El calor del café espabiló a Lidia, aunque no del modo que esperaba. Aquel era el único piyama que había traído por la urgencia de la huida. Se apresuró a quitarse el pantalón y allí mismo, en la cocina, lo puso bajo el agua de la canilla y lo restregó con fuerza.
—No tengo que levantarme tan temprano solo por gusto, no sirvo para esto —dijo en voz alta. De mañana sus movimientos eran toscos y no siempre podía pensar con claridad. Era peligroso que manipulara un café caliente a esas horas, pero necesitaba seguirle el ritmo a la sociedad si quería conseguir un trabajo.
Mientras veía languidecer la mancha amarronada, recordó de súbito aquella vez en que con sus acuarelas arruinó una alfombra. Tenía apenas cinco años en ese momento, y recién ahora comprendía mejor el enfado de su padre: vislumbraba ya el presente. Por mucho tiempo creyó que una alfombra valía más para él que una sonrisa suya, más que el dibujo que estaba haciéndole con cariño y admiración, pero ahora lo veía de otra manera.
La mancha de café se resistió un poco, pero al final cedió. Escurrió el pantalón y luego lo estiró en el respaldo de una silla. Nada de usar la secadora, debía ahorrar de todas las formas posibles. Mauricio, su amigo, insistió mucho en darle dinero o hacerse cargo de sus cuentas mientras estuviera allí, pero ella se resistió tanto a eso como a quedarse en su casa, su primera oferta. Buscaría un trabajo, pagaría sus gastos, y le demostraría a su padre que no necesitaba de los Andrada Campos ni de nadie más.
Su familia tenía historia. Varias generaciones de abogados y médicos, comenzando por su bisabuela Hortensia, una de las primeras mujeres en estudiar abogacía, hacían eco del apellido Andrada Campos en su ciudad natal. Roberto, su padre, manejaba el estudio de abogados de la familia. Era un orgullo para él haber sido elegido entre sus hermanos para ser el encargado del negocio familiar cuando su padre falleció, los Andrada Campos se ganaban sus puestos y respetaban jerarquías, como si en lugar de una familia se tratara de una mafia.
Mauricio, en cambio, había tenido que hacerse cargo del negocio inmobiliario de su familia siendo muy joven y a desgano, por eso la apoyaba ahora. Bueno, por eso y porque llevaban casi dos años juntos. No eran precisamente una pareja, al menos no en el sentido de la fidelidad y de los planes a futuro, eran más bien como un par de amigos que compartían cama. Se querían, a su modo cada cual, y contaban el uno con el otro tal como ahora estaba sucediendo. Lo hacían sin pensar, no era una cuestión de valores o de sentimientos, sino algo natural entre ellos. Cuando Lidia lo llamó para decirle que había huido de casa de sus padres, él no dudó en socorrerla.
Fue a vestirse. El otoño pasaba raudo dando paso a un invierno precoz, y el frío erizando sus piernas se lo recordó apenas cedió el ardor de la leve quemadura por el café derramado. Le quedaba solo un jean limpio y llevaba tres días con la misma remera, tendría que lavar ropa. Pensó en hacerlo a mano para no encender la lavadora, pero había pospuesto la tarea al punto de tener ya un montón que de solo verlo daba ganas de incendiarlo en lugar de lavarlo.
Bajó y encendió el ordenador para buscar ofertas de trabajo, como cada día desde que había llegado. No conocía a nadie en la ciudad ni contaba con la recomendación de su padre para conseguir algún puesto de oficina sencillo, así que tendría que buscar algo mucho más simple. De moza en un bar, por ejemplo. Al final de cuentas, su padre tampoco la hubiera recomendado sin antes obligarla a “cortarse el pelo, peinarse y vestirse como una mujer normal”. Para él, como para muchos otros, las rastas que ella llevaba eran “sucias”, una señal de vagancia que no iba para nada con su imagen de familia renombrada y culta. Podría haberla abrazado alguna vez y sentir su perfume para quitarse ese prejuicio, pero ninguna de las dos cosas estaba en sus planes: ni abrazarla ni cambiar su forma de ver la vida.
