Prólogo
Recordando recuerdos
Somos lo que elegimos ser.
Tanto si nos abandonamos o adaptamos a lo que va viniendo, como si nos empeñamos en pulirnos para dirigirnos a una dirección, somos lo que elegimos ser… dentro de cada circunstancia.
Pero, irremediablemente, una parte de nosotros está hecha de recuerdos. Y no porque estos existan y nos condicionen, sino porque los recuerdos forman parte de nuestra historia y, tanto si dejamos que nos influencien como si los olvidamos, esa elección nos hace ser de un modo u otro.
Abro la puerta de la terraza a las cuatro de la tarde y el sol de abril inunda los amplios doce metros cuadrados de baldosas y muro. Es inusual, en esta época del año en Ávila, esta temperatura.
Los rayos de sol calientan mi piel agradablemente, la tibieza del ambiente inunda mis sentidos y el aroma de la primavera se ceba especialmente en uno de ellos, mezclando su fragancia con el de la ropa limpia que cuelga, aún húmeda y más blanca que otras veces por la luz, cerca de mí.
Pienso en que
me apetece mucho sentarme este ratito a escribir el prólogo del libro de Moisés. Tengo muy claro desde el principio cómo voy a titularlo, pero retengo vagamente las ideas que me pasan por la cabeza para que le sigan. Eso sí, todas ellas me llevan a mis abuelos.
me apetece mucho sentarme este ratito a escribir el prólogo del libro de Moisés. Tengo muy claro desde el principio cómo voy a titularlo, pero retengo vagamente las ideas que me pasan por la cabeza para que le sigan. Eso sí, todas ellas me llevan a mis abuelos.
Hablar de recuerdos en este momento de mi vida en el que tengo a mi familia, en el que afortunadamente tengo a mis padres y con salud, hablar de historias pasadas me lleva a mis abuelos.
Con ellos he disfrutado de largos ratos, días, en la infancia. Mis abuelos maternos, concretamente, pasaban las tardes alrededor de su mesa camilla, sobre todo en la época de frío. Ellos, en sus dos grandes butacas de orejas; mis hermanos y yo, mientras mi madre cosía, en los sillones cercanos, merendando los postres que mi abuela cocinaba, de manera habitual, de forma casera. Y siempre en esos ratos se colaban recuerdos. Cualquier cosita cercana servía como excusa para hablar de algo que les recordaba a épocas pasadas.
«Hija, a ver si te vas a manchar la blusa, con lo blanca que es».
A lo que alguien replicaba: «Como la blusa almidonada, ¿te acuerdas?». Y solo con esa frase, se sonreían entre ellos y mi madre, y contaban —una vez más, como tantas tardes— la anécdota de la camisa almidonada, «porque antes se almidonaban, hija», a la que le echaron una copa de vino de manera intencionada, solo por el gusto de romper el blanco impoluto. Nos reímos todos, una vez más también.
Y como esta, cientos y cientos de anécdotas de mis cuatro abuelos: de bandidos que asaltan carretas en los caminos, de funerales al comienzo de la Guerra Civil, de negocios arrancando con una motocicleta o de escapadas a caballo a escondidas por praderas abulenses que… ahora están cubiertas de edificios.
Y aquí estoy hoy, recordando recuerdos. Recuerdos de mis abuelos que son, desde hace décadas, míos también, gracias a que ellos, intencionadamente o no, se encargaron de narrarlos, haciendo de esta manera que haya tejido un camino de historias en mi memoria, y haciendo también que no olvide mis raíces, para que pueda darles pinceladas o brochazos de ellas a mis hijos, si me parece.
Como Moisés a sus nietas.
Regalo en forma de novelas —la anterior, Candiles para Lucía, un auténtico tesoro entrañable— a sus queridas y amadas niñas.
Para que, ya sea en primera persona o como una historia inventada, tengan un presente de su abuelo, en forma de libro. Un recuerdo que les explique sus raíces, una época no vivida, una forma de vivir —o sobrevivir— que no han conocido, la miseria más feliz. Una historia que guardar u olvidar. Que callar o contar en un futuro.
