El viernes por la tarde, Lidia se dedicó a limpiar la casa en profundidad. Con eso sí no tenía ningún problema, siempre le había gustado ayudar a Carmela, desde pequeña. Su padre nunca la había visto hacerlo, por supuesto. Carmela la dejaba solo barrer al principio, pero a medida que Lidia crecía le fue permitiendo otras responsabilidades, como limpiar los sofisticados y caros adornos de la gran vitrina de la sala. Claro que no siempre la dejaba ayudarla y, si lo hacía, le asignaba solo una tarea, tampoco era cuestión de aprovecharse de ella y no hacer su trabajo. Sandra estaba al tanto y lo veía como un juego; siendo Lidia la que se desesperaba por hacerlo, no había motivo válido para negárselo.
Llamó a su madre al terminar. No le dijo dónde estaba, pero le aseguró que estaba bien. Obvió el detalle de estar comiendo poco y no tener dinero, no quería preocuparla sino todo lo contrario. Por esa llamada se enteró que su padre había cortado todas sus tarjetas para evitar que la ayudara, y se le hizo un nudo en el estómago. Cortó enviándole abrazos a Rita y Carmela, y al soltar el teléfono no pudo evitar llorar un poco. Lidia tenía coraje y era bastante adulta para su edad, pero justamente por eso también era más capaz que cualquier otro adolescente de ver las dificultades de la tan anhelada independencia. No era “librarse de los padres y las reglas” como algunos de sus compañeros de clase afirmaban, era en verdad hacerse cargo de todo, y si bien no era algo que le aterrara un tiempo atrás, hoy era una realidad que había llegado demasiado pronto y no le había dado tiempo a prepararse.
Se dio una ducha antes de cenar y luego miró una película para distraerse, quería recuperar el humor para estar bien cuando Mauricio llegara. No estaba dispuesta a que su aventura terminara en apenas tres semanas, no podía darle ese gusto a su padre. Habiendo dado ya el gran paso de huir, debía mantener la fortaleza y aprovecharlo, ya encontraría la solución.
En la mañana Mauricio la sorprendió llevándole el desayuno a la cama.
—Podría haber sido un ladrón y ni cuenta te habrías dado. Es increíble lo profundo que duermes —comentó más tarde, mientras compartían un café con leche con tostadas y queso crema que Lidia saboreó como si fuese un manjar.
—Siempre tuve problemas para ir al colegio de mañana, y en la noche no me duermo tan fácil. Creo que soy un alma nocturna. Leí en internet que hay muchas personas así.
—¿Y existe algún motivo?
—Que somos más inteligentes y creativos. En la noche el cerebro trabaja más, tiene algo que ver con una sustancia química, trifosfato de algo, y al ser creativos nos inundamos de ideas que no nos dejan dormir.
—¿Y qué ideas has tenido esta semana?
—Ninguna, mi cerebro debe estar averiado o algo, ya sabes que soy rara.
—No eres rara, Li, eres única, y no estás pasando un buen momento, nada más.
—No me vengas con esos discursos de psicólogo, que ya me los sé todos. No olvides que fui dos años a terapia porque mi padre creyó que así “me enderezaría”.
—Pues le salió mal, mira todas las curvas que tienes —dijo él con picardía.
Ella rio. Con solo verlo podía hacer a un lado cualquier problema y trasladarse a un sitio de calma, a un remanso. Mauricio era su oasis, su visión de la esperanza. Admiraba tanto su entereza al haber tenido que hacerse cargo de un imperio con apenas 22 años, que verlo ahora tan exitoso y feliz le hacía pensar que ella también podría lograrlo.
—¿Y qué tal tu semana? —preguntó después.
—Tranquila, por suerte. Visité las obras y van bastante bien. Ningún sobresalto.
—Me alegra, Mauri.
—A mí también. Quería venir a verte y relajarme un poco aquí, contigo —dijo mientras retiraba la bandeja.
Luego se acostó y puso su cabeza sobre la falda de Lidia. Ella le acarició el cabello un largo rato mientras hablaban de cosas sin importancia, solo compartiendo aquel instante juntos y olvidándose de todo.
