"Temblores" - XXVI - El incienso

 

—XXVI—

El incienso

 

No vas a la universidad un martes porque odias las clases de ese día así que, en cambio, pasas el día en tu cama. Tus papás te miran con cuidado e impaciencia cuando sales a buscar comida porque te sientes desfallecer.

—¿Hay algún problema? —te pregunta tu papá. Dices que no porque no sabes si hay algún problema o lo estás imaginando.

No te juntas con nadie. Vas a la universidad, donde todavía no tienes amigos porque pareces un imán en reversa con esto de hablarle a la gente, y vuelves a tu casa y haces tus tareas y estudias para no tener que pensar en las cosas perturbadoras que intentan meterse dentro de tu cerebro.

Y Mario te llena el teléfono de mensajes, y Javier se rinde después del cinco mensaje porque ya está acostumbrado a tus humores cambiantes. Te preguntas qué habrá pasado con tus compañeros del liceo. No ha pasado tanto tiempo desde que terminaste eso pero ya parece que no los hubieras visto hace décadas.

Ni siquiera has vivido décadas, Gaspar.

Decides silenciosamente que cortarás a Mario de tu vida porque después de tu derrame cerebral en su casa no tienes las agallas para mirarlo a los ojos de nuevo. Tiene razón: estás fallado, y usualmente lo único que te mantiene ganas de relacionarte con la gente es la idea de que no se den cuenta.

Apenas borras a Mario de tus contactos y lo bloqueas en Facebook te da pena, pero hay cosas peores, te dices. Solo aférrate a todas las veces que te hizo sentir sucio y como basura y olvida todas las ocasiones en las que tú le hiciste lo mismo a él.

No te hace sentir mejor y te pasas el día escondido en tus pensamientos porque tienes miedo de qué terminarás haciendo si tienes tan solo un traspié. No sabes qué estás haciendo en este planeta con tu existencia. Ya deberías saber, piensas. Todos se ven tan seguros de quiénes son o quizás es solo tu impresión y la verdad es que todos andan chocándose contra las paredes metafóricas dentro de sus cabezas.

Te has chocado tantas veces contra la tuya que no te sorprendería que esté tapada en tu sangre.

 

No te gusta mucho lo que estás estudiando, si debes ser sincero, pero no lo odias. Te provoca la misma sensación que las clases en la enseñanza media: no es terrible pero no es agradable. No te gusta ir pero podrías vivir así el resto de tu vida sin sufrir eternamente. Hay cosas peores. Sientes que no aprendes nada de lo que te enseñan y su asiento bien podría estar vacío—pero no es tan malo. Te da algo que hacer con tu tiempo.

No es sorpresa que pases tus clases a duras penas. La mediocridad es la regla en tu vida, pero bien, no importa porque cuando encuentres algo que te apasione comenzarás a esforzarte, ¿cierto?

¿Qué pasa si jamás encuentras eso, Gaspar? ¿Pasarás tu vida arrastrándote de meta vacía a otra? ¿Cuándo fue la última vez que escribiste un poema?

Pero no, te dices, eso no vale, porque no tenías talento para eso. Tal vez es cierto, pero todos sabemos que no hay por qué ser bueno para algo para dar lo mejor de uno en ello. Es solo que es más cómodo quedarse así.

Es siempre más sencillo acurrucarse entre las sábanas y pensar que, de todos modos, nada importa.

 

Javier te saca de tu casa a tirones metafóricos para ir a ver a Cristóbal cantar en una especie de teatro que te llena de nervios por todos los presentes. Lo único que hizo fue anunciarte que te esperaría en tal parte y tú no pudiste con la culpabilidad de dejarlo plantado, así que fuiste y él fingió no sorprenderse al verte ahí.

Se sientan al fondo porque Javier te confiesa que Cristóbal pidió que ninguno de ustedes dos asistiera, pero la curiosidad es demasiada. Sientes que esto es insensible pero ya estás ahí e igual quieres ver, aunque te tengas que tragar unos tropecientos actos antes de que digan Cristóbal Contreras. Te gusta la aliteración. No te gusta como Cristóbal aparece en el escenario pálido de nervios o como Javier suspira como un papá decepcionado.

Es terrible. No puedes explicar cómo porque no sabes nada de música, independiente de lo que diga Javier, pero apenas las primeras palabras salen de la boca de Cristóbal te sientes horriblemente mal por él y te arrepientes de haber accedido a ir. Está murmurando y se ve al borde del desmayo.

—¿Qué onda? —murmuras a Javier, que está casi hundido en su asiento con lo que debe ser el peso de la humillación de Cristóbal. Han sido los veinte segundos más largos de tu vida. Javier niega con la cabeza. Tiene la mirada clavada en Cristóbal así que tú haces lo mismo. El público se remueve en su asiento y tú te quieres morir tanto como Cristóbal debe querer desaparecer ahora mismo.

