La historia
que a continuación pasaré a relatarles sería impensable a principios del siglo
XX, pero aquí, en los finales de los finales del milenio, donde cada dos por
tres aparece un lunático anunciándonos el fin del mundo, es, señoras y señores, de lo más corriente.
Don
Felipe era el típico currante español. Se pasaba todo el día trabajando y al terminar
su jornada, a eso de las seis, sin haberse duchado o cambiado de ropa, iba
derecho al bar de la esquina.
Pero
Felipe no acudía para debatir, a aquél hervidero de polémicas pacíficas, sobre
fútbol, política y toros —pacíficas
hasta que los tertulianos llevaban diez o doce chatos de tinto y algún que otro
botellín, todo ello mezclado con el tabaco más negro, que daba la inequívoca
señal de hombría—, sino que llegaba
allí con la única idea, obsesiva incluso, de verla a ella.
Le
volvía loco, con ella se olvidaba de su mujer, una maruja que no veía la calle
más que cuando tendía la ropa y de paso aprovechaba para dialogar con su vecina
de enfrente, que casualmente también tendía la ropa a la misma hora, sobre lo
guapa que salió ayer en la tele la hija del ex marido de la actriz, que
ahora se ha separado de su nuevo amor latinoamericano.
Se
olvidaba hasta de sus hijos. De Loli, la mayor, con carrera y máster en Augusta,
y de Manolo, el orgullo de todos los perros del barrio y parte del extranjero.
Era tal
la convulsión que recorría el cuerpo de Felipe cada vez que la veía, que cuando
bajaba al bar los domingos para ver el fútbol, no se inmutaba lo más mínimo si
su equipo perdía, de lo cual se enteraba por las risas de sus compañeros y no porque
el prestara la más mínima atención.
¿Y cómo
es ella?, se estarán ustedes preguntando. Estarán pensando que era lo más de lo más, lo nunca visto. Pues bien, antes de ponerles los
dientes largos, les contaré qué hacía ella en aquel bar, entre tanto trabajador
sudoroso y cincuentón.
Era,
por llamarlo de alguna manera, una empleada de Julián, el dueño. La contrató
para que alegrara un poco a aquellos muchachos con tantos problemas de espíritu
e hígado.
Se
limitaba a estar allí todo el día, mientras los caballeros se iban acercando de
uno en uno, aunque a veces de dos en dos, a desahogar sus inquietudes con ella.
Su
aspecto era coqueto, no era muy alta, más bien rechoncha, pero con unos ojos
que si los mirabas más de dos minutos seguidos te resultaba imposible apartar la
mirada de ellos. ¡Y tenía un tacto!, ponía los pelos de punta el simple roce de los dedos contra su cuerpecito.
Felipe
siempre esperaba a que los demás la dejaran tranquila para acercarse y quedarse
con ella hasta que Julián decidía cerrar, a eso de las doce o la una de la
madrugada.
A esas
horas aún seguían despiertos los vecinos colindantes a la vivienda de don
Felipe y familia, y si no lo estaban, lo estarían, porque rara era la noche en que la señora Fausti no se liaba a gritos con el pobre Felipe
que, agachando la cabeza, alegaba que se le había parado el reloj, lo cual no
era del todo falso, ya que aún conservaba el que Doña Fausti le regaló el
día de su boda, allá por los años en
que se inventó la rueda.
Y así
día tras día, don Felipe al bar, su mujer a la ventana y sus hijos peleando encarnizadamente por el dominio del mando a distancia.
Pero un
día Felipe salió del trabajo más tarde de lo normal porque se celebró una
reunión extraordinaria para entregar el premio al empleado más eficiente de la
empresa, el cual no llegó a entregarse porque el ganador estaba ausente por la muerte de un sobrino de su vecino.
Cuando
Felipe llegó a su segunda casa, se encontró un panorama desolador. Don José, el
mejor jugador de mus del barrio, todo hay que decirlo, estaba llorando; Pepe el
del estanco y su ayudante Santiago, estaban
abrazados preguntándose cómo podía el mundo ser tan cruel. La razón, ni más ni
menos que el despido improcedente de aquél ser tan maravilloso que alegraba los
corazones de aquellos hombres y en especial el de Felipe. Éste agarró de la
pechera a Julián y el pobre, pálido, alegó reducción de plantilla. Felipe salió
del bar y juró no volver a entrar jamás.
Horas
después, la señora Fausti llamó a la policía, ya que eran las seis de la mañana
y don Felipe no había llegado aún.
La
policía montó un dispositivo de búsqueda, pero sin resultados. Ya a las dos de
la tarde del día siguiente, una pareja de Nacionales localizó a Felipe. Estaba
en un salón de juegos de la calle Montera, abrazado a aquél ser maravilloso que
Julián había tenido la osadía de despedir y que, gracias a la suerte, fue
contratada en aquel lugar junto a muchas compañeras más.
Su
mujer no podía creérselo, ¡tanto tiempo engañada!
Dos
horas después del reencuentro con su fiel esposo, agarró la vetusta ropa
de Felipe, la introdujo en una maleta vieja que guardaba desde hacía treinta
años, con la esperanza de utilizarla algún día, y echó a Felipe de su casa.
Ahora
Felipe vive en casa de un primo lejano, no tiene trabajo y va tres veces por
semana a una terapia de grupo que, en vez de ayudarle a olvidarla, le recuerda
día tras día que sigue estando loco por ella.
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