Un recuerdo que recordar.
Paula Velasco
Ávila, 12 de abril de 2019
Capítulo 1
Días de angustia
Jueves, 8 de diciembre de 2016
Terrassa. 05:56 de la mañana.
Doce horas después de recibir la noticia del accidente
y el ingreso del anciano en el Hospital Provincial de Ávila.
Habían transcurrido casi tres décadas desde el accidente en la montaña. Durante años Javier se había mantenido ágil y lleno de vitalidad, pero tras el atropello de ayer todo se había precipitado.
La edad pasaba factura y aquello no presagiaba nada bueno.
El padre de Lucía y Carla no entendía el empeño de su abuelo por alejarse de Terrassa y pasar largas temporadas en el pueblo.
«Si hubiera continuado con nosotros todo sería más fácil. Él estaría ingresado en un hospital cercano a casa; mis padres no se hubieran tenido que quedar con él y nosotros no tendríamos que realizar este montaje. Ahora entiendo a mi padre cuando decía que siempre fue un cabezota», pensó mientras cerraba la maleta.
―Venga, niñas. No os entretengáis más, por favor, que ya son casi las seis ―les apremió Carol a sus hijas.
―Vámonos o perderéis el tren ―añadió su padre, mientras cargaba el equipaje en el ascensor.
―Ya voy, papá ―asintió Lucía saliendo del servicio.
―¡Un momento, plis! Guardo el joyero, cojo el ordenador y salgo en seguida―contestó Carla desde su habitación.
―Adiós, mamá ―se despidió Lucía, besando a su madre.
―Hasta el sábado, mami ―continuó Carla, abrazándola.
David y sus dos hijas descendieron hasta el garaje, subieron al coche y salieron a la calle para dirigirse a la estación del Norte.
Al llegar a la rotonda del Paseo 22 de julio se toparon con la Policía que les cerraba el paso, impidiéndoles el avance.
―¿Qué sucede? ―preguntó Lucía a uno de los agentes.
―El edificio y la plaza de la estación están ocupados por unos manifestantes que no permiten el acceso a las vías.
―Mierda ―gruñó Carla al ver que no podían seguir adelante.
―Nos vamos a la estación del Este. Aún estamos a tiempo de llegar ―anunció David sacando el vehículo de aquel atolladero.
Poco después estacionaron el coche al aire libre y corrieron hacia el moderno edificio de vidrio y metal veteado en rojo.
Lucía casi se estampa contra el cristal de la puerta de acceso al vestíbulo, pues a pesar de la hora, esta seguía cerrada con llave.
―Lo que nos faltaba ―refunfuñó David golpeando el vidrio.
―¡A buenas horas llega el listo este! ―se lamentó Carla al ver aparecer, corriendo y medio adormilado, al vigilante.
Justo entonces se escuchó el traqueteo de las vías. Momentos después, mientras el guardia jurado abría la puerta del vestíbulo, el sonido del tren comenzó a alejarse de la estación.
―¡Perdón! Lo siento mucho. Me he despistado ―se excusó el portador de las llaves intentando justificar su retraso.
―¿Lo sientes? Lo sientas o no, nos has fastidiado bien. Como ellas pierdan el AVE te pondré una denuncia ―amenazó David.
Con más de media hora de retraso según lo previsto las dos mozas llegaron a la estación de Sants (Barcelona). Abandonaron el adormilado cercanías a toda prisa; ascendieron por la escalera metálica a empujones; sortearon a la muchedumbre que hacía cola en las taquillas; descendieron por otra escalera y; tras correr por el solitario andén accedieron al AVE en el último instante.
―¡Por los pelos! ―exclamó Lucía al cerrarse las puertas.
―Suerte que llevamos zapatillas. Con tacones nos hubiéramos matado ―comentó Carla, entre jadeos.
Se acomodaron en sus asientos dispuestas a dejar pasar, de la mejor manera posible, las tres horas de viaje hasta Madrid.
