House of Wolves - Capítulo 1: Encuentro en el bosque



Capítulo 1

Encuentro en el Bosque


Hacia el Este, las últimas estrellas de la noche desaparecían en el inexorable azul. Amanecía un tórrido día de verano sobre los Bosques del Sur, pero debajo de las gruesas ramas de sus árboles la sombra permanecería fresca por horas aún. Lentamente, el silencio de la noche empezaba a extinguirse con susurros y cantos que invadían el aire. 
El pájaro asomó la cabeza desde debajo de su ala y parpadeó perezoso ante los rayos de sol que se colaban por las hojas de su hogar. Soltando un trino para anunciar su regreso al mundo, abandonó el calor del nido y dio unos saltitos hacia la punta de su rama. Su compañera regresaría pronto a cuidar de los huevos y a él le esperaba un largo día de recolección. Estiró las alas y se lanzó al vacío… 
Una piedra chocó contra su cabeza. El pájaro se precipitó hacia el suelo en un remolino de plumas y huesos rotos. Cayó con un golpe seco sobre una piedra plana junto al arroyo, pero estaba muerto antes de aterrizar. 
La cazadora se acercó a su presa, la levantó por las patas y la sopesó. 
Serviría. Una vez que lo hubiera desplumado y hervido, sería una buena cena; tal vez un poco frugal. Con movimientos expertos, lo ató a su cinturón, de donde ya colgaba su compañera junto a otras presas que había tenido la suerte de capturar. Había sido una noche muy productiva. 
Satisfecha consigo misma, la cazadora dirigió su mirada hacia la rama de la que había descendido el pájaro. Técnicamente, tenía carne suficiente para pasar este y varios de los siguientes días, quizá incluso para escabullirse en el mercado en las afueras del pueblo y vender un poco. No necesitaba los huevos escondidos ahí como un tesoro, pero sería un desperdicio dejarlos. Los pichones nacerían sin nadie que los alimentara y morirían de hambre casi inmediatamente, si no se los comía algún pájaro más grande o incluso algún reptil trepador. 
Además… podía usarlos para hacerse una torta de miel con la vieja receta de la Abuelita. Hacía mucho tiempo que no se regalaba un gusto. 
Decidida, la cazadora se paró junto al tronco del árbol y calculó la distancia y el peso que podía sostener la rama. Iba a necesitar ser todo lo liviana que pudiera, así que se desabrochó el cinturón y, tras un segundo de vacilación, se echó la capucha hacia atrás y se quitó la capa también. Era pesada y larga hasta los pies, quizá no la mejor vestimenta para un día tan caluroso como aquel. Pero cuando había que dormir en el bosque, no existía prenda más cómoda y, su color violeta oscuro, la ayudaba a disimularse en las sombras, lo que le daba una ventaja tanto sobre sus presas como sobre sus predadores. 
Analizó el tronco. Era grueso, pero joven, así que le costaría encontrar asideros hasta que hubiera escalado a la altura de las ramas. Sacó las dagas del interior de sus botas y clavó una en la madera con decisión. La savia manó copiosamente por unos segundos, pero luego se secó, así que clavó la otra un poco más arriba. Aferrándose a las empuñaduras, trepó con agilidad, sus pies colgando sobre el vacío, todo su peso sostenido por la fuerza de sus brazos. Llegó a la primera rama en cuestión de minutos y, desde allí, alcanzar el nido huérfano fue un juego de niños. Una sonrisa se dibujó en sus labios finos. Del bolsillo de su falda sacó una bolsa de seda y, uno por uno, metió los huevos dentro. La cerró con fuerza y se la estaba echando al cuello para bajar sin romper ninguno, cuando divisó algo enorme y negro por el rabillo del ojo. 
No lo había notado antes porque estaba del otro lado del arroyo, pero desde esa altura, no había forma de pasarlo por alto. Era un animal peludo, aunque demasiado grande para tratarse de un lobo. Además, ya no había lobos en el bosque. Podía tratarse de un oso dormido, aunque estaba antinaturalmente quieto para ser así. Sin embargo, si hubiera sido presa de otro cazador furtivo (sabía que ella no era la única que vivía del bosque), ¿por qué lo habría abandonado allí, sin desollarlo ni trocear su carne? Era demasiado trabajo abatir un oso solo para desperdiciarlo de aquella manera. 