No es que no la quisiera, al menos eso quería creer Lidia, todo tenía que ver con esas costumbres de antaño que se empeñaba en seguir. Era el padre, la cabeza de la familia, su tarea era trabajar y traer dinero a casa mientras su madre criaba niños y les daba órdenes a las sirvientas. Todo muy de película, de novela, tan cliché que Lidia comenzó a rechazarlo desde muy pequeña. Le costaba entender por qué era tan diferente al resto de la familia, y llegó a pensar incluso que era adoptada, pero descartó la idea al saberse ahora, en su adolescencia, el fiel retrato de su padre. De su madre solo tenía la mirada, esa mirada llena de sueños rotos por los cuales nunca se atrevió a preguntar.
No había trabajo para ella en internet. Encontró solo uno; una señora mayor necesitaba una dama de compañía “cama adentro”, pero con conocimientos de enfermería. Un trabajo bien pagado, tentador, pero ella no estaba capacitada. Por un momento le dio la razón a su padre cuando insistía en que el estudio le daría un buen pasar, pero a la vez seguía aferrada a no encerrarse en una vida de abogados cuando lo suyo no eran los trajes y las carpetas, sino los pinceles y los lienzos.
“Hippie” la había llamado él en su última conversación, aquella que desembocó en su huida nocturna, con la complicidad de su madre que, muy a su pesar, entendió que era lo mejor para hacer que él recapacitara.
Revisó su mochila. Le quedaba muy poco dinero. Luego bajó a la cocina y revisó la despensa, hizo un cálculo rápido y adivinó unos tres días para quedarse sin comida, siempre y cuando no volviera a incendiar algo como el primer día. Esperaba que Mauricio no notara la falta de aquel repasador cuando viniera a verla el fin de semana.
La casa en la que se quedaba era de él, y no era precisamente “un hogar”. Mauricio era dueño de una inmobiliaria y tenía varias propiedades en los alrededores, aunque aquella en la que Lidia pasaba ahora sus días no estaba en alquiler ni a la venta. Antes de que Lidia se instalara allí, Mauricio la utilizaba como casa de fin de semana, solía ir con ella e invitar a otros amigos y por eso el lugar se parecía más a un hotel. Estaba en Villa Mercedes, una pequeña ciudad a 60 kilómetros de su natal Valle Olvidado. Tenía un patio con piscina, jacuzzi y parrillero, una sala con barra de tragos, un gran sofá, un televisor y un equipo de música. La cocina se fundía con el lavadero, tenía un desayunador para dos personas, una pequeña mesa en un rincón y una ventana que daba al frente, todo en un espacio muy reducido. La habitación del piso de arriba, en cambio, tenía una gigantesca cama para la cual Mauricio había mandado a confeccionar sábanas y cubrecamas a medida, las paredes estaban cubiertas por varios espejos, las luces eran tenues, y un pequeño armario reinaba en un rincón. Al otro lado de la escalera, había un modesto gimnasio al que solo accedían ella y él cuando estaban solos. Sin embargo, la casa no era grande, todos aquellos ambientes tenían el espacio justo para considerarse también cálidos, pero ciertamente no se parecía en nada a lo que podría ser un hogar de familia.
Organizó la despensa de acuerdo a aquellos cálculos para llegar bien al fin de semana, aunque tampoco tenía mucha fe de estar calculando correctamente a esas horas. Lo volvería a revisar más tarde. Mauricio vendría el sábado por la mañana y traería víveres para los dos. Solo eso había aceptado de él además del techo. Claro que Mauricio, muy consciente y siendo astuto, siempre traía demás argumentando que no sabía calcular bien las porciones. Ella no era tonta y lo notaba, pero lo dejaba hacer, tanto por necesidad como por saber que él disfrutaba cuidándola. Mauricio era a veces como el padre que le hubiera gustado tener, pero rechazaba ese pensamiento apenas la rondaba porque se le volvía morboso al compartir la cama con él.
