"Temblores" - XXV - La mirra

 

—XXV—

La mirra

 

El primer día de intentar visualizar tu vida sin Javier para los meses venideros empieza con tu alarma sonando un sábado por la mañana y solo empeora desde ese entonces en adelante. No tienes ganas de levantarte porque eso significaría ir y afrontar el mundo, lo que nunca ha sido tu fuerte. Tú eres un francotirador, no parte de la caballería.

Igual te arrastras fuera de tu cama, desayunas con tu familia y piensas en los exámenes que debes dar en la universidad y lo mucho que solo pensar en ellos te da ganas de esconderte bajo tu cama. No sientes mucho de nada aparte de la angustia incipiente al pensar en cualquier cosa así que prefieres no pensar en nada pero esto evita que puedas sonreír de manera convincente y no actuar como si hubieras estado tres años sin dormir.

Vas a cumplir diecinueve este año, Gaspar. Nada ha cambiado. Tus hermanos hablan entre todos acerca de cosas que apenas entiendes porque no quieres escuchar y piensas que quizás deberías huir, escaparte de la sociedad y de la vida. Qué tonto. Los brazos te arden.

Sales a caminar porque te tienes miedo cuando te pones así. Ignoras las llamadas de Mario porque estás exhausto de su tono de voz y también te prohíbes llamar a Javier o a Cristóbal porque no quieres estar en el perímetro de ninguno de los dos, de todos modos, así que caminas y caminas y llegas al plan y sigues dando vueltas sin rumbo. Un sábado bien desperdiciado pero no importa porque todos los putos días de tu vida son un desperdicio.

La vida no tiene sentido, te dices, y ahí hay una verdad innegable que no te calma ni te altera, pero te hace sentir que estás ahí y a la vez no. La vida no tiene sentido. Tú existes y Néstor existe y Javier existe y todas estas cosas existen, las palomas, las bancas, los viejitos jugando carioca y las señoras fumando cigarros entre el humo de las empanadas. Todo esto existe al mismo tiempo que tú y nada de eso tiene sentido. Tus manos huelen a vómito y tu piel parece un papel arrugado. Ves pasar a un grupo de niños conversando entre ellos y riendo demasiado fuerte y algo en ti se aprieta horriblemente y tienes que pestañear unas cuantas veces para mantenerlo controlado, para aferrarte a lo único que te está impidiendo echarte a llorar.

La vida no tiene sentido, te repites, pero no estás tan seguro.

 

Mario se enoja contigo por no contestarle el teléfono y tú no hallas la fuerza para discutirle de vuelta así que le pides disculpas y luego te sientes sucio por ello. Te habla de sus pensamientos pero tú odias todo lo que le pasa por la cabeza, especialmente cuando se parece a tu cerebro, cuando sus oraciones suenan como aquellas que tú imaginas pero no dices.

—Si tanto te fascina el suicidio, ¿por qué no te matas y ya? —le preguntas. Se ve un poco dolido pero meditabundo.

—Debe ser triste hacerlo solo.

Lo es. Por Dios, lo es, pero no le dices eso.

 

La cabeza te arde y nada tiene conexión. Tus días son cuadritos en un calendario que pasan sin ton ni son y tú apenas te das cuenta. No hay diferencia entre martes y miércoles y domingo y lunes. Todo es más de lo mismo. Ya no vas a la casa de Javier porque te hace sentir raro, pese a sus invitaciones y las preguntas preocupadas de Cristóbal. No sabes qué estás sucediendo pero sabes que no es bueno.

Das todos tus exámenes y todos tus resultados son penosos. Odias esto. Odias como Mario se ríe de ti por tus notas y te dice comentarios pasivamente burlones acerca de tu inteligencia. Odias que por alguna razón le dices a Javier sobre esto en un arrebato de frustración. Están en la plaza y eso lo hace todo peor.

—Deberías dejar de juntarte tanto con ese hueón —dice él. Tú ríes.

—¿Y a ti qué te importa?

Si total se va a ir.

—Más que un comino.

