"La constelación del olvido" - Capítulo I



A mi abuela Araceli Córdoba.



I


Andrea, en el lecho de muerte, la noche antes de emprender el viaje sin retorno, tuvo un sueño premonitorio que implicaba a su biznieta Andreíta, aún no nacida.

Ella no era una persona supersticiosa, tampoco creía en las predicciones, a pesar de que la madre poseyó ciertos dones intuitivos y presintió, en ocasiones, sucesos de diferentes edades, remotas y futuras. Las voces del Más Allá se comunicaban con esta en un lenguaje ignoto, que de modo incomprensible entendía, para transmitirle mensajes a veces cifrados y otras veces de una meridiana claridad. Andrea, al principio, pensaba que la madre se perdía entre las musarañas con excesiva frecuencia o que su imaginación se disparaba en demasía, o que las coincidencias y el azar actuaban en los casos en que ella vaticinaba algún hecho, que luego se cumplía. Pero en aquel momento, cuando la última hora se acercaba sigilosa, ni siquiera el escepticismo le impidió tomar la firme decisión de volver a este mundo para evitar que ese sueño se hiciera realidad, si es que podía regresar, de algún modo, del lugar donde moran las almas cuando han perdido el traje material.

Su agonía se prolongó todo el día y, a intervalos, hablaba sin que apenas se le entendiese; repetía cosas incongruentes, palabras sueltas de conversaciones, tal vez anteriores, que
mezclaba como en una batidora. El pasado, el presente y el futuro se superponían, no distinguiendo cuál era uno y cuál era otro, pero lo que decía muy claro, con una nitidez luminosa, era que iba a volver y que algo impediría. El humo del olvido danzaba en su cerebro y se extendía, y minutos después sus neuronas maltrechas recuperaban porciones de memoria que, como trozos de espejos rotos, reflejaban su historia fragmentada. Se le agitaba la respiración y reanudaba la retahíla de vocablos inconexos. Buscaba los rostros de sus seres queridos y con dificultad trataba de apuntar la mirada, repitiendo como en una letanía: «Volveré, volveré. Lo impediré, lo impediré».

En uno de esos instantes de lucidez pidió papel y lápiz, con insistencia. Escribió a duras penas varias líneas torcidas y con inquietud dio orden expresa de que nadie leyera esa nota concisa a no ser que jamás regresara del Más Allá. Dobló la cuartilla con obsesión y con la dificultad propia de una inválida, hasta reducirla al tamaño más pequeño que pudo, y la ocultó en la palma de la mano, cerrando y apretando los dedos contra ella para evitar que se desvelase su secreto.

Aquello dejó estupefacta a la familia. Nadie lo comentó, pero las miradas se cruzaron, iban de unos a otros buscando en algún semblante indicios de intuición, un gesto que aclarase el enigma, una pista que les sacara de la perplejidad, sin embargo todas las expresiones fueron de turbación y la única señal la emitió una hija, que se encogió de hombros.

El secreto familiar se había mantenido oculto durante varias generaciones. Mamá Justina, la abuela de Andrea, fue la primera guardiana de ese oscuro enigma. Así, la mujer, en soledad soportó la carga sobre los hombros hasta que murió, momento en que traspasó a Andrea la custodia de esa herencia misteriosa. Un 10 de octubre de 1958 esta descubriría el funesto asunto, a la edad de treinta y seis años, cogiéndole por sorpresa, del mismo modo que el estruendo rompe el silencio, y causándole un sobresalto que le hizo morderse la lengua por el resto de sus días.







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