"El jarrón" - de Sergio Lozano Zarco

Que los métodos de la señora Funken, apelativo cariñoso que la familia le puso a causa de que era vieja pero irrompible, no eran quizás muy, cómo decirlo, pedagógicos, no les restaba ni un ápice de eficacia. Había criado con ellos tres generaciones de Martínez Martínez, por lo que estaban más que probados y lo que es mejor, aprobados por doña Justina Martínez, matriarca y abuela de pro, de profundos sentimientos religiosos de los que ni el cardenal Rouco Sifredi hubiera imaginado tener jamás.
   Estando la abuela aún de cuerpo presente aquella calurosa tarde de agosto, Luis y Pedro Martínez se encontraban velando el cuerpo de la difunta Justina en la vivienda familiar, otrora centro de reuniones y risas, hoy nido de víboras y aves de rapiña luchando por las migajas de toda una vida de ahorro y puño cerrado, abierto sólo para mitigar la soledad con algún binguillo y algún capricho en forma de viaje al Vaticano.
   Una vez leído el testamento por el ilustre notario don Rodolfo Robles Tejada en presencia del cuerpo aún calentito, como doña Justi siempre había querido desde niña, se empezaron a descubrir las primeras cartas.
   ¡Y para qué cojones quiero yo la cubertería de plata, se pensaría la vieja que los vicios me los pago yo con tenedores y cucharillas de café!
   ¡No te consiento que hables así de la abuela y menos que desprecies lo que te deja porque no te mereces nada!
   Don Rodolfo tuvo que interponerse entre ambos para que no llegaran a las manos en presencia aún de la famélica estampa.
   ¡Tú como eras su niño bonito, el que nunca la dio un disgusto, el que la llevaba al bingo, que bien te lo has trabajado!
   ¿Acaso crees que porque me haya dejado a mí el jarrón significa algo?
   ¡Sabes tanto como yo que ese jarrón vale miles de euros, quizás cientos de miles!
   Rodolfo casi pierde el equilibrio al escuchar esto último.
   Yo no soy tan ruin como tú, no pienso hacer nada con él, se quedará en su sitio que es donde debe estar.
   Encima regodéate de lo bien que te va la vida, llámame muerto de hambre, que sé que lo estás deseando.
   ¡Yo no he dicho eso!
   Ya, pero lo piensas, siempre has pensado que estabas por encima de mí.
   ¡No sigáis por ese camino! terminó Rodolfo.
   No me lo puedo creer, por un puto jarrón la que me ha montado éste gilipollas.
   Te he oído.
   —¿Y qué si me has oído? Eres un gilipollas, ¿prefieres así, que te lo diga a la cara?
   —¿Pues sabes qué?, voy a coger tu puto jarrón, lo voy a vender y me voy a correr una buena juerga a tu salud.
   ¡No tienes huevos a mover un pie! le desafío Luis.
   La señora Funken, al ver como aquellos dos hombres, a los que ella había criado desde que nacieron se enzarzaban en una cruel batalla por la herencia de su abuela, los llamó a la cocina.
   Ambos acudieron a regañadientes y al entrar vieron como ella les esperaba con el jarrón en las manos.
   ¿No os da vergüenza, dos hermanos enfrentados por cuatro perras?
   No te metas, por favor dijo Pedro aún acalorado.
   Acompañarme, por favor les ordenó la señora Funken como sí hablase a los niños que ella recordaba.
   Luis y Pedro conteniendo su rabia, la siguieron hasta la que aún permanecía como habitación de juegos, donde habían pasado gran parte de su infancia.
   Pasar, por favor, y sentaros.
   Ambos se sentaron en unas sillas diminutas que les hacían parecer aún más ridículos.
   La señora Funken se acercó a ellos y les dio un bote de pegamento a cada uno, ellos se miraron extrañados y sin mediar palabra «la tata», que tantos azotes les hubo dado en el pasado para convertirlos en hombres de bien, estampó el valioso jarrón en el suelo haciéndolo pedazos.
   Ahí lo tenéis dijo solemne, no saldréis de aquí hasta que lo dejéis como nuevo. 
   Cerró la puerta con llave desde fuera y volvió a sus quehaceres.
   ¿Estará de coña la vieja? dijo Pedro. Se acaba de cargar mi jarrón.
   Querrás decir mí jarrón. Y no se lo hubiera cargado si no fueras tan miserable.
   Al oír esto último, Pedro le mandó un puñetazo directo a la nariz a su hermano que le hizo retorcerse de dolor en el suelo.
   ¡Ojalá te hubieras muerto tú y no la abuela, hijo de puta!
   Pedro se apartó a un rincón echándose las manos a la cara sin decir nada.
   Pasaron un buen rato en silencio, yo diría que incluso horas, sentado el uno frente al otro en silencio, odiándose y deseándose enfermedades raras, hasta que Luis aburrido ya por sus propios pensamientos, se levantó y empezó a recoger los trozos del dichoso jarrón.
   Pedro aguantó un poco, pero llegó un momento en que no aguantó más la indiferencia de su hermano.
   ¿Me dejas ayudarte? preguntó poniendo la mano sobre el hombro de Luis.
   Haz lo que quieras dijo éste quitándole la mano.
   Pedro se sentó frente a su hermano y ambos de nuevo en silencio intentaron recomponer el jarrón de la abuela.
   Esto va a ser imposible susurró Luis, hay mil pedazos, no hay por dónde empezar.
   ¿Sabes una cosa? dijo Pedro mientras encajaba dos piezas. Luis alzó los hombros mostrando indiferencia—. Que te quiero mucho, hermano, que te quiero tanto que me duele haberme convertido en el cerdo que soy.
   Luis no contestó. Y lo que más me duele es haberte dejado la cara como un eche homo.
   Se dice «eccehomo» paleto replicó Luis esbozando una leve sonrisa.
   ¿Y sabes qué?
   ¿Qué? contestó Luis desganado.
   Que vamos a dejar este jarrón como nuevo, con dos cojones. Cuando lo vea la Funken no va a saber si es el que ella ha roto o si es nuevo a estrenar.
   Y lo vamos a hacer juntos hermano, como siempre lo hemos hecho todo.
   Hasta que te convertiste en un cerdo.
   Eso es verdad contestó Pedro irónico. Pero si yo soy un cerdo, tú eres un gallina.
   Luis se levantó y dándole un abrazo a su hermano lloró, bueno ambos lloraron como los niños que realmente nunca habían dejado de ser.
   Al cabo de diez horas Pedro gritó esperando ser oído al otro lado de la puerta. «¡Señora Funkeeeennnn!» mientras golpeaba con los nudillos la vieja madera. Tras un rato, el crujir de la llave hizo que Pedro retirara la oreja.
   Mire usted, señora Funken, mire usted que jarrón bonito le hemos dejado, mejor que el original. 
   La señora Funken, no necesitó decir nada, recogió el jarrón que la verdad parecía más una palangana y abrió aún más la puerta en señal de que les dejaba salir. Pedro salió el primero y Luís, emocionado y agradecido, le dio un sentido abrazo. «Gracias una vez María, gracias una vez más».


                                

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