Carla miró el móvil y vio que tenía cuatro llamadas perdidas.
«¿Qué querrás ahora, mami? Luego te llamo», se dijo para sí.
Lucía extrajo el e-book del bolso y se dispuso a releer su libro preferido, Candiles para Lucía, para adelantar el trabajo que estaba haciendo en la facultad con sus alumnos sobre la España rural del S. XX. Casi se lo sabía de memoria, pero el vínculo que le unía a él la llevaba a releerlo cada cierto tiempo.
Entonces sonó el móvil de Carla y ella aceptó la llamada.
―Dime, mami… Sí… ¿Quéé?… ¡Mierda, mierda, mierda!
―¿Qué sucede? ―se alarmó Lucía, al escuchar la malsonante expresión de su hermana.
―Que con las prisas me he dejado el ordenador en el asiento del coche de papá y lo necesito para terminar el artículo de hoy.
―No sufras. No creo que allí te haga falta. En el pueblo no tenemos conexión a internet y no podrás enviarlo a través del ordenador a no ser que te las arregles con el móvil. Además, apenas llega la señal. Es un verdadero suplicio.
―Tenía pensado pasarme por casa de tía Clara, en Ávila, para que me dejara conectarme a su red y subirlo desde allí a la nube, pero llevo un rato llamándola al móvil y no me coge el teléfono.
―Pues llama a papá o mamá y diles que te lo envíen ellos. Ya le pedirás el portátil a tía Clara más tarde. No creo que ella lo utilice demasiado. Con el de sobremesa tendrá suficiente.
―Ok. Le enviaré un wasap para ver si lo tiene disponible.
A las tres horas del viaje hasta Atocha, debieron añadir otra de espera en la estación de Chamartín y dos más para recorrer el insufrible trayecto entre la capital española y la abulense. Más de un siglo después, Ávila continuaba tan alejada de Madrid como el día en que se inauguró la línea de ferrocarril.
Cuando las jóvenes descendían del tren en la estación de Ávila vieron una cara conocida. Su abuelo Javi las esperaba en el andén para acompañarlas al hospital donde estaba el bisabuelo.
―¿Cómo ha ido el viaje, chicas? ―preguntó el abuelo al llegar a la altura de sus dos nietas.
―Cansado, pero bien ―contestó Carla dándole un beso.
―¡Hace un día de perros! ¿Qué tal vuestros padres?
―Bien, bien. Ellos vendrán el sábado. Mamá viaja hoy a París y no regresará hasta mañana por la noche. Y papá tiene una reunión en la empresa mañana por la tarde ―explicó Lucía.
Acto seguido se desplazaron al hospital en taxi y una vez allí localizaron la UCI, donde se encontraba el paciente. Junto a él permanecía su nuera Isabel desde el día del ingreso.
―Hola yaya ―dijeron Lucía y Carla dirigiéndose a su abuela.
―Hola niñas. ¡Qué alegría veros! ―contestó ella abrazando y besando a sus nietas―. ¿Y vuestros padres? ¿Qué tal están?
―Bien. Llegarán el sábado a mediodía. Mamá está de viaje y papá trabaja mañana ―respondió Carla.
―¿Cómo está el bisabuelo? ―preguntó Lucía a su yaya.
―Bastante mal. Los médicos no tienen muchas esperanzas.
―¿Está consciente? ¿Sabes si nos oye? ―preguntó Carla.
―No lo sé. El neurólogo dice que le hablemos de sus cosas.
Que le recordemos anécdotas. A veces parece que haga muecas, pero no ha abierto los ojos, ni ha dicho nada, desde que ingresó.
En aquel momento entró la enfermera para decirles que había terminado el horario de visitas y que debían abandonar el box.
―Por cierto ―les comunicó esta― ha venido un señor muy mayor diciendo que era amigo de Javier desde pequeño y nos ha preguntado si podía verlo. Le hemos explicado que ahora era imposible, pero que lo consultara con ustedes cuando acabaran la visita.