No salieron de la casa en todo el fin de semana, y tampoco invitaron a nadie.
El domingo en la noche Mauricio se despidió y volvió a Valle Olvidado por compromisos a primera hora de la mañana del lunes. Ella no dijo una sola palabra sobre la falta de dinero, por el contrario, le aseguró que aún tenía suficiente.
Al cerrar la puerta tras él, fue a la despensa y volvió a calcular. Estaría bien, pero no podía permitirse una semana más de supervivencia, necesitaba empezar a vivir.
El lunes por la tarde encontró la factura de luz en el buzón, no podía pagarla, y aunque consiguiera trabajo en los próximos días no obtendría dinero hasta haber trabajado al menos un mes. Debía buscar una salida rápida que la hiciera ganar tiempo.
Miró alrededor y estuvo tentada de empeñar algo, pero ¿qué le diría a Mauricio? A simple vista parecía que la única opción era dar el brazo a torcer y pedirle que la ayudara, al menos esa primera vez. Se juró devolverle cada centavo en cuanto pudiera, por autocomplacencia y orgullo.
Taciturna y ensimismada pasó media semana, mirando sin mirar los avisos clasificados en internet y durmiendo poco. No se animaba a llamarlo. Pero el miércoles en la noche llamó él, y Lidia, con modestia y con la voz entrecortada por contener el llanto, le reconoció no poder pagar las cuentas. Él la tranquilizó diciéndole que con ella allí o con la casa vacía, siempre debía cumplir con eso, así que no había culpa. En su desesperación Lidia se contentó con aquella explicación, pero al cortar cayó otra vez en la cuenta de que seguía necesitando a alguien para sobrevivir, no importaba si ese alguien la ayudaba con gusto o por obligación: siempre había alguien. Su padre tenía razón al decirle que no estaba lista para la independencia, que la vida no era una aventura sino un desafío para el que hay que prepararse, y ella, definitivamente, no estaba preparada.
El jueves pasó sin que se diera cuenta, no salió de la cama más que para ir al baño, y el viernes Mauricio la llamó para avisarle que no podría ir a verla por cuestiones de trabajo. Pronto el hambre la obligó a salir de la cama, y al llegar a la cocina descubrió que en su despensa solo quedaba comida para dos o tres días. Volvió a llorar. No quería regresar a su casa, pero no había forma de conseguir dinero pronto. Lo único que sabía hacer era limpiar y… De pronto se le ocurrió que podría poner un aviso ofreciéndose para limpiar por hora. Carmela había comenzado así en su casa, hasta que un día su madre le pidió que se quedara de forma permanente.
Se preparó un sándwich de queso y se sentó en el ordenador. Entró a un sitio llamado “Ofrezco y necesito”, lleno de avisos clasificados de la zona, y decidió hacer uno, pero al momento de poner su nombre dudó. Si su padre lo viera podría tanto avergonzarse como reírse de ella, y ninguna de las dos opciones le interesaba. Si bien quería ser libre y desprenderse de la tradición familiar, eso no significaba que quisiera que su familia pasara vergüenza, no podría ser feliz a costa del sufrimiento de otros, mucho menos si esos otros eran sus padres. Se molestó al pensar que para un Andrada Campos limpiar casas era vergonzoso, pensó en Carmela y en Rita, recordó sus cuchicheos y sus sonrisas en la cocina mientras ella merendaba. Se las veía siempre tan felices…
Completó el clasificado firmando como Claudia Alvarado, y dejó a suerte el que nadie reconociera a simple vista su número de teléfono. Luego fue al baño, cortó sus rastas a la altura de sus hombros y se dio a la tarea de desarmarlas. Lloró por horas, al punto de ya no ver más que un rostro borroneado en el espejo, pero era algo que necesitaba hacer.
Tres días después, tras un arduo y doloroso trabajo, Lidia Andrada Campos parecía la mujer normal que su padre siempre había deseado que fuera, pero ya no era ella.
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