Te sientes como una bebida gasificada agitada en la parte de atrás de un auto en marcha y que ahora, al ser abierta, está desbordándose en contra de la tapa. Debajo de la gruesa capa de premeditada indiferencia hay una turbulencia incontrolable que te agarra desprevenido a veces, en las noches, en las tardes solitarias, cuando te quedas con tus pensamientos y te alejas de la realidad. Todo es un exceso y a la vez es tan minúsculo que te da vergüenza siquiera enojarte por estas cosas. Deberías ponerte de rodillas y agradecerle al cielo pero en cambio te pones de rodillas frente a un tipo al que detestas pero que te quiere del único modo en que sabe hacerlo.

Es un relajo breve antes de que venga el asco y esa energía enfermiza que te agujerea los nervios. Se siente bien mientras dura, como todo, pero luego termina y piensas por qué haces esto, por qué estudias algo que no te importa, por qué no dejas que Javier se vaya sin hacerle atados, por qué no le vuelves a hablar a Néstor. Te gustaría que alguien te pudiera leer la mente y sacar todo lo que hay en ti sin que tú tuvieses que poner nada de tu parte.

Pero esto haces, esto dejas que te hagan. Hay dignidad en el sexo, Gaspar, cuando se sabe lo que se quiere y se consigue de manera honrada. Tú no quieres tener sexo. Nunca has querido. Este es tu gran escape y tu mejor autoflagelo. Es una buena manera de olvidarte de las cosas que están mal con todo, ya sabes, niños muriendo de hambre, la educación es cara, el mundo se cae a pedazos, quizás qué es de Néstor, tu mamá tiene boletas con números negativos, hace semanas que no logras bajar ni un gramo, las cicatrices no quieren irse, te sacaste un tres en Química I, Javier insiste con invitarte a comer y todo lo que dice parece una despedida, no sabes si estás bien o si estás peor que nunca, no sientes, no sientes nada, no sientes nada, nosientesnada—

¿Por qué mierda no sientes nada? Deberías estar devastado porque ya no tienes amigos, los has ahuyentado a todos, pero en cambio no hay nada. Estás vacío y eso es peor que estar muriendo de pena. No has mejorado como persona en absoluto. Sigues cometiendo los mismos errores y estás atrapado en este círculo vicioso de tu propia mediocridad.

Hablas con Javier por Skype, para ir acostumbrándote.

—Cris tiene una especie de recital, si lo quieres llamar así.

—¿Ah, en serio?

—Va a cantar Chandelier. De Sia.

—Huh. ¿Puede?

—No sé. No quiso cantarla frente a mí.

No te sorprende. La voz de Javier suena rara a través de tus audífonos. Te habla de Cristóbal porque tiene una fascinación con el pobre tipo y con sus diversos talentos. Javier probablemente quiere ser Cristóbal, que tiene huesos normales y es alto y educado y sabe hacer muchas cosas y las hace bien. Hasta a ti te gustaría ser Cristóbal que canta bonito, pero eso no es decir suficiente. Cristóbal ganaría The Voice, X Factor y Talento Chileno. Lo hace parecer fácil. Entiendes de cierta manera porque Javier lo apoya con cierto dejo de rencor, porque le debe dar envidia que Cristóbal no tenga que esforzarse.

Te gustaría tener un talento así. Te gustaría poder hacer algo, cualquier cosa, que inspire a alguien más a salir y ver el mundo. De verdad te gustaría.

 

Tus días de monotonía depresiva terminan días después de que Javier te informa de que su mudanza se ha atrasado un mes. Te molesta un poco porque ya te habías hecho la idea de no verlo durante agosto, así que estar frente a él en septiembre te caga la psiquis, un poco.

La monotonía no termina tanto como un soplido en una vela sino más como un accidente de tren. Estás en casa de Mario poniéndote los zapatos porque no soportas estar más de veinte segundos en paños menores en su presencia si no están haciendo nada, y estás en parte listo para largarte de vuelta a tu casa a ver las noticias con tus papás o algo así.

Mario te está observando. Tú lo ignoras.

—Gaspar —te llama. No suena como tu nombre cuando él lo dice. Ni siquiera suena como si tuviera hablando con una persona.

—¿Qué?

—¿Te gusta el tal Javier o qué onda?

