Cuenta la leyenda que hace muchos
años, tantos que los cipreses no son capaces de recordarlo, había un humilde
barrendero que cada día, escoba en mano, recorría las calles de Madrid.
Más o menos metro setenta, de tez
morena y ajada piel, apenas dejaba ver sus ojos tras su gorra aquel invierno en
el que no nevó ni un mísero copo en toda la Navidad.
No hablaba con nadie ni nadie
reparaba en él, el sonido cadencioso de las cerdas al rascar las aceras era
todo en lo que se fijaba.
La noche en la que todo empezó el
frío le obligó a resguardarse en una esquina de la plaza Benavente, la ventisca
removía las hojas con violencia y apenas paseaban tres o cuatro personas por
delante de su carrito. Con la mirada fija en el suelo se refugió en sus
pensamientos con la esperanza de que el reloj corriera un poco más deprisa y
así terminar su jornada, el frío le roía los huesos y apenas podía moverse.
De uno de los portales adyacentes
salió Lucía acompañada de su abuela, con su bufanda de lana enrollada al
cuello, con una mano agarrando la de su abuela y con su carta a los Reyes Magos
en la otra.
Su abuela que había visto un día
tras otro faenar a aquel barrendero agarraba con una mano fuertemente a su
nieta, y en la otra mano llevaba una taza de barro que sujetaba con sumo
cuidado.
Ambas se dirigían al buzón de los
Reyes Magos que estaba situado en la plaza Mayor. Al pasar por la esquina de la
plaza Benavente la abuela de Lucía se acercó al viejo barrendero y, sin decirle
ni una sola palabra le puso la taza en las manos. Éste, alzó la vista
suavemente y con los ojos vidriosos por el frío y por el gesto, asintió
agradecido sin tampoco mascullar un sonido. Lucía, que con su corta estatura
quedó frente a los ojos de aquel hombre, los grabó en su mente, le dedicó una
sonrisa y tiró del brazo de su abuela para que siguieran con su camino.
El misterioso barrendero se tomó
el chocolate caliente que le supo a gloria y se puso de nuevo manos a la obra.
Un rato más tarde, cuando la noche
ya arreciaba, vio como la niña y su abuela regresaban desandando el camino por
el que se habían dirigido a la Plaza Mayor. La niña lloraba desconsolada
mientras su abuela la abrazaba para consolarla al mismo tiempo que la protegía
del frío.
—¿Qué te pasa, dulce niña? —dijo el barrendero con su tosca voz.
—Que he perdido mi carta a los Reyes Magos, la llevaba en la mano y la he
perdido, ahora no voy a tener regalos.
—¿Sabes qué? —le preguntó el
barrendero.
—¿Qué? —respondió
la niña secándose las lágrimas con la manga del abrigo.
—Tú me has traído una taza de chocolate caliente que me ha
ayudado entrar en calor cuando más frío hacía —la niña asintió tímidamente—,
-bien, pues yo me voy a quedar toda la noche barriendo y voy a encontrar tú
carta, y cuando la encuentre yo mismo la llevaré en persona al buzón de los
Reyes Magos para que mañana tengas tus regalos como todos los niños del mundo,
¿te parece bien?
—Eso sería estupendo —contestó la abuela por ella.
—Pues no se hable más, yo me encargo.
Lucía y su abuela se despidieron
cortésmente y entraron en casa.
A la mañana siguiente Lucía se
levantó antes que nadie en su casa, se bajó de la cama y sin ponerse las
zapatillas corrió a toda prisa por el pasillo hasta llegar al salón, abrió la
puerta de un golpe y… allí estaban, montones de paquetes para toda la familia.
Lucía no podía creer que aquel barrendero al que no conocía de nada hubiera
estado toda la noche buscando su carta para que ella tuviera sus regalos.
—Abuelita, ¿podemos ir a darle las gracias a ese señor?
—Por supuesto, vístete y ponte el abrigo.
El resto de la familia las
acompaño en busca del hombre que había hecho posible el milagro.
Buscaron durante un buen rato,
preguntaron a todos con cuántos se cruzaban si le habían visto, pero nadie
volvió a verle.
Años más tarde, paseando Lucía por
la Plaza Benavente de la mano de sus nietos se paró frente a una estatua de
bronce: era un barrendero con gorra y escoba, exactamente igual que aquel viejo
barrendero que un día se cruzó en la vida de la ahora anciana Lucía.
—¿Quién es éste, abuelita? —preguntó
uno de sus nietos,
—Cuenta la leyenda —comenzó a relatar Lucía—, que este viejo barrendero se quedó toda una noche
buscando una carta a los Reyes Magos que una niña había perdido para poder
entregarla en su nombre, y que hizo tantísimo frío que el pobre se quedó de
piedra por cumplir la promesa que le hizo a la niña, y, ¿sabéis qué?
—¿Qué, abuelita? —contestaron
a la par atónitos.
—Que la niña por la que este hombre se quedó de piedra —hizo una pausa para no echarse a llorar—, esa niña era yo.
Los niños se quedaron
boquiabiertos, los agarró fuertemente de la mano y guiñándole un ojo a aquella
estatua, se alejó con sus nietos hacia la Plaza Mayor a entregar la carta a los
Reyes Magos.
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