—VII—
Albricias tardías
Le hablas de Javier a Giselle. No le
puedes decir cómo lo conociste así que mientes y no es como que a ella le
importe ese detalle porque está más interesada en saber detalles sobre Javier,
así que tú se los das. Le dices que toca la guitarra. Le dices que tiene los
ojos raros. Le dices que lee libros de filosofía, de Kierkegaard y de Nietzsche
y de Kant, que conversa mucho de religión aunque no cree en Dios y que habla
como personaje de telenovela.
Ella te habla de los amigos de Néstor y tú
casi ríes porque ¿qué amigos? ¡Ustedes dos son sus amigos! Y ella se queda
callada y te mira raro. Es la primera vez que oyes hablar acerca de Cristóbal y
no lo sabes todavía, Gaspar, porque lamentablemente no eres psíquico, pero este
nombre se repetirá muchas veces en los próximos cuatro años. Por ahora,
asientes y escuchas la mitad de lo que Giselle dice.
Néstor tiene amigos por Internet. Uno de
ellos se llama Cristóbal, al parecer, y es la primera vez que odias a alguien
que no conoces. El nombre te suena y no sabes de dónde, lo que te irrita más.
Néstor apenas te mira, pero está haciendo amigos. Bien. Okay. No te importa. Te
da lo mismo. Que se vayan a la mierda, los dos.
—¿Por qué estás tan enojado? —pregunta
Giselle, casi riendo, y tú no puedes explicarle así que no lo haces. Te
reclinas en su silla y miras el techo. Tienes hambre. No, mentira. No tienes
hambre. Estás bien.
Decides que no vas a visitar a Néstor
nunca más, pero la verdad es que te dices eso todas las semanas. La otra verdad
es que, esta vez, las palabras suenan diferentes en tu cabeza, más definitivas
y abrumadas, y eso te asusta porque no puedes cansarte de Néstor. ¿Qué será de
ustedes dos entonces? ¿Qué será de ti?
No logras angustiarte lo suficiente,
porque al final, Gaspar, sabes que son justificaciones para aferrarte a tus
convicciones.
Quizás es porque estás enojado por razones
tontas, pero decides reflexionar sobre lo que dijo Néstor porque no puedes
seguir evitándolo, así que te sientas al lado de Emilia en el patio y tratas de
no respirar muy fuerte. La niña se espanta rápido si no se es precavido.
—¿Néstor te ha dicho alguna de sus cosas?
—Es la pregunta más ineficiente del mundo y Emilia te observa de un modo que te
hace entender que no. Te pone un poco feliz. No quieres pensar por qué—. Ok, no
importa.
—¿Debería haberme dicho algo?
—No, no necesariamente.
Te pones de pie y Emilia te observa de un
modo que te da pena, pero no te gusta sentir pena por la gente y menos si en
cierta medida los estimas. Le convidas almorzar juntos y ella sonríe como si se
hubiera encontrado plata en la calle.
Quizás es un buen presagio.
Lees libros sobre enfermedades
psiquiátricas, así como leíste libros tras libros de medicina veterinaria
apenas Cosquillas se enfermó del hígado. No sirvió de nada. Tienes la sensación
de que ahora tampoco servirá de nada excepto saciar tu curiosidad. No es que
creas que Néstor es esquizofrénico, pero sus delirios no son normales y tú ya
sabes bastante de esto de convencerte de mentiras. Las tuyas, claro, nunca han
sido tan extremas.
Trinidad te acompaña a la biblioteca y te
mira con curiosidad cuando tú agarras libros que podrían hacer hoyos en el
suelo si los dejaras caer.
—Ni siquiera sabía que podías leer.
—Ja-ja. Qué chistosa.
No te pregunta el por qué y eso es lo
genial de Trinidad. No pregunta porque no le importa en lo más mínimo, así que
no va a fingir que le interesa escuchar la explicación que probablemente no le
darías, de todos modos.
