Que los métodos de la señora Funken, apelativo cariñoso que la familia le
puso a causa de que era vieja pero irrompible, no eran quizás muy, cómo
decirlo, pedagógicos, no les restaba ni un ápice de eficacia. Había criado
con ellos tres generaciones de Martínez Martínez, por lo que estaban más que
probados y lo que es mejor, aprobados por doña Justina Martínez, matriarca y
abuela de pro, de profundos sentimientos religiosos de los que ni el cardenal
Rouco Sifredi hubiera imaginado tener jamás.
Estando la abuela aún de cuerpo
presente aquella calurosa tarde de agosto, Luis y Pedro Martínez se
encontraban velando el cuerpo de la difunta Justina en la vivienda
familiar, otrora centro de reuniones y risas, hoy nido de víboras y aves de
rapiña luchando por las migajas de toda una vida de ahorro y puño cerrado,
abierto sólo para mitigar la soledad con algún binguillo y algún capricho en
forma de viaje al Vaticano.
Una vez leído el testamento por el
ilustre notario don Rodolfo Robles Tejada en presencia del cuerpo aún
calentito, como doña Justi siempre había querido desde niña, se empezaron a
descubrir las primeras cartas.
—¡Y para qué cojones quiero yo la cubertería de plata, se
pensaría la vieja que los vicios me los pago yo con tenedores y cucharillas de
café!
—¡No te consiento que hables así de la abuela y menos que
desprecies lo que te deja porque no te mereces nada!
Don Rodolfo tuvo que interponerse
entre ambos para que no llegaran a las manos en presencia aún de la famélica
estampa.
—¡Tú como eras su niño bonito, el que nunca la dio un
disgusto, el que la llevaba al bingo, que bien te lo has trabajado!
—¿Acaso crees que porque me haya dejado a mí el jarrón
significa algo?
—¡Sabes tanto como yo que ese jarrón vale miles de euros,
quizás cientos de miles!
Rodolfo casi pierde el equilibrio
al escuchar esto último.
—Yo no soy tan ruin como tú, no pienso hacer nada con él,
se quedará en su sitio que es donde debe estar.
—Encima regodéate de lo bien que te va la vida, llámame
muerto de hambre, que sé que lo estás deseando.
—¡Yo no he dicho eso!
—Ya, pero lo piensas, siempre has pensado que estabas por
encima de mí.
—¡No sigáis por ese camino! —terminó Rodolfo.
—No me lo puedo creer, por un puto jarrón la que me ha
montado éste gilipollas.
—Te he oído.
—¿Y qué si me has oído? Eres un gilipollas, ¿prefieres
así, que te lo diga a la cara?
—¿Pues sabes qué?, voy a coger tu puto jarrón, lo voy a
vender y me voy a correr una buena juerga a tu salud.
—¡No tienes huevos a mover un pie! —le desafío Luis.
La señora Funken, al ver como
aquellos dos hombres, a los que ella había criado desde que nacieron se
enzarzaban en una cruel batalla por la herencia de su abuela, los llamó a la
cocina.
Ambos acudieron a regañadientes y
al entrar vieron como ella les esperaba con el jarrón en las manos.
—¿No os da vergüenza, dos hermanos enfrentados por cuatro
perras?
—No te metas, por favor —dijo Pedro aún acalorado.
—Acompañarme, por favor —les ordenó la señora Funken como sí hablase a los niños que ella recordaba.
Luis y Pedro conteniendo su rabia,
la siguieron hasta la que aún permanecía como habitación de juegos, donde
habían pasado gran parte de su infancia.
—Pasar, por favor, y sentaros.
Ambos se sentaron en unas sillas
diminutas que les hacían parecer aún más ridículos.
La señora Funken se acercó a ellos
y les dio un bote de pegamento a cada uno, ellos se miraron extrañados y sin
mediar palabra «la tata», que tantos azotes les hubo dado en el pasado para
convertirlos en hombres de bien, estampó el valioso jarrón en el suelo
haciéndolo pedazos.
—Ahí lo tenéis —dijo
solemne—, no saldréis de aquí hasta que
lo dejéis como nuevo.
Cerró la puerta con llave desde fuera y volvió a sus
quehaceres.
—¿Estará de coña la vieja? —dijo Pedro—. Se acaba de cargar mi
jarrón.
—Querrás decir mí jarrón. Y no se lo hubiera cargado si no
fueras tan miserable.
Al oír esto último, Pedro le mandó
un puñetazo directo a la nariz a su hermano que le hizo retorcerse de dolor en
el suelo.
—¡Ojalá te hubieras muerto tú y no la abuela, hijo de puta!
Pedro se apartó a un rincón
echándose las manos a la cara sin decir nada.
Pasaron un buen rato en silencio,
yo diría que incluso horas, sentado el uno frente al otro en silencio,
odiándose y deseándose enfermedades raras, hasta que Luis aburrido ya por sus propios
pensamientos, se levantó y empezó a recoger los trozos del dichoso jarrón.
Pedro aguantó un poco, pero llegó
un momento en que no aguantó más la indiferencia de su hermano.
—¿Me dejas ayudarte? —preguntó poniendo la mano sobre el hombro de Luis.
—Haz lo que quieras —dijo
éste quitándole la mano.
Pedro se sentó frente a su hermano
y ambos de nuevo en silencio intentaron recomponer el jarrón de la abuela.
—Esto va a ser imposible —susurró Luis—, hay mil pedazos, no hay
por dónde empezar.
—¿Sabes una cosa? —dijo
Pedro mientras encajaba dos piezas. Luis alzó los hombros mostrando
indiferencia—. Que te quiero mucho,
hermano, que te quiero tanto que me duele haberme convertido en el cerdo que soy—.
Luis no contestó. —Y lo que más me duele es haberte dejado la cara como un eche homo.
—Se dice «eccehomo» paleto —replicó
Luis esbozando una leve sonrisa.
—¿Y sabes qué?
—¿Qué? —contestó
Luis desganado.
—Que vamos a dejar este jarrón como nuevo, con dos
cojones. Cuando lo vea la Funken no va a saber si es el que ella ha roto o si
es nuevo a estrenar.
—Y lo vamos a hacer juntos hermano, como siempre lo hemos
hecho todo.
—Hasta que te convertiste en un cerdo.
—Eso es verdad —contestó
Pedro irónico—. Pero si yo soy un cerdo,
tú eres un gallina.
Luis se levantó y dándole un
abrazo a su hermano lloró, bueno ambos lloraron como los niños que realmente
nunca habían dejado de ser.
Al cabo de diez horas Pedro gritó
esperando ser oído al otro lado de la puerta. «¡Señora Funkeeeennnn!»
mientras golpeaba con los nudillos la vieja madera. Tras un rato, el crujir de
la llave hizo que Pedro retirara la oreja.
—Mire usted, señora Funken, mire usted que jarrón bonito
le hemos dejado, mejor que el original.
La señora Funken, no necesitó decir
nada, recogió el jarrón que la verdad parecía más una palangana y abrió aún más
la puerta en señal de que les dejaba salir. Pedro salió el primero y Luís,
emocionado y agradecido, le dio un sentido abrazo. «Gracias una vez María, gracias una vez más».
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