No podía decir que lo amaba, pero tampoco ignorar su necesidad de él. Aún recordaba el día en que lo vio por primera vez. Desde la ventana del salón de segundo año de la escuela secundaria de Valle Olvidado, se podía ver el interior de las oficinas del edificio de enfrente, en el primer piso. Mauricio llegaba cada mañana a la misma hora que Lidia entraba a clase y ella no pasaba a formar hasta no verlo. Luego corría al salón para espiarlo en la oficina. Tenía catorce años entonces y él bien podría haber sido realmente su padre con sus treinta y seis. Al principio su admiración se basaba, de hecho, en eso, en desear que su padre se pareciera más a él. Mauricio sonreía, saludaba alegre a sus compañeros de trabajo, vestía bien pero siempre informal, fresco, se lo veía cómodo y no tieso y amargado dentro de un traje. Pero con el tiempo notó que había algo más en él que la cautivaba, y aquella primera vez que se encontró descubriendo su cuerpo mientras pensaba en él, no pudo más que sentirse avergonzada y confundida, sin embargo, aquella aventura fue un camino de ida hacia un lugar del que jamás pudo regresar. Aún hoy, cada deseo, cada caricia y cada gemido le hacían sentir culpa; a veces, incluso, había llegado a llorar un poco. Según su percepción de la sociedad y sus costumbres, no era normal que una mujer sintiera y, sobre todo, mostrara tal desenfreno referido a la sexualidad, pero ella no podía contenerse ni entendía por qué debía hacerlo, y eso le provocaba aún más inestabilidad a su adolescencia. Como una droga que uno se arrepiente de haber consumido al momento justo de darse cuenta que ya no puede vivir sin ella, Lidia rechazaba el sexo tanto como lo deseaba.
Fue poco después de cumplir los dieciséis que tomó coraje para llamarle la atención al hombre que la había despertado, y él, negado por juicios morales ajenos, al principio la ignoró. Pero no pudo hacer nada cuando la encontró una tarde en la puerta de su departamento. Lidia no era exuberante, pero tampoco tenía el físico propio de una adolescente; de quererlo, podría haber mentido para conseguir alcohol o la entrada a algún boliche sin que la cuestionaran ni le pidieran identificación. De rizos negros y una piel privilegiada, ignorada por las vicisitudes de la pubertad y adolescencia, sus ojos absorbían a Mauricio como si fuesen un agujero negro. Ella no aparentaba dieciséis, y él no aparentaba sus treinta y ocho, y juntos, ciertamente, nadie podría juzgarlos como lo que eran: un par de renegados de las normas morales que no podían ya contener lo que los encantaba.
Desde aquel día no se habían separado. Cuando comenzaron a conocerse supieron también que tenían mucho en común, y eso borró por completo cualquier rastro de culpa o vergüenza que ambos tuvieran en cuanto a su diferencia de edad, aunque en Lidia seguía latente, de manera personal, el amor-odio con su sexualidad. El padre de Lidia supo de su relación no mucho después, y en un principio amenazó con meterla a un convento (otro cliché, pensó Lidia aquel día), pero luego se enteró que Mauricio podría ser un buen partido, y no teniendo muchas esperanzas en su hija respecto a su futuro, pensó que quizás podría “acomodarla” con él para que sea, al menos, una buena esposa.
Recordando aquello volvió a pensar, como cada día, en su madre, en lo que estaría sufriendo, en sus ganas de rescatarla, y también en la fuerza que le daba desear hacerla sentir orgullosa. Volvió al piso de arriba para buscar la ropa sin dejar de pensar en ella.
En los últimos días, estando tan aburrida y sola en aquella casa, había llegado a muchas conclusiones sobre su familia. Pensó también en su hermano, David, y hasta en Rita y Carmela, las sirvientas, ambas muy compinches con ella desde pequeña. Tenía sentimientos encontrados, la sensación de libertad hacía chispas constantes con la incertidumbre, con el temor a tener que volver pidiendo perdón. Debía encontrar una manera rápida de conseguir dinero, para no comprometer más a Mauricio y hacer que la complicidad de su madre al permitirle irse valiera la pena, de lo contrario, ambas verían su orgullo empequeñecido y frágil frente a su padre de por vida.
