El timbre que anunciaba el final de las clases retumbó en los oídos de
todos los compañeros de clase de Lucas, ruido de mesas y sillas rozando contra
aquel gastado suelo, mochilas cerrándose y voces por todas partes, pero Lucas
no movió ni un músculo. Julia, su profesora, también estaba recogiendo sus
cosas, había sido un día duro, y estaba deseando llegar a casa, «como todo el mundo»,
pensó, «como todo el mundo».
Una vez hubo guardado todo, se
levantó colocándose la falda y metiéndose la blusa por dentro, cuando, alzando
la mirada vio que Lucas aún seguía sentado en su silla. Estaba inmóvil, miraba hacia el pupitre,
pero no había nada en él, estaba con la mirada perdida, pensativo y un tanto
triste según parecía a primera vista. Julia se acercó a él y tocándole cariñosamente
en el hombro le dijo: «Lucas, ya ha sonado el
timbre, ¿no sales?». Lucas la miro a los
ojos y, tras un par de segundos volvió a perder su tierna mirada en la mesa de
color verde que tenía delante.
—¿Qué te pasa, Lucas? ¿Tú también has tenido un mal día? —le preguntó con dulzura.
Lucas volvió a mirar a su profesora
fijamente y, sin titubear, le dijo: «Señorita
Julia, ¿es verdad que soy un retrasado?». Julia
se quedó atónita, no por la pregunta, pues ella ya sabía que tarde o temprano
tendría que enfrentarse a ella, sino porque esa pregunta sonaba a dolor, el
dolor de un niño que empezaba a ser cruelmente consciente de que tenía síndrome
de Down.
—¿Por qué dices eso, Lucas?
—No se haga la tonta —tartamudeo
él—. Lo sé, sé que me pasa algo,
todos lo dicen.
—¿Quién? —dijo ella.
—¡Todos! —grito
él—, me llaman retrasado a todas
horas, se ríen de mi forma de hablar y tienen razón, no soy como ellos.
Julia no sabía qué hacer ni qué
decir, ¿cómo se le puede decir a un niño que, sin tener culpa de nada, no era
como los demás niños?
—Mira, Lucas, vamos a hacer una cosa —le
dijo—, hoy no es el mejor día para tener esta conversación.
Julia pretendía ganar tiempo para poder avisar
a los padres de Lucas y no precipitarse al contestar, pues ella pensaba que no
le correspondía a ella tomar esa decisión.
Así que, sin contestar la dura
pregunta de Lucas, le dio un beso y mirándole a los ojos le dijo: «Mira, Lucas, vamos a hacer una cosa: vamos a irnos a casa
y mañana te prometo que nos quedaremos hablando todo el tiempo que quieras, ¿de
acuerdo?». Lucas cogió su mochila, se levantó y de su
gesto se entendió un «¡está bien!», Julia respiró por un momento y cuando Lucas ya salía
por la puerta le dijo: «Está bien, señorita, pero no me ha contestado».
Una vez se quedó sola, sacó su
teléfono móvil del bolso, lo encendió y buscó en la agenda el nombre de Ruth,
la madre de Lucas, con la que tenía una especial relación.
—Ruth, soy Julia, creo
que… —titubeó un poco—, creo que ha llegado el momento de hablar con el niño.
Ruth no contestó, colgó el teléfono
y lo guardó apresuradamente antes de que Lucas bajara las escaleras. Ella
estaba en la puerta esperándole, como cada tarde.
Al verle llegar con su carita
hundida por el dolor, sintió una punzada en el corazón e intentando disimular
le dio un beso a Lucas y actuó con naturalidad para que el niño no notara nada.
—¿Qué tal el día, mi amor?
Lucas no contestó y Ruth, mirando hacia la ventana de la clase, cruzó
una mirada de agradecimiento y temor con Julia que miraba la escena desde
arriba.
Se metieron en el coche en el que
Ruth intentó trivializar para buscar la forma de sacar el tema.
Lucas no le dio opción: de un
golpe seco le hizo a su madre la pregunta a la que tanto temía enfrentarse.
—¿Por qué soy diferente, mamá?
—¿Por qué dices eso, hijo? —Ruth apenas podía contener la emoción.
—Ya lo sabes, mamá, dime por qué soy diferente.
—Tú no eres…
—¡Sí lo soy! —interrumpió
bruscamente Lucas—, ¡sí lo soy y lo sabes!