La cazadora sabía por experiencia que a veces ocurrían cosas extrañas en el bosque. Efectos de la magia residual humana o tal vez de criaturas que siempre lo habían habitado. En todos sus años allí, ella nunca había visto ninguna, pero hubiera sido imprudente ignorar las leyendas. No podía descartar que se tratara de alguno de esos episodios, contra los cuales ni el filo de sus dagas ni la puntería de sus piedras tendrían ningún poder. 
Lo mejor sería, quizá, olvidarse del asunto. Seguir con su camino, regresar a casa y prepararse la torta de miel mientras los pájaros ensartados se asaban sobre el fuego. Volver (si tenía que volver) cuando hubiera descansado del agotamiento de la noche, cuando sus reflejos fueran más certeros y sus músculos estuvieran preparados para una pelea. 
Pero, se dijo, si esperaba varias horas, la carne del oso empezaría a pudrirse en ese calor y, entonces, no sería capaz de aprovecharla. Cierto, no la necesitaba de manera urgente. Pero la cazadora detestaba desperdiciar lo que pudiera serle de utilidad. 
Cruzó el arroyo saltando sobre el caminillo de piedra que ella conocía. 
Sus botas apenas rozaron las superficies húmedas y para cuando llegó al otro lado, ni sus suelas ni el borde de su falda se habían mojado. 
El oso parecía más enorme de cerca. Sus ojos oscuros miraban sin ver y la lengua rosada asomaba lánguida del enorme hocico. Una nube de moscas ya había empezado a rodearlo, pero la cazadora suponía que, aunque no pudiera aprovechar la carne, la piel sería un buen abrigo para los largos meses de invierno. Volvió a sacar las dagas y se acercó un paso al cadáver. 
La bestia se agitó. 
La cazadora se detuvo, desconcertada. Ese animal no estaba vivo, no podía estarlo de ninguna manera. El instinto le decía que llevaba varias horas muerto, pero acababa de verlo moverse. ¿Sería posible que estuviera agonizando? ¿Que aquellos espasmos fueran los últimos de su vida? Si estaba herido, hubiera estado gimiendo o gruñendo, pero no había ninguna luz en esos ojos vidriosos, ningún aliento saliendo de aquella boca reseca. 
Volvió a avanzar con decisión. El cadáver se agitó de nuevo, con más violencia. Esta vez lo había visto: el movimiento venía del estómago hinchado del oso, como si hubiera algo allí tratando de empujar para salir. 
La cosa se zarandeó otra vez como para confirmar sus sospechas, estirando la piel del animal muerto. 
La cazadora vacilaba. No podía ver de qué sexo era el oso, pero, ¿quizá hubiera sido hembra? ¿Quizá hubiera estado embarazada y su cría hubiera sobrevivido en el vientre a lo que fuera que hubiera matado a su madre? 
Sería extrañísimo. Pero cosas más extrañas habían pasado. De todas maneras, no eran malas noticias para la cazadora: un osezno recién nacido sin duda alguna sería una presa mucho más fácil que una osa crecida agonizante. Se preparó para abrir el estómago del cadáver… 
La punta de un cuchillo asomó entre la piel. La cazadora retrocedió un paso, todavía más confundida. No había manera, aquello no podía estar pasando… 
La hoja afilada se deslizó con suavidad, como si estuviera cortando manteca y ya no quedaban dudas. Alguien estaba cortando al oso de adentro hacia afuera. 
La cazadora se quedó quieta. Bien, aunque muchas personas lo dudaran, a ella no le faltaban los códigos. No es que tuviera muchos, pero los tenía. 
Y uno de ellos era respetar la presa de otro cazador, especialmente si era uno lo suficientemente competente para haber matado a un oso luego de haber sido devorado por este. Sin duda aquella era su señal para seguir su camino pero… la curiosidad pudo con ella una vez más. 
El tajo en el estómago del oso era bastante ancho ahora y las entrañas del animal se desperdigaron por la tierra, como salchichas rojas y malolientes. La cazadora se tapó la nariz y la boca con el brazo, asqueada. 
Definitivamente, no habían matado a ese animal por la carne. 
La hoja del cuchillo alcanzó la ingle y volvió a desaparecer en el interior del oso. La cazadora esperó. 