Metió la ropa en la lavadora y salió a caminar. Villa Mercedes no se parecía en nada a Valle Olvidado, a simple vista al menos. Su ciudad natal estaba plagada de buenas familias y casas de estilos arquitectónicos marcados y obvios, no había allí rastro alguno de pobreza o de cambios a través del tiempo. Todo era muy tradicional y serio, incluso los bares. En cambio, Villa Mercedes tenía variedad. Si bien el barrio en el que se encontraba la casa de Mauricio era uno de clase media alta, unas veinte cuadras más atrás las fachadas ya tenían un estilo más de clase media y baja, las calles se angostaban y los jardines se volvían más coloridos y naturales. Cada día Lidia llegaba más lejos. No tenía nada mejor que hacer, y pensaba que conocer mejor la ciudad también podría servirle para cualquier trabajo que pudiera conseguir a futuro.
En uno de esos paseos encontró un bar que le llamó la atención. Iría a conocerlo en cuanto tuviera algo de dinero para poder al menos tomarse un trago.
Su estómago comenzó a rugir pronto aquel día por culpa de haber derramado el desayuno, y no avanzó demasiado. Volvió mucho antes del mediodía. La lavadora había terminado. Decidió almorzar temprano, luego dormiría un poco para dejar que el tiempo corriera sin preocupaciones, y en la tarde haría algo de ejercicio para liberar la tensión. Esperaría el llamado de Mauricio, como siempre, no quería molestarlo.
En Valle Olvidado, mientras tanto, Roberto Andrada Campos y su mujer, Sandra, discutían acaloradamente.
—No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo… Tu hija está sola, vaya uno a saber dónde, sin dinero… —decía ella, anonadada frente a la seguridad de su esposo.
—¿Crees que soy estúpido? Seguro está con ese novio que tiene. La prefiero ahí y no aquí con esas fachas y esas ínfulas.
—Tampoco entiendo cómo puedes hablar así de tu hija, como si no fuese sangre de tu sangre, tan desamorado.
—Sangre de mi sangre no, en todo caso es mi hija y punto, pero sangre de mi sangre no. Lidia no tiene un gramo de Andrada Campos en sus venas. ¿Qué te preocupa a ti? Sabes que ese hombre es un buen partido, le dará una vida igual a la que yo te he dado. Sé feliz por ella y olvídala.
—¿Que la olvide? ¿Te estás escuchando? ¡Estás hablando de nuestra hija!
—Sí, Sandra, sí. Nuestra hija, la que prefiere vestirse como una cualquiera antes de hacer honor a su apellido. ¡Nos avergüenza con esos caprichos! Es egoísta, no le importa en lo más mínimo el daño que le causa a la familia con sus costumbres de hippie.
—¿Crees que la caprichosa es ella? ¿De verdad? ¿Te has detenido a analizar tus palabras? Porque desde aquí yo solo veo a un hombre que…
—¿Un hombre que qué? —la interrumpió— ¿Un hombre que les dio la mejor vida que pudieron tener gracias a trabajar de sol a sol?
—Por favor, Roberto, eres abogado…
—¿Ahora menosprecias mi trabajo? Adoro que lo digas cubierta en joyas y con dos mujeres que limpian los baños por ti. ¿No crees que estás siendo un poco hipócrita?
Sandra se mordió la lengua antes de responder. Quería gritarle en la cara que ella tampoco había elegido esa vida, que así como ahora él pensaba que Lidia podía “acomodarse” con Mauricio, su padre había pensado lo mismo de ella al saber que él se había interesado al conocerla. No era mentira que ella correspondía a ese interés, pero en aquel entonces no tuvo el coraje de imponerse ante los deseos de todos de que abandonara sus sueños de independencia para casarse.
—No se trata de mí, no intentes confundirme —dijo al final.
—Sí se trata de ti, Sandra. Siempre la has apoyado en sus delirios. Le has metido en la cabeza todas esas cosas que siempre quisiste hacer y no pudiste. ¿O crees que no recuerdo que querías ser actriz? Lidia tiene tu sangre, no la mía… ¡Artistas! No hay ni habrá Andrada Campos artistas, por mucho que me prometan compensarlo con fama y fortuna.
Rita golpeó con timidez la puerta del despacho y anunció el almuerzo. Al sentarse a la mesa, Roberto y Sandra se llamaron al silencio e hicieron un tácito acuerdo de paz buscando que aquel conflicto como padres no los salpicara también como pareja. Y después del postre, como si nada hubiese pasado, Roberto se levantó, le besó la frente, y luego volvió a encerrarse en el despacho, donde había pasado la mayor parte de los últimos veinte años.
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