Todo el mundo lo sabe, mis compañeros lo saben, y yo también lo sé, solo quiero
saber por qué, nada más.
Ruth no tuvo opción, detuvo el
coche un par de calles antes de llegar a casa y mirando a los hijos de su hijo,
sacando fuerzas del corazón, le dijo: «Mi
vida, tú no tienes culpa de nada»,
sintió que le fallaba la voz, «lo que
te pasa es que naciste con una…». Ruth
no quería pronunciar la palabra enfermedad.
«Lo que tienes…, se llama síndrome
de Down». En ese momento pensó que, si
hubiera estado de pie, se habría caído al suelo como un fruto maduro.
Lucas no decía nada, solo esperaba
impaciente y asustado la respuesta de su madre.
—Es una malformación genética que hace que seas un poco especial.
—¿Especial? —dijo al
fin Lucas—, me llaman subnormal,
mamá, me dicen cosas horribles, soy un monstruo —dijo rompiendo a llorar como el niño que era.
El sentimiento de culpa de Ruth por
hacer pasar por eso a su hijo le destrozaba el alma, pero ella y Miguel, su
marido, decidieron, que, debido a que el grado de Lucas no era muy alto, podría
ir a un colegio normal y desarrollarse como un niño normal. Y este era sin duda,
el peor momento que una madre de «Down» podía tener, ¿cómo hacer entender a su hijo que la
crueldad de los niños no tenía límite? Deseaba coger a aquellos niños de la
solapa y darles un buen guantazo, pero no podía hacer nada. Solo podía esperar
que aquella conversación no afectara a Lucas más de lo que ya estaba.
—Mira, cariño, tú sabes que hay personas bajitas, otras
altas, morenas, rubias… bueno, pues eso lo determinan nuestros genes al nacer —Lucas asentía—, bien
pues tus genes al nacer fueron un poco distintos a los de los demás niños.
—¿Y por eso mi cara es así? —tartamudeo Lucas.
—¡Oye! —dijo
Ruth sonriendo—, que tú tienes una cara
preciosa, eres clavadito a mí.
Y con
esas palabras consiguió arrancar una sonrisa de su hijo, esa sonrisa le supo a
victoria, a paso de gigante para conseguir no hacer de aquello un drama, y sin
saber cómo, la conversación torno de dramática a casi divertida.
Llegaron a casa y tras prepararle
su merienda preferida a Lucas, le dijo cariñosamente: «Lucas, vamos a hacer una cosa, vamos a sentarnos aquí y vamos a leer un
libro sobre el síndrome de Down».
Era un libro pequeño, con muchos
dibujos, pensado precisamente para que los niños pudieran entender ellos mismos
lo que les ocurría, y así fue: Lucas entendió bastante bien que lo que a él le
pasaba no era grave, tan solo que tendría que esforzarse un poco más que los
demás para aprender a hacer ciertas cosas, y que todo lo que consiguiera en la
vida tendría el doble o el triple de valor que para el resto de la gente.
Ya de noche, y una vez que Lucas
se hubo tranquilizado, se metió en la cama empezando a asimilar lo que su madre
le había contado. Sin haberse dormido aún, oyó como su padre llegaba del
trabajo. Tras unos minutos éste entró en su habitación para darle las buenas
noches.
—¿Sabes una cosa, papá? —dijo
Lucas ya con la voz vencida por el sueño—. ¿Sabes
que soy muy especial?
Su padre, que había hablado con
Ruth, no quiso decir nada.
—Ya lo sé hijo —dijo al
rato.
—Mamá me ha dicho que todas las personas nacemos con un
fin en la vida, ¿sabes cuál es mi fin, papá?
Miguel se mordió las
lágrimas.
—¿Cuál, hijo?
—Yo he nacido para dar ejemplo al mundo, papá.
—Eso ya lo sé yo, hijo —y dándole un beso, le arropó emocionado. Que descanses, mi amor.
—Te quiero, papá —dijo
Lucas ya vencido…
Miguel no tenía muy claro si Lucas
entendía realmente lo que había dicho, ya tendría tiempo, pero era la verdad:
había nacido para que todos los que le conocieran vieran en él un ejemplo de
superación y de amor incondicional, que difícilmente alguna otra persona podría
superar, sin tener su par veintiuno.
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