Pero llega al coro y recuerdas que Cristóbal, pese a sus nervios y sus manierismos raros, sabe cantar. Y debe ver el asombro del público que ya había perdido fe en él porque sus temblores se alivianan un poco y sigue la canción con algo más de fuerza, con una firmeza inusual en su voz. Solo has escuchado a Cristóbal cantar cosas suaves—no gritarle melódicamente a un micrófono.

Grita muy bien. Su voz se rasga pero se siente calculado. Te preguntas por qué habrá escogido esta canción porque dudas que haya sido solo por su dificultad técnica. No crees, tampoco, que sea un fan de Sia.

No tienes idea de qué estará haciendo Javier porque toda tu atención está en el escenario. Darías lo que fuera para saber qué está pensando Cristóbal mientras grita sus tripas en contra del micrófono. Qué piensa cuando la gente aplaude.

Javier sonríe como si hubiera ganado un premio y te sientes raro porque sientes que has puesto en pie en algo que no te incumbe a ti. Cristóbal huye del escenario y Javier te da un codazo.

—¿Vamos? No me importan los demás pelagatos —te dice. Tú asientes, pensando que debe ser un honor que Javier distinga a alguien del resto del mundo. El aire de afuera está repleto de frío nocturno y ni siquiera el cigarro que Javier te convida logra que te sacudas los escalofríos—. Lo hizo bien.

—Le salió la raja.

Javier se ríe y luego te mira con atención.

—Hace rato que no te veía.

Alzas los hombros.

—La u me tiene ocupado.

A principio de semestre, claro. Piensa mejor tus mentiras, Gaspar. Javier decide no mencionarlo.

—¿Me acompañas a un lugar? —pregunta él. Tú accedes porque no tienes nada que hacer y la noche tiene aire de que hay pasarla en la calle. Se sube a una micro que va a Valparaíso y tú vas con él, sin cuestionarlo. No se te va que Javier empieza a tiritar a tu lado cuando el bus está en Valparaíso, pero no dices nada.

Decide bajarse al otro lado de Valparaíso y tú lo sigues. Estás seguro de que van a terminar siendo apuñalados pero no interesa mucho, así que sigues a Javier mientras camina silenciosamente por la costa. Puedes escuchar el mar. Casi nunca lo oyes de noche, cuando el ruido es ensordecedor

Javier se detiene al lado de la baranda, mira hacia abajo y tú haces lo mismo. Puedes ver la playa y unas cuantas piedras, no muy abajo.

—¿Bajamos por aquí?

—Uh, ¿por qué no caminamos hasta la entrada?

Javier rueda los ojos y, antes de que puedas decir algo, salta la baranda y comienza a descender por las piedras. Tienes un muy mal presentimiento así que lo sigues pero las olas llegan hasta las rocas y lo único que puedes pensar es en el hermanito muerto de Néstor, lo cual es tonto porque es imposible que alguno de ustedes dos muera ahogado aquí. El agua no alcanza a llegar tan arriba y abajo hay arena. Todo va a estar bien.

Casi te resbalas. Fue mala idea. No puedes ver a Javier y cuando decides llamarlo solo para asegurarse de que no te dejó solo en la playa, en medio de una hazaña de imbecilidad suicida, escuchas un respiro ahogado, un garabato susurrado y algo deslizándose ásperamente.

—¿Javier? —llamas. Escuchas otra puteada. Estás prácticamente sentado en una piedra, buscando con los ojos en la oscuridad, pero no ves nada y el pánico te agarra de golpe—. ¿Dónde estás?

—Aquí.

Tu corazón late un poco más lento. Está un poco más abajo así que avanzas con cuidado, con cierta agilidad que olvidas que tienes hasta que reconoces su chaqueta a pocos metros de ti. Está entre unas piedras, sentado, y no parece que haya un problema, pero lo sientes. Algo está mal. Te deslizas hasta estar a su lado y estás cubierto en arena y sal por tu esfuerzo.

Tus ojos tardan en adaptarse a la oscuridad pero cuando logras verlo bien bajo la poca luz que ofrece la Luna, te vienen unas náuseas familiares. No puedes ver bien por su chaqueta pero algo está mal con su brazo.

—Quítate la chaqueta —dices. Estás alejado de la realidad. Javier te hace caso en silencio aunque debe ser un suplicio hacerlo y luego te mira con una calma enrarecida que dura unos pocos segundos. Los dos miran su brazo, como la sangre se agolpa en la piel y como el músculo, pese al quiebre del hueso, tiembla con algo que parece movimiento residual. No estás seguro de cómo funciona esto y no tienes tiempo de pensarlo, de todos modos, porque antes de saber qué estás haciendo estás en tus rodillas y casi encima de Javier, que sigue con esa expresión que solo ahora notas que no es calma sino estupefacción.

—¿No te duele? —preguntas con trepidación. Javier murmura algo incoherente y, como si tu duda hubiera prendido el interruptor y bajado la adrenalina, toma aire ruidosamente y gruñe entre dientes, empuja el piso con sus tobillos y se aprieta la mandíbula. Los ojos se le llenan de lágrimas—. Okay, okay, mira, cálmate…

—Estoy calmado —brama. Asientes mientras intentas que las manos se te compongan para poder llamar a un taxi—. ¿Ves? Por eso no debo salir de Viña.

—No seas hueón —respondes. No puedes verle el brazo sin sentir asco, pero no sabes qué hacer. Javier está pálido y sigue sangrando un poquito. Dudas que la gente se muera por tener huesos rotos, pero la cuestión igual te acecha.

—Si cada vez que salgo me parto algo…

—No es salir de Viña lo que hace que tengas accidentes, es que eres retrasado mental lo que hace que tengas accidentes, así que ahora cállate y déjame pensar.

No tienes que pensar mucho. La señorita que contesta el 131 te pregunta cuál es la emergencia y tú le tienes que preguntar a Javier cómo se llama lo que sea que tiene. Se oye cansada cuando terminas de explicarle todo y por un segundo piensas que quizá habría sido mejor pedir un taxi, así que eso haces aunque te sientas mal por llamar a una ambulancia por ninguna razón en especial. Todo esto es tan estúpido.

—¿Por qué chucha accedí a esto? Fue la peor idea de mi vida.

—Creo que desangrarte en un paradero de micro fue peor, sinceramente…

—Cállate. ¿Qué mierda vas a hacer sin mí en Concepción si ni puedes saltar sin casi matarte?

Javier no te contesta, y no sabes si es por la pregunta o porque se te quebró la voz. Tomas aire para contenerte, pero el estrés de la situación se reduce tan bruscamente que solo queda el peso del vacío de esta mierda. Te sale un ruidito patético de la garganta que ahora te duele con el esfuerzo de no llorar.

—Soy yo el del brazo roto, Gaspar.

—No es eso —murmullas. No puedes ver qué cara tiene Javier en este mismo momento. No quieres saber—. ¿Cómo pasó esta hueá, de todos modos?

—Huesitos de cristal —dice él, con cierto dejo palpable de resentimiento—. Casi me caí así que me afirmé en una piedra con todo mi peso…

Aprieta los dientes.

—Debes tener la media tolerancia al dolor —dices. La voz te tiembla. Javier suspira como si estuviera conteniendo algo.

—La costumbre.

Y te pones a llorar. No sabes por qué. Te odias por llorar por esto porque Javier debe estar sumido en un dolor que ni siquiera puedes imaginar y ahí estás tú, ahogado en llanto.

—¿Gaspar? Gaspar. Deja de llorar. No me puedes ayudar a subir esta hueá si estás llorando y creo que me voy a desmayar. Gaspar.

—No sé por qué estoy llorando —dices. Es la verdad. Javier gruñe—. Sorry.

—Sólo ayúdame a subir.

Y lo haces, aunque te corren los mocos y te los tengas que limpiar en las mangas del polerón una vez logras que Javier esté sentado en la vereda. Lo miras por unos segundos, y te duele el pecho de tanto sollozar, y él te mira de vuelta y tú vomitas lo que comiste de once en las rocas fuera de la baranda. Javier silba.

—Por Dios, Gaspar. Contrólate.

—Creo que estoy teniendo un ataque de ansiedad.

—Eso parece.

—¿Cómo está tu brazo?

—Roto.

Ríes. Tienes frío.

—Esta noche valió callampa —dices. Javier solo murmura uh-huh, probablemente demasiado cansado y adolorido para hablar más. Te sientas al lado de él—. No vas a poder tocar la guitarra.

—Mierda.

El mentón te tiembla de nuevo. Suficiente, Gaspar.

—Lo que faltaba —susurra Javier con una amargura que no le habías oído antes—. Quédate sordo y ahora quédate sin brazos. Woo.

—Te vas a sanar.

—Pero la sordera no se sana, Gaspar.

Eso es cierto. Sientes un peso extraño aposentarse entre ustedes dos, algo que no habías querido notar antes, tal vez porque Javier no quería mostrártelo. Solo está ahí ahora porque debe estar afiebrado con dolor y derrota.

—Beethoven era sordo y eso no le impidió componer canciones. Nico era sorda de un oído.

—¿No vas a mencionar a Ayumi Hamasaki?

—No creí que te gustaría ese ejemplo. Pero entiendes el punto, ¿no? Sigues siendo el mejor guitarrista que conozco incluso si no puedes escucharte tocar.

—Qué cursi, Gaspar.

—Estaba tratando de ayudar, culiao’ —murmuras, pero Javier ríe así que tú también ríes.

—¿Mejor que Néstor? —pregunta. Lo consideras por un segundo.

—Mejor.

—Pero qué honor.

—Cállate.

El taxi llega tres minutos después y lo único que el chofer les dice que es que habría sido mejor llamar a una ambulancia. Javier murmura que odia las ambulancias con su wii-uu-wii-uu.

—Mi mamá se va a infartar —dice. Respiras hondo.

—Pobre de la tía.

Podría haber sido una pierna, piensas. Podría haber sido mucho peor.





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