Ella juega con su celular y pretende
estudiar mientras tú lees y lees acerca de delirios paranoicos, sin llegar a
ninguna respuesta. Te cuestionas si los papás de Néstor han pensado en llevarle
un psicólogo a la casa. Probablemente sí. ¿Alguna vez lo habrán interceptado en
su camino al baño? ¿Se habrán negado a darle de comer hasta que saliera?
Puedes imaginar a Néstor diciendo entonces
a la cresta, me muero, y la idea casi te hace sonreír. Luego se te quita
porque Néstor debería salir de su pieza para algo más que buscar comida. Su
papá está en el hospital hace meses. No estás seguro de la razón, pero siempre
ha sido delicado de salud y a Néstor no le gusta hablar de eso porque, en
general, no le gusta hablar de cómo la gente puede morirse de un día para otro.
Pese a todo el tiempo que lo conoces, lo único que sabes de su hermano menor es
que se llamaba Andrés y se murió ahogado, frente a Néstor.
Emilia debe saber más, pero no comparte
sus ideas, probablemente porque Néstor se lo prohibió. Giselle sabe menos que
tú. Miras a Trinidad.
—Tú todavía vas a la casa de Néstor, ¿cierto?
—preguntas. Ella asiente sin quitar la mirada de encima de su teléfono.
—Fui la semana pasada.
—¿Cómo estaba?
—Me preguntó si estabas enojado con él.
Vuelves la atención al libro frente a ti.
No debería irritarte. No debería afectarte en lo más mínimo, de hecho, y hasta
debería alegrarte que Néstor todavía demuestra al menos una pequeña deferencia
hacia tus sentimientos.
No sabes por qué te enfurece.
Te das cuenta de que estás encontrándote
con Javier dos veces a la semana cuando le dices a Giselle que no puedes ir con
ella al mall porque tienes otra cosa que hacer, y al mismo te percatas de que
estás diciéndole que no a tu mejor amiga para venir a fumar a la plaza con un
tipo que cree vehementemente en el darwinismo social.
Pero Javier es muy bueno para escuchar,
aunque se ría de la mitad de las cosas que dices, independiente de si son
chistes o no, y tiene temas de conversación interesantes pese a que se
conviertan en cátedras.
—Creo que conozco a tu amigo, el loquito.
Me sonó conocido cuando me contaste de él y ahora caché que era porque lo
conozco —dice mientras prende otro cigarro. Hace calor y el aire está húmedo.
No agrega nada más incluso cuando le
preguntas el cómo conoce a Néstor si Néstor no sale de su casa. O tal vez sí lo
hace y te han estado mintiendo.
La idea te molesta. Todo de Néstor te
molesta súbitamente.
—¿Estás bien? —te pregunta Javier cuando
tú no dices nada y tú asientes, empecinado en tu silencio. Él se encoge de
hombros—. Mándale mis saludos cuando lo veas.
—¿Por qué no lo vas a ver a su casa? —No
puedes evitar que la pregunta salga petulante. Javier sonríe lentamente, sin
dientes, mirándote hasta que tú no eres capaz de seguir devolviendo el gesto.
—No quiero asustarlo. He oído por ahí que
es medio… impresionable.
Y se ríe.
Adrián va a tu casa y es la experiencia
más aterradora de toda tu corta vida cuando uno de tus hermanos menores aparece
en el umbral de tu pieza, te pide que te saques los audífonos y te dice
que un cabro te anda buscando.
—Pero ¿qué hueá? —dices sin querer apenas
lo ves. Tu hermano se ríe entre dientes antes de escabullirse a volver a jugar
con su Play Station. Adrián esquiva tus ojos así que tú avanzas hasta que los
están fuera de la casa—. No puedes estar acá. Vamos.
Lo haces caminar alrededor de la cuadra,
sin rumbo, hasta que llegan a la plaza Bismarck y luego allí no sabes qué
hacer. Está atardeciendo y tú estás temblando de algo que no es frío ni es
miedo.
—¿Qué quieres? —espetas. Adrián te mira
raro. Te da un poco de asco.
