escuchaba acercarse, feroces y hambrientos. Luego de hacer algunos metros más, encontramos unos viejos túneles que nunca había visto. Fue algo extraño, porque el guía me llevó en esta dirección como si él los conociera bien. En ese punto era tal el terror que sentía, que entré y lo seguí sin cuestio­narlo. Ese camino fue el que nos trajo. El guía me dejó aquí debajo y se marchó. Me dijo que subie­ra que había una casa, que era seguro subir. Por eso entré. Pero, como les he dicho, solo quiero llegar al puerto: no es mi intención quedarme en esta casa, deben creerme, por favor, necesito que me ayuden.
—Jerry, cuéntame más de ese barco —le dije.
El tío Eliot me hizo callar: no quería que me entusiasmara demasiado con la idea de encarar una aventura para llegar a ese barco fantasma, y, sumado al desesperado estado de aquel caballero, no le parecía pertinente que continuara con mis preguntas.
—Jack, te conozco y puedo leer tus intencio­nes: nadie aquí tomará ese barco. Sería muy im­prudente intentar salir. ¿Acaso no escuchaste to­dos los peligros que hay debajo de nosotros? Y eso sin contar los que ahora rondan fuera de la casa. Olvídate de ese barco: nadie saldrá de aquí, incluido Jerry. Disculpe, señor, sé que usted de­sea salir rápidamente, pero no creo que esa sea una buena idea. Ahora debe tranquilizarse. Nos ocuparemos de que esté bien y más tarde encon­traremos una solución.
Yo no me iba a quedar tranquilo por mucho tiempo, pero esperaría a que las cosas se calmasen un poco e insistiría. En tres días debía estar allí, en el puerto, a como diera lugar.


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