Lleva un buen rato sentado ahí fuera, esperando.
Tras dejar al paciente a cargo de la enfermera, el cuarteto se dirigió a la desangelada sala de espera para saludar al visitante. Nada más verlo, Javi e Isabel lo reconocieron. Era Ismael, el amigo de infancia de Javier. Le saludaron con cortesía y tras presentarle a Lucía y Carla le pusieron al corriente del delicado estado de salud de su apreciado compañero.
―Lo siento mucho. Es mi mejor amigo ―dijo Ismael.
―Lo sabemos ―contestó el abuelo― él te tiene mucho cariño.
―¿Qué dicen los médicos? ¿Se recuperará?
―Dicen que está muy mal. Dudan que salga del coma. Y si lo hace, no saben cómo quedará. Eso sí, nos piden que le hablemos para ver si recupera la consciencia ―intervino Isabel.
―¿Os molesta si vengo a visitarlo por las tardes?
―Claro que no, Ismael. Puedes venir cuando quieras. Pero ya sabes que aquí el horario de visitas es muy estricto y nosotros estaremos con él todo el tiempo que podamos ―aclaró Javi.
―Muchas gracias. Lo entiendo. Intentaré no ser un problema.
Vivo cerca de aquí y me puedo pasar a cualquier hora.
Al día siguiente, Ismael fue el primero en ir a visitar a su fiel amigo y pronto se ganó la confianza de familiares y enfermeras.
Por eso, cuando Carla entró en el Hospital y descubrió que el enfermo había sido trasladado a planta, y que junto a él estaba su inseparable amigo, haciéndole compañía y hablándole de cosas del pasado, le agradeció el gesto con sentidas muestras de afecto.
Tras besar a su bisabuelo, acariciarle y dirigirle unas palabras, a Carla le sonó el móvil y salió al pasillo para atender la llamada.
Terminada la conversación regresó de nuevo a la habitación y, sin quererlo, quedó prendada por las vivencias que Ismael traía, en voz alta, a la memoria de su amigo. Entonces floreció la idea. Los días siguientes se repitió la escena y, sin consultarlo, Carla comenzó grabar con su móvil las historias de Ismael.
El sábado llegaron los padres de las jóvenes y tras hablar con los doctores se confirmaron los peores augurios: «mientras no remitiera la hemorragia era imposible evaluar los daños», dijeron.
Al mediodía del día siguiente, domingo, 11 de diciembre de 2016, al ver que la evolución del enfermo era impredecible, Lucía, Carla y sus padres decidieron regresar a Terrassa para reincorporarse a sus respectivos puestos de trabajo.
A la hora de la despedida Carla hizo un aparte con Ismael. Le explicó sus intenciones y le preguntó si estaría dispuesto a grabar las historias y enviárselas para que ella las recopilara en un libro.
―No sé si sabré hacerlo, joven. No me llevo demasiado bien con estos aparatos y con la vista que tengo, peor aún.
―Claro que sabrá, hombre ―le animó Carla dándole un beso.
―Se lo diré a mi nieto Ángel para que me eche una mano con el móvil. Él es un experto en estos temas.
―Muchas gracias, Ismael. Ordenaré todo lo que me envíen, lo pasaré al ordenador y se lo remitiré para conocer su opinión.
Una vez conseguido su propósito, Carla besó al anciano, al enfermo y a sus abuelos y abandonó la habitación con destino al coche donde la esperaban sus padres y su hermana.
―Vamos. ¿Dónde te has metido? ―protestó su padre.
―Ya pensábamos en ir a buscarte ―añadió su madre.
―Tranquilos. Me estaba despidiendo de Ismael ―aclaró ella.
―Pues menuda despedida ―rezongó Lucia, con segundas.
―Venga, que a este paso vamos a llegar a las tantas ―zanjó la charla el padre, abrochándose el cinturón de seguridad.
Instantes después circulaban, silenciosos y preocupados, por la carretera N-110, con destino a la autopista que les conduciría a su destino en Terrassa.
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