Una mano pequeña asomó entre el pelaje y la carne medio podrida. 
Estaba cubierta de sangre seca color bordó. Tanteó el suelo con cuidado, como buscando apoyo. La siguió otra mano del mismo porte, una mano delicada, de niño. Hubiera sido una imagen casi inocente de no ser por el cuchillo que parecía grosero en ese puñito. 
La cazadora estaba tan confundida y tan intrigada que no hubiera podido marcharse aunque lo hubiera deseado. Había visto criaturas dar a luz en el bosque y aquello se parecía un poco: la criatura se abrió paso lentamente a través de la carne desgarrada, centímetro a centímetro, como si la abertura que había hecho fuera demasiado pequeña incluso para alguien de su tamaño. Aparecieron sus brazos, su coronilla y sus hombros delicados, tan frágiles como los de los pajarillos que la cazadora se había colgado del cinturón. Con las manos plantadas firmes sobre la tierra, la niña medio gateó, medio se arrastró fuera. Su pelo largo estaba revuelto y pegajoso de sangre, su vestido, desgarrado y manchado. Al fin, apoyó las rodillas en la tierra y torpemente, como si tuviera los músculos adormecidos y le costara moverlos, se apoyó en el cadáver y se incorporó. 
Y entonces la cazadora vio sus ojos. 
Le tomó una fracción de segundo entender que aquellos ojos desenfocados y esa boca medio abierta no eran la expresión de alguien en sus cabales. 
La niña levantó el cuchillo y, con un alarido, se abalanzó hacia la cazadora. 
Un golpe certero en la fina muñeca y un codazo en la cara fueron todo lo que se necesitó. El cuchillo cayó en la tierra húmeda sin emitir sonido y la niña se derrumbó, inconsciente, de espaldas en el arroyo. Las aguas se tiñeron de rojo amarronado. 
El aroma de la sangre y la carroña atraería a ciertos visitantes indeseados. Ese no era problema de la cazadora. Si la cría había podido con un oso, sin duda alguna podría con unos cuantos cuervos. Guardó las dagas y se dio la vuelta para marcharse, pero a último momento se detuvo. 
Después de todo, detestaba desperdiciar lo que todavía era útil. 
Se necesitó mucha agua y gran parte de sus reservas de jabón, pero por fin la niña dejó de parecer un feto que había emergido de las entrañas de su madre antes de tiempo y empezó a parecer… bueno, una niña. Una niña desconcertada y no demasiado inteligente, parada en medio de la cabaña envuelta en una manta y goteando agua de su largo cabello. No quedaba nada de la locura cegadora y la agresividad que la cazadora había visto en sus ojos azules y demasiado grandes para su cara. 
—¿Vas a decirme cómo te llamas? —preguntó la cazadora. 
La cría parpadeó un par de veces, como si fuera la primera vez que notaba su presencia, aunque había sido ella quien la cargó hasta allí, la metió en una cuba de agua y le restregó la piel hasta que estuvo roja por acción de la esponja y no por la sangre. Quizá el golpe en la cabeza hubiera terminado por destruir sus pocas facultades. La cazadora estaba a punto de repetir la pregunta o decirle que se marchara cuando ella habló con voz suave y tímida: 
—Goldilocks. 
Tenía sentido. Su cabello, aunque opaco por el agua, ya había empezado a enroscarse en enormes rizos desiguales y cuando estuviera seco, seguramente sería de un dorado brilloso. Alguien no había sido particularmente ingenioso a la hora de nombrarla. Pero, claro, eso no era infrecuente entre padres de poca imaginación. 
—Locks, ¿eh? ¿Qué hacías dentro del cadáver? —siguió preguntando la cazadora. 
Ella continuó mirándola boquiabierta, como si no hubiera registrado la pregunta. 
—Tu cabello es violeta —comentó al fin —. ¿Eres una princesa? 
La cazadora se echó el pelo hacia atrás con una mueca. La próxima vez que fuera al mercado, necesitaría conseguir más tinta. ¿Y qué clase de pregunta estúpida era esa? ¿Acaso una princesa viviría en el bosque? 
Le dio la espalda y sacó el vestido de la cuba. El agua estaba negra por la mugre y los deshechos, pero la tela había recuperado su color azul original. 
