"Mi par 21" - de Sergio Lozano Zarco

   El timbre que anunciaba el final de las clases retumbó en los oídos de todos los compañeros de clase de Lucas, ruido de mesas y sillas rozando contra aquel gastado suelo, mochilas cerrándose y voces por todas partes, pero Lucas no movió ni un músculo. Julia, su profesora, también estaba recogiendo sus cosas, había sido un día duro, y estaba deseando llegar a casa, «como todo el mundo», pensó, «como todo el mundo».
   Una vez hubo guardado todo, se levantó colocándose la falda y metiéndose la blusa por dentro, cuando, alzando la mirada vio que Lucas aún seguía sentado en su silla.    Estaba inmóvil, miraba hacia el pupitre, pero no había nada en él, estaba con la mirada perdida, pensativo y un tanto triste según parecía a primera vista. Julia se acercó a él y tocándole cariñosamente en el hombro le dijo: «Lucas, ya ha sonado el timbre, ¿no sales?». Lucas la miro a los ojos y, tras un par de segundos volvió a perder su tierna mirada en la mesa de color verde que tenía delante.
   ¿Qué te pasa, Lucas? ¿Tú también has tenido un mal día? le preguntó con dulzura.
   Lucas volvió a mirar a su profesora fijamente y, sin titubear, le dijo: «Señorita Julia, ¿es verdad que soy un retrasado?». Julia se quedó atónita, no por la pregunta, pues ella ya sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ella, sino porque esa pregunta sonaba a dolor, el dolor de un niño que empezaba a ser cruelmente consciente de que tenía síndrome de Down.
   ¿Por qué dices eso, Lucas?
   No se haga la tonta tartamudeo él. Lo sé, sé que me pasa algo, todos lo dicen.  
   ¿Quién? dijo ella.
   ¡Todos! grito él, me llaman retrasado a todas horas, se ríen de mi forma de hablar y tienen razón, no soy como ellos.
   Julia no sabía qué hacer ni qué decir, ¿cómo se le puede decir a un niño que, sin tener culpa de nada, no era como los demás niños?
   Mira, Lucas, vamos a hacer una cosa le dijo—, hoy no es el mejor día para tener esta conversación.
   Julia pretendía ganar tiempo para poder avisar a los padres de Lucas y no precipitarse al contestar, pues ella pensaba que no le correspondía a ella tomar esa decisión.
   Así que, sin contestar la dura pregunta de Lucas, le dio un beso y mirándole a los ojos le dijo: «Mira, Lucas, vamos a hacer una cosa: vamos a irnos a casa y mañana te prometo que nos quedaremos hablando todo el tiempo que quieras, ¿de acuerdo?». Lucas cogió su mochila, se levantó y de su gesto se entendió un «¡está bien!», Julia respiró por un momento y cuando Lucas ya salía por la puerta le dijo: «Está bien, señorita, pero no me ha contestado».
   Una vez se quedó sola, sacó su teléfono móvil del bolso, lo encendió y buscó en la agenda el nombre de Ruth, la madre de Lucas, con la que tenía una especial relación.
Ruth, soy Julia, creo que… titubeó un poco, creo que ha llegado el momento de hablar con el niño.
   Ruth no contestó, colgó el teléfono y lo guardó apresuradamente antes de que Lucas bajara las escaleras. Ella estaba en la puerta esperándole, como cada tarde.
   Al verle llegar con su carita hundida por el dolor, sintió una punzada en el corazón e intentando disimular le dio un beso a Lucas y actuó con naturalidad para que el niño no notara nada.
   ¿Qué tal el día, mi amor?
   Lucas no contestó y Ruth, mirando hacia la ventana de la clase, cruzó una mirada de agradecimiento y temor con Julia que miraba la escena desde arriba.
   Se metieron en el coche en el que Ruth intentó trivializar para buscar la forma de sacar el tema.
   Lucas no le dio opción: de un golpe seco le hizo a su madre la pregunta a la que tanto temía enfrentarse.
   ¿Por qué soy diferente, mamá?
   ¿Por qué dices eso, hijo? Ruth apenas podía contener la emoción.
   Ya lo sabes, mamá, dime por qué soy diferente.
    Tú no eres…
   ¡Sí lo soy! interrumpió bruscamente Lucas, ¡sí lo soy y lo sabes! Todo el mundo lo sabe, mis compañeros lo saben, y yo también lo sé, solo quiero saber por qué, nada más.
   Ruth no tuvo opción, detuvo el coche un par de calles antes de llegar a casa y mirando a los hijos de su hijo, sacando fuerzas del corazón, le dijo: «Mi vida, tú no tienes culpa de nada», sintió que le fallaba la voz, «lo que te pasa es que naciste con una…». Ruth no quería pronunciar la palabra enfermedad. «Lo que tienes…, se llama síndrome de Down». En ese momento pensó que, si hubiera estado de pie, se habría caído al suelo como un fruto maduro.
   Lucas no decía nada, solo esperaba impaciente y asustado la respuesta de su madre.   
   Es una malformación genética que hace que seas un poco especial.
   ¿Especial? dijo al fin Lucas, me llaman subnormal, mamá, me dicen cosas horribles, soy un monstruo dijo rompiendo a llorar como el niño que era.
   El sentimiento de culpa de Ruth por hacer pasar por eso a su hijo le destrozaba el alma, pero ella y Miguel, su marido, decidieron, que, debido a que el grado de Lucas no era muy alto, podría ir a un colegio normal y desarrollarse como un niño normal. Y este era sin duda, el peor momento que una madre de «Down» podía tener, ¿cómo hacer entender a su hijo que la crueldad de los niños no tenía límite? Deseaba coger a aquellos niños de la solapa y darles un buen guantazo, pero no podía hacer nada. Solo podía esperar que aquella conversación no afectara a Lucas más de lo que ya estaba.
   Mira, cariño, tú sabes que hay personas bajitas, otras altas, morenas, rubias… bueno, pues eso lo determinan nuestros genes al nacer Lucas asentía, bien pues tus genes al nacer fueron un poco distintos a los de los demás niños.
   ¿Y por eso mi cara es así? tartamudeo Lucas.
   ¡Oye! dijo Ruth sonriendo, que tú tienes una cara preciosa, eres clavadito a mí. 
   Y con esas palabras consiguió arrancar una sonrisa de su hijo, esa sonrisa le supo a victoria, a paso de gigante para conseguir no hacer de aquello un drama, y sin saber cómo, la conversación torno de dramática a casi divertida.