"Loco por ella" - de Sergio Lozano Zarco

   La historia que a continuación pasaré a relatarles sería impensable a principios del siglo XX, pero aquí, en los finales de los finales del milenio, donde cada dos por tres aparece un lunático anunciándonos el fin del mundo, es, señoras y señores, de lo más corriente.
   Don Felipe era el típico currante español. Se pasaba todo el día trabajando y al terminar su jornada, a eso de las seis, sin haberse duchado o cambiado de ropa, iba derecho al bar de la esquina.
   Pero Felipe no acudía para debatir, a aquél hervidero de polémicas pacíficas, sobre fútbol, política y toros  pacíficas hasta que los tertulianos llevaban diez o doce chatos de tinto y algún que otro botellín, todo ello mezclado con el tabaco más negro, que daba la inequívoca señal de hombría—,  sino que llegaba allí con la única idea, obsesiva incluso, de verla a ella.
   Le volvía loco, con ella se olvidaba de su mujer, una maruja que no veía la calle más que cuando tendía la ropa y de paso aprovechaba para dialogar con su vecina de enfrente, que casualmente también tendía la ropa a la misma hora, sobre lo guapa que salió ayer en la tele la hija del ex marido de la actriz, que ahora se ha separado de su nuevo amor latinoamericano.
   Se olvidaba hasta de sus hijos. De Loli, la mayor, con carrera y máster en Augusta, y de Manolo, el orgullo de todos los perros del barrio y parte del extranjero.
   Era tal la convulsión que recorría el cuerpo de Felipe cada vez que la veía, que cuando bajaba al bar los domingos para ver el fútbol, no se inmutaba lo más mínimo si su equipo perdía, de lo cual se enteraba por las risas de sus compañeros y no porque el prestara la más mínima atención.
   ¿Y cómo es ella?, se estarán ustedes preguntando. Estarán pensando que era lo más de lo más, lo nunca visto. Pues bien, antes de ponerles los dientes largos, les contaré qué hacía ella en aquel bar, entre tanto trabajador sudoroso y cincuentón.
   Era, por llamarlo de alguna manera, una empleada de Julián, el dueño. La contrató para que alegrara un poco a aquellos muchachos con tantos problemas de espíritu e hígado.
   Se limitaba a estar allí todo el día, mientras los caballeros se iban acercando de uno en uno, aunque a veces de dos en dos, a desahogar sus inquietudes con ella.
   Su aspecto era coqueto, no era muy alta, más bien rechoncha, pero con unos ojos que si los mirabas más de dos minutos seguidos te resultaba imposible apartar la mirada de ellos. ¡Y tenía un tacto!, ponía los pelos de punta el simple roce de los dedos contra su cuerpecito.
   Felipe siempre esperaba a que los demás la dejaran tranquila para acercarse y quedarse con ella hasta que Julián decidía cerrar, a eso de las doce o la una de la madrugada.
   A esas horas aún seguían despiertos los vecinos colindantes a la vivienda de don Felipe y familia, y si no lo estaban, lo estarían, porque rara era la noche en que la señora Fausti no se liaba a gritos con el pobre Felipe que, agachando la cabeza, alegaba que se le había parado el reloj, lo cual no era del todo falso, ya que aún conservaba el que Doña Fausti le regaló el día de su boda, allá por los años en que se inventó la rueda.
   Y así día tras día, don Felipe al bar, su mujer a la ventana y sus hijos peleando encarnizadamente por el dominio del mando a distancia.
   Pero un día Felipe salió del trabajo más tarde de lo normal porque se celebró una reunión extraordinaria para entregar el premio al empleado más eficiente de la empresa, el cual no llegó a entregarse porque el ganador estaba ausente por la muerte de un sobrino de su vecino.
   Cuando Felipe llegó a su segunda casa, se encontró un panorama desolador. Don José, el mejor jugador de mus del barrio, todo hay que decirlo, estaba llorando; Pepe el del estanco y su ayudante Santiago, estaban abrazados preguntándose cómo podía el mundo ser tan cruel. La razón, ni más ni menos que el despido improcedente de aquél ser tan maravilloso que alegraba los corazones de aquellos hombres y en especial el de Felipe. Éste agarró de la pechera a Julián y el pobre, pálido, alegó reducción de plantilla. Felipe salió del bar y juró no volver a entrar jamás.
   Horas después, la señora Fausti llamó a la policía, ya que eran las seis de la mañana y don Felipe no había llegado aún.
   La policía montó un dispositivo de búsqueda, pero sin resultados. Ya a las dos de la tarde del día siguiente, una pareja de Nacionales localizó a Felipe. Estaba en un salón de juegos de la calle Montera, abrazado a aquél ser maravilloso que Julián había tenido la osadía de despedir y que, gracias a la suerte, fue contratada en aquel lugar junto a muchas compañeras más.
   Su mujer no podía creérselo, ¡tanto tiempo engañada!
   Dos horas después del reencuentro con su fiel esposo, agarró la vetusta ropa de Felipe, la introdujo en una maleta vieja que guardaba desde hacía treinta años, con la esperanza de utilizarla algún día, y echó a Felipe de su casa.
   Ahora Felipe vive en casa de un primo lejano, no tiene trabajo y va tres veces por semana a una terapia de grupo que, en vez de ayudarle a olvidarla, le recuerda día tras día que sigue estando loco por ella. 



                                       

No hay comentarios:

Publicar un comentario