—No contestaste mi pregunta —señaló la cazadora, mientras estrujaba el vestido—. ¿Tú mataste a ese oso? ¿Sin ayuda de nadie? 
Silencio. La cazadora empezó a frustrarse. 
—Niña —la llamó. Dejó el vestido sobre una silla y se dio la vuelta. 
Goldilocks seguía exactamente en el mismo lugar, aferrándose a la manta con fuerza, como si tuviera miedo que se la fueran a quitar. Ya no estaba mirando a la cazadora, sino que tenía la mirada perdida en un punto vacío de la cabaña —. Oye… 
No hubo respuesta. La paciencia de la cazadora era un bien escaso y, tras una noche en vela, consideró que sus reservas se habían agotado. El brazo de Goldilocks era tan delgado que consiguió rodearlo con una sola mano. 
—¡Contéstame cuando te hablo! —gritó la cazadora, sacudiéndola un poco. 
Aquello consiguió una reacción, por fin, si bien no la que la cazadora esperaba. Los ojos azules de la chiquilla se llenaron de lágrimas y su labio inferior empezó a temblar por los esfuerzos de contenerlas. 
La cazadora consideró que era suficiente y la soltó. 
—¿Vas a decirme qué te pasó? —insistió, poniéndose una mano en la cadera —. Porque no tengo tiempo para… 
—¿Estamos en los Bosques del Norte? —preguntó Goldilocks. 
Su voz seguía quebrada y sus manitos se aferraban a la manta con todavía más fuerza. 
—¿No tienes idea de dónde estás? —La cazadora alzó una ceja—. Son los Bosques del Sur. 
—Oh —murmuró Locks, sorprendida—. Estoy lejos de casa. 
El Reino Wolfhausen era famoso por sus bosques. Geográficamente, estaban divididos en los Bosques del Norte, del Oeste y del Sur, pero en rigor se trataba de una sola y enorme arboleda que envolvía el reino a lo largo de sus fronteras y solamente se interrumpía por las montañas al Este. 
Había ríos, arroyos y lagos, árboles tan gruesos y altos como torreones, y algunos caminos, la mayoría en decadencia, por los que transitaban los visitantes. 
También había forajidos o personas con pretensiones de forajidos que decidían que pasar unas cuántas incomodidades era mejor que seguir pagándole impuestos al reino. La mayoría no sobrevivían a su primer invierno por falta de previsión. La cazadora a veces encontraba los cadáveres durante los deshielos de primavera. A menos que estuvieran directamente en su camino, ni siquiera se molestaba en moverlos. Los carroñeros necesitaban comer. 
Claro, algunas de las personas que vivían en el bosque eran honestas: leñadores o cazadores para quienes el bosque era una fuente de vida y trabajo. Ese parecía ser el caso de los padres de Goldilocks. 
—Nuestra cabaña era como esta —le contó a la cazadora—. Teníamos un pequeño establo, con un caballo y tres gallinas ponedoras. Mi papá siempre volvía a casa oliendo a agujas de pino y mamá nos servía sopa humeante y deliciosa. Luego me contaban un cuento y me metían en la cama, mientras ellos se quedaban junto al fuego de la chimenea. 
Hablaba como si todo aquello no fuera más que un sueño recurrente, bonito y luminoso, pero frágil y lejano. No había forma de saber si todo eso había ocurrido años o apenas días atrás. 
—Pero una noche —el rosto de Locks se oscureció de repente—, llegaron los osos. 
En los bosques había bestias más salvajes que cualquier forajido. Y bien, ellos necesitaban comer también. 
—Yo estaba arriba durmiendo, pero escuché cómo Azúcar relinchaba y las gallinas se ponían a chillar —continuó Locks. Ahora se había echado la manta sobre la cabeza y a la cazadora no le costó imaginársela en su camita, en aquella misma posición, escuchando el alboroto en que se había convertido su hogar—. Mamá gritaba “¡No, no salgas!” y papá decía “¡No se van a llevar lo nuestro!”. —La respiración de Locks empezó a agitarse sus frases se volvieron entrecortadas y apenas inteligibles—. Y luego un estrépito… como un árbol que se derrumba en el bosque… y mamá seguía gritando, pero ya no podía entender que decía… y papá también gritaba. Mi papá era la persona más valiente del mundo, pero esa noche gritó muy fuerte. 
