"La constelación del olvido" - Capítulo II

II


Provocaba un miedo atroz, en especial a los más pequeños que la miraban con diminutos ojos de niños, en los cuales todo se magnifica, y la percibían como una enorme ogresa. Sospechaban que en cualquier momento saltaría sobre ellos para convertirlos en sus presas, que los desmembraría de un zarpazo y acabarían descuartizados, desparramados por el suelo como piezas de caza. Temblaban como álamos en un día de ventisca, les castañeaban los dientes y el corazón les latía deprisa temiendo por su integridad física. El espanto se les metía en los cuerpos, se sumergía en las más profundas cavidades y allí se quedaba, aferrado como una garrapata, atrincherado entre los pliegues de los músculos, y les lanzaba a correr para esconderse y para ponerse a salvo. Pero de la imaginación no
podían huir, los destinos terribles y las grandes catástrofes que aparecían en sus fantasías, sin ningún tipo de control, les perseguirían casi toda la vida.
Aunque eso ocurría cuando Andrea estaba en pleno uso de sus facultades, ahora llevaba casi tres años con la parte izquierda del cuerpo inmovilizada, desde principios de agosto de 1991. La parte derecha, que mantenía intactas sus funciones, no asumió el sobreesfuerzo que le supondría caminar con un costado a rastras. Lo normal habría sido que ella se empeñara en seguir de pie, que luchara con todo su ahínco para arreglárselas sola, sin ayuda de nadie, pero el empuje que la caracterizaba desapareció de pronto, como barrido por una bocanada de viento.
Su vida transcurría en una cama, prisionera de las sábanas y del sueño que invadía su vigilia a cada rato, sin importar que fuera de día o de noche, media mañana o media tarde. Quedó limitada a comer y a dormir, a ver un poco la tele, a hojear alguna revista, a sentarse en su sillón cuando la levantaban, para que el cuerpo no se acostumbrara a estar siempre ocioso en posición horizontal, a dar un corto paseo en la silla de ruedas, si alguien la empujaba, y poco más. Aunque también se dedicaba a tocar la campanita que le servía como señal de aviso para que su hija Carmina, con la que vivía, de inmediato la atendiera; necesitaba un cambio de postura o un sorbo de agua, o que le facilitara el orinal, o que le rascara la espalda, o solo que la acompañara. Cuando Carmina tardaba más de lo razonable para ella, la campana tintineaba hasta agotarse, por el frenético ritmo al que la sometía su mano diestra que conservaba el brío innato de su talante y la impaciencia que la determinaba.
Sí, la paciencia nunca fue una de sus virtudes. Esperar apenas unos minutos ya le venía largo, su sangre comenzaba a bullir como agua hirviendo y la explosión de improperios, que desencadenaba, parecía una ristra de cohetes detonando en cadena, fuegos artificiales que se desvanecían dejando una estela de humo en las alturas de su rostro.
Tenía que salirse con la suya a toda costa, de lo contrario fruncía el ceño, apretaba el hocico y estiraba la cara que adquiría aspecto de alpargata. Durante días mostraba el semblante imperturbable como signo de enfado y hábil maniobra para infringir el castigo merecido a aquellos que la hubiesen frustrado. Chantaje emocional podría llamarse, o manipulación, o estrategia baldía, pues esa pretensión de conseguir de los demás lo que se le antojaba, aquí y ahora, ni antes ni después, en el instante justo, casi nunca le proporcionaba réditos. El mal humor, que se le instalaba en la misma médula como un huésped latoso, sobre todo le hacía mella a Andrea, porque donde sembraba heridas invisibles era en su alma, esa región oscura, llena de cicatrices, que a veces se le escapaba por el resquicio de la inconsciencia, la perseguía y no le daba tregua.
Ese talante indómito era solo fachada, tras él se cobijaba una mujer vulnerable, un alma sensible, un corazón muy tierno con un inmenso miedo a sufrir, con verdadero pánico a que los fantasmas del pasado, sepultados con sumo cuidado, se levantasen de las tumbas, y el dolor encerrado del que se protegía le asaltara de nuevo sin previo aviso.
Era el caos personificado, imprevisible y fuerte. Por momentos el volcán de su temperamento rugía y vomitaba lava, y al instante siguiente el agua mansa de su genio se erigía protagonista, o afloraba su generosidad desviviéndose en atenciones, o exhibía durante mucho tiempo la cara de alpargata.

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