—Quería hablar contigo.
—¿De qué?
Se ve derrotado por un segundo y tú te
sientes mal así que te sientas al lado de él en una banca.
—No te estoy pidiendo nada extraño —dice
tentativamente, como si temiera que lo muerdas hasta matarlo si trastabilla—,
solo quería conversar y eres la única persona a la que le tengo confianza.
—¿Y tus amigos?
Bufa y tú entiendes a qué se refiere sin
tener que oír las palabras.
—¿Por qué no Raquel? —preguntas, en
cambio.
—Porque es en parte acerca de ella.
Suspiras. Te ha dejado en esta posición en
la que no eres tan cruel como para mandarlo a la mierda, pero a la vez tampoco
sientes tener el temple como para soportar estar en su presencia porque
mientras más cerca está, más lo echas de menos. Pero no eres mala persona,
Gaspar.
Prendes un cigarro y finges no percatarte
de su incredulidad.
—Entonces dime.
Adrián te habla de varias cosas. Empieza
por el hecho de que, si bien quiere a Raquel, no siente ni el
más mínimo deseo de acostarse con ella. Nunca ha sido bueno en esto de tener
tacto para decir las cosas y tú lo dejas pasar, y él entonces habla de sus
papás y de cómo ya en parte tienen sospechas, pero como nunca están en su casa
no tienen pruebas. No son homofóbicos, mas uno nunca sabe. Y entonces habla del
colegio y de sus amigos que siempre lo joden porque te mira
mucho y se están dando cuenta, y de sus notas y de los profesores y de cómo, al
final, realmente no sabe por qué vino a hablarte si sabe que a ti no te importa
y que no vas a poder solucionar nada de esto.
—A veces se necesita hablar —dices. No recuerdas
la última vez que hablaste de las cosas que te molestan, sin tapujos.
—Gracias. Sentía que iba a explotar
—responde con una risa y te mira. Ya está oscuro y apenas puedes distinguir su
cara bajo las luces de la plaza. No hay nadie. Sería tan fácil, hacer algo no
porque quieres sino porque puedes.
Pero no, Gaspar. Algo se apodera de ti,
algo pegajoso y pesado y que te hace temblar y de repente estás viendo a Adrián
con cierta aprensión que él puede ver, si su expresión extrañada significa
algo.
—¿Te puedo decir algo que no le he dicho a
nadie? —murmuras sin aire. Tienes la garganta seca. Adrián asiente—. Estoy
enamorado de Néstor.
Pero las palabras suenan como mentiras y
no sabes por qué, pero la reacción de Adrián es sincera. No responde de inmediato.
Recoge su orgullo calladamente y con lentitud mientras tú intentas calmarte,
sin éxito.
—Creo que lo puedo ver.
—Lo odio —sigues y tu voz sale más fuerte que
lo que esperabas—. Lo odio. No lo soporto.
—¿Entonces por qué…?
No sabes y algo se agolpa en tu garganta
al intentar buscar una respuesta. ¿Por qué una persona que te ignora así
mientras que deja a otros entrar sin dificultades? ¿Por qué alguien tan
patético? Vales más que esto, Gaspar, pero no estás seguro. Quizás es lo mejor
que te puedes permitir, algo inalcanzable y que te da asco cuando tienes los
pies en la realidad no seis metros bajo tierra.
—¿Por qué te gusto? —preguntas, incapaz de
dejar la sorna fuera. Adrián se encoge de hombros.
—Me gusta que eres valiente.
Sonríes. Tú, valiente. Claro, cómo no. Ni
siquiera puedes verle la cara a tu mejor amigo porque le tienes miedo. No
puedes decirle nada de lo que es importante. Le has mentido a Giselle por
meses.
—Raquel es más valiente que yo, si es por
eso.
—Pues sí, pero… —Adrián te quita un cigarro—.
Es fácil ser valiente si vas ganando.
Es la primera vez que sientes que de
verdad estás hablando con Adrián y, de manera estúpida, te hace feliz.
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