La cazadora estuvo tentada a decirle que nadie es valiente de cara a la muerte. Pero Locks aspiraba con fuerza, como si se le estuviera acabando el aire. Por fin, las lágrimas que tanto se había esforzado por detener rodaban libres por sus mejillas. 
—La puerta de mi cuarto salió volando. El oso que entró a mi cuarto… era pequeño, ¿sabes? —Su voz volvió a cambiar. Ahora tenía un tono risueño, como si estuviera comentando el clima: “Hoy hace un día caluroso, ¿sabes?”—. Bueno, a mí no me lo pareció. Nunca había visto uno de cerca. No fue hasta que vi a los otros dos que me di cuenta que era el más pequeño. Quizá era hijito de los otros dos. Tenía un trozo del vestido de mamá entre los dientes. 
Se quedó callada. La cazadora la dejó estar por un momento. 
—¿Y luego? —preguntó al fin. 
Goldilocks se sobresaltó y parpadeó varias veces. Era como si no se acordara de quién era la cazadora o de por qué ella estaba ahí. 
—No estoy muy segura —admitió la niña y una sonrisa juguetona apareció en sus labios—. Cuando me di cuenta, el cuchillo de mi papá goteaba sangre y los osos estaban muertos. Supongo que lo habré hecho yo. 
La cazadora sintió un estremecimiento. Había algo perturbadoramente familiar en ese relato. Para mantenerse ocupada, se levantó y comprobó que el vestido de Goldilocks estaba casi seco. El cabello de la pequeña también había acabado de secarse, formando un halo áureo alrededor de su carita en forma de corazón. 
Era, sin duda alguna, una niña adorable. Y tenía la cordura hecha añicos. 
—Así que te fuiste de allí. 
—Antes usé las herramientas de papá de nuevo —dijo Goldilocks. Soltó una risita, como si estuviera confesando una travesura—. Las que él tenía para curtir las pieles de los zorros. Me llevó un par de días separar las pieles y luego fue difícil colgarlas en la pared Sur. Pero sabía que tenía que clavarlas allí. 
—¿Por qué? —preguntó la cazadora. No estaba muy segura de qué era lo que quería averiguar. ¿Por qué se había afanado en aquella tarea o por qué “sabía” que tenía que clavar las pieles allí? La respuesta a ambas preguntas parecía ser la misma: 
—Por si mamá y papá volvían, claro. Quería que vieran lo valiente que fui y que supieran que ya nunca esos osos iban a hacer daño a nadie. 
La cazadora se quedó desconcertada, observándola con el vestido en las manos. 
—¿Acaso los osos no…? 
—Pudieron haber huido —replicó Goldilocks, obstinadamente—. 
Podrían haber estado heridos en el bosque. 
La cazadora sospechó que aquella negación no era del todo sincera. ¿Por qué la habrían dejado sus padres atrás si todavía estaban vivos antes que ella matara a los osos? Si realmente consiguieron huir, ¿por qué no habrían vuelto a buscarla, aun estando heridos, aun suponiendo que su hija había muerto? Habrían querido al menos encontrar algo para enterrar. No, Locks sabía perfectamente lo que los osos habían hecho a sus padres. No había manera de que no hubiera visto sus restos en la casa. Pero mientras ella se negara a creerlo, entonces no sería cierto. Era exactamente tan infantil y descabellado como la cazadora esperaba de ella. 
Goldilocks la miraba con ojos prístinos, como desafiándola a que la sacara de su error, pero tenía los hombros caídos. Probablemente era la primera vez que le formulaba su teoría a otra persona y, quizá, al escucharla en voz alta, se hubiera dado cuenta de su falsedad. La cazadora se mantuvo callada, así que al cabo de un momento, la niña continuó: 
—Los esperé un tiempo, pero sin las gallinas no había mucho que comer y no quería destrozar más al pobre Azúcar. Así que al final me fui. Me encontré a algunos osos en el camino. Esos tampoco le harán daño a nadie. 
—¿A cuántos mataste? 
No sabía por qué, pero tenía la impresión que Goldilocks sabría perfectamente la respuesta a esa pregunta. 
—Cuatro. 
Su sonrisa tenía una pátina de orgullo, como si esperara que la cazadora la felicitara por sus hazañas. Lo que hizo en cambio fue arrojarle el vestido seco y limpio a la cabeza. 