Te sientes humillado de manera inmediata, como si acabara de reírse de todos tus sentimientos. Qué le importa, quién se cree, qué lo hace pensar qué puede decirte eso y esperar que tú te quedes callado, pero eso estás haciendo. Estás en silencio, debatiendo contigo mismo, y es como todas las veces que alguien se burló de ti sin querer al indicar todos los momentos en los que habías mirado por demasiado tiempo a Néstor o habías dicho algo inusual. No te gusta Javier y te duele que alguien piense que sí.

Es estúpido. Eres estúpido.

—Es mi amigo. ¿Por qué?

—Como nunca lo mencionas y ahora andas raro…

—No hablo de él para que no te dé la hueá.

No te cree. Te pones nervioso.

—No es mi culpa si tú no tienes amigos. Es por tu personalidad de mierda —dices, porque necesitas decir algo y siente bien que sea eso lo que sale de tu boca. Mario se pone de pie. El corazón se te aprieta. Te energizas.

—¿Disculpa?

—Me oíste. ¿O crees que la razón por la que yo vengo aquí es porque me caes de maravillas?

—Sé que vienes aquí porque estás desesperado —te dice, respirando apresuradamente y luciendo rojo bajo la luz blanca de la ampolleta. Los ojos te arden pero no te sientes capaz de pestañear bien.

—Tal vez. Pero yo puedo elegir a quién se me dé la gana. Tú solo consigues a la primera persona que tenga ganas de aguantarte.

Mario te empuja y trastabillas tontamente pero algo cruje dentro de ti. Lo puedes oír. Lo puedes sentir y así se debió sentir Javier cuando te exigió que le pegaras como si eso fuera una muestra de respeto. Lo es. Ahora, aquí, en este lugar, lo es, así que golpeas a Mario tal como te negaste a hacerlo con Javier. Los nudillos te retumban.

¿Qué estás haciendo?

Mario no tiene razones para intentar pegarte no tan fuerte y terminas con un ojo en tinta y un labio partido, que hace juego con su nariz desviada. La única razón por la que se detienen en ese punto es que mientras tú te sobas la cara de rodillas en el suelo, su celular empieza a sonar insistentemente. Te pones de pie mientras él contesta. Los oídos te zumban.

Esto no fue buena idea. Corta la llamada y se acerca a ti y prácticamente te obliga a ponerte en pie, pese a tu incipiente mareo. Te mira con algo que podrías confundir con preocupación si no fuera porque eres incapaz de pensar en tales emociones viniendo de él.

—¿Qué hueá te pasa? —pregunta. Ojalá sea retórica dado que no tienes respuesta alguna—. Estás más fallado que la chucha, Gaspar.

—Dijo el que quiere matarse pero no lo hace porque le da miedo.

Sientes que estás divagando.

—Te puedo mostrar cómo se hace —continúas— pero si a mí no me salió no veo ni por donde te saldría a ti.

Mario te mira con pena. Quieres escupirle en la cara.

—¿Por qué te da miedo, de todos modos? ¿A qué hay que tenerle miedo? ¿A dejar de existir? Si le tienes miedo a eso es porque no te quieres morir de verdad.

Tomas aire.

—Yo me quiero morir de verdad —dices y se siente liberador en su peso, en decirlo sin sentir vergüenza ni miedo de que alguien piense menos de ti por ello. Es una parte de ti de la que no te logras deshacer por más que quieras y estás cansado, estás tan, tan cansado de todo.

Esperas que llegue la vergüenza mientras Mario te da un vaso de agua y un algodón con alcohol, pero jamás llega. Deberías preocuparte. Eso tampoco llega.

 

Javier frunce el ceño cuando te ve al otro día. Tuviste que decirle a tus papás que intentaron asaltarte para salir del paso.

—¿Qué hueá te pasó?

Todo, quieres decir. Quieres decirle lo que conversaste con Mario, la estupidez que estás pensando, pero miras los ojos permanentemente inyectados en azul de Javier y te sientes culpable por ser un problema tan grande en su vida.

—Nada.

—¿Necesitas ayuda? —te pregunta Javier con la indiferencia a la que ya te acostumbraste. Te mira esperando el sí, rezando por el sí. Lo conoces tan bien a estas alturas.

—No. Todo está bien. Completamente bien. Nunca mejor.

Te observa con cuidado.

—Okay.



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