Domingo. No sé por qué las horas parecen eternas, se estiran como chicle. Estoy al lado de una pensión desagradable, las caretas que entran no son muy católicas que digamos. No es recomendable mirar, porque uno teme quedar pegado, ser cómplice de algo, aunque solo sea con la mirada. Se dice que algunos inquilinos venden droga, otros dicen que hasta hay asesinos encubiertos y la policía no hace nada porque también está metida. No sé, pero parece una cárcel tumultuosa y abierta.
Me siento a tomar unos mates en el fondo y escucho por la tapia que Cándido Voraz acaba de huir porque aparentemente lo persigue la cana.
Un poco intranquilo salgo a la puerta, para husmear otra novedad que me de indicios de algo. A lo lejos la sirena del patrullero parece que se aproxima. Algo llama mi atención en la vereda, brilla bastante. Me acerco, lo levanto rápido y entro a la casa. La policía está más cerca. Me voy al baño y cierro la puerta. No sé por qué si estoy solo. Abro mi mano para ver qué es y la sorpresa me lleva a reír a carcajadas:
—¡Un ojo de vidrio! —quien iba a decir que mi gran tesoro ahora era un ojo de vidrio.
«Menos mal que lo encontré yo y no la yuta, quizás el tipo es bueno, después de todo es el que parece más decente», pensé.
En eso llega la policía. Escucho que hacen preguntas. Interrogan a la dueña del antro, una mujer sesentona, gorda, que solo reclama el pago de la pieza entre lamentos y sollozos y lo único que dice es que el sospechoso lleva un ojo de vidrio.
El patrullero se va.
Parece que la calma vuelve a la cuadra, al menos en forma momentánea.
Comienzo a sentir fuertes dolores de cabeza, la situación reciente me puso algo nervioso y salgo a la farmacia, un quiosco o algo donde comprar aspirinas.
Doblo en la segunda esquina y el temor de encontrar a Cándido me invade. Cierro el ojo y sigo caminando a ciegas hasta que el temor desaparece. Me doy cuenta que estoy solo en la cuadra.
De repente, un delirio de persecución se apodera de mí. Comienzo a caminar más rápido. Miro hacia atrás y sigo solo, pero no puedo calmarme, me duele cada vez más la cabeza y ahora comienzo a correr. Alguien me persigue. Miro de nuevo y realmente alguien me persigue. Tiene el porte del tipo de la pensión. Tal vez vio cuando levanté el ojo de vidrio en la vereda. No me detengo, corro cada vez más rápido. Doblo en la esquina y un hombre me toma del antebrazo con fuerza. Lo miro y es el que huyó. En eso un auto de la policía frena, bajan dos uniformados y Cándido Voraz les dice a gritos que soy yo el que acaba de huir. Niego y refuto su versión diciéndoles que es él. Entonces Cándido les pide que revisen quien de los dos lleva un ojo de vidrio y verdaderamente el ojo lo tengo yo, pero es de él. Grito desesperado, pero nadie oye.
Me pegan un bastonazo detrás de las rodillas. Forcejeo, pero igualmente siento el clic de las esposas. Me obligan a entrar al patrullero, me reducen, como se dice en la jerga policial. Con la poca fuerza que tengo, giro la cabeza para ver al infeliz de Voraz como disfruta de la escena, pero increíblemente, se esfumó.
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