—No puedo hacer mucho por ti —le dijo, fríamente—. No tengo espacio para nadie más. 
—Nuestra cabaña era más pequeña y vivíamos los tres —protestó Goldilocks, mientras tiraba del vestido hacia abajo. 
—Además, presiento que serías una molestia. Tengo demasiados problemas como para además ocuparme de ti —añadió la cazadora, como si la niña no hubiera dicho nada—. El pueblo queda a unos kilómetros. Te será fácil encontrarlo. Alguien te dará asilo si… 
La frase quedó flotando en el aire, interrumpida por un pensamiento repentino. La cazadora la observó forcejear con las mangas de su vestido y descubrió que sí podía serle útil, después de todo. 
—O mejor todavía: puedes ir directamente al palacio. 
—¿En serio? —preguntó Locks, mirándola con ojos enormes. Era posible que nunca en su vida hubiera visto un palacio. A la cazadora casi le pareció ver la ilusión que se avivaba en sus pupilas. 
—Claro que sí —dijo—. El König es un hombre joven, muy sabio y bondadoso. Hasta le dicen el Buen Rey. Si le cuentas tu historia seguramente simpatizará contigo y te dará un trabajo. Puede que en su misma corte. 
La carita de Locks estaba iluminada como un rayo de sol. 
—Eso me gustaría mucho. En el pueblo no habrá osos. 
La cazadora pensó que estaría muy decepcionada con la primera feria con un oso bailarín que pasara por allí. Pero bueno, eso no era asunto suyo. 
Había dejado de ser asunto suyo desde que el estúpido lobo había pasado a formar parte de la ecuación. 
Locks se alisó el vestido pensativamente, como si considerara que no llevaba un atuendo adecuado para presentarse ante el König. 
—¿Querrá recibirme? 
—Bueno, aunque te pongas de camino ahora, no llegarás antes que acabe la hora de la consulta —replicó la cazadora—. Pero eso no es problema. Si le dices que te envío yo, seguramente te abrirá las puertas de par en par. 
La tomó del brazo y suavemente la arrastró hacia la puerta. Goldilocks estaba tan entusiasmada que ni siquiera se dio cuenta que la estaba echando. 
—¿Eres amiga del König? —preguntó, con los ojos abiertos de par en par —. ¡Lo sabía! ¡Es porque tienes el cabello violeta! 
La cazadora no se molestó en contradecirla. Abrió la puerta de su cabaña y empujó a su pequeña intrusa fuera. 
—Ve hacia el Norte siguiendo el arroyo hasta que encuentres un camino de piedra. Pasarás por unas granjas donde puedes quedarte si se te hace de noche —le indicó—. De ahí es todo derecho hasta el pueblo. El palacio se encuentra justo en el medio. No hay manera de perderse. 
Locks se dio vuelta para mirarla. Sus ojos estaban húmedos de nuevo, pero parecía rebosante de felicidad. 
—¡Gracias, gracias! —exclamó, estirando sus bracitos alrededor de la cintura de la cazadora y hundiendo el rostro contra su estómago. 
Por un momento, la cazadora vaciló. Posó una mano sobre el cabello suave y dorado de la niña y se preguntó si realmente sería una buena idea enviarla a la guarida del lobo con su nombre como carta de presentación. 
Luego se dijo que no le importaba. Locks sabría defenderse y enviarle una pequeña desquiciada a la corte era mucho menos que todas las cosas que él había hecho. 
—De nada —dijo, apartándola de ella—. Una cosa más. Si ves otro oso por el camino, no me importa lo que le hagas —se arrodilló para que su rostro quedara a la altura del de Goldilocks. Quería que la importancia de aquel mensaje le quedara bien grabada—, pero los lobos son míos. 
Goldilocks asintió con solemnidad y luego dio un paso afuera. La cazadora se quedó en el portal un momento, observándola marchar. Cuando estaba a punto de volver adentro, Goldilocks giró sobre sus talones casi con miedo en los ojos, como si hubiera olvidado algo esencial. Puso sus manitos alrededor de la boca y gritó: 
—¡No me dijiste tu nombre! 
—¡Violette Riding Hood! —contestó la cazadora. 
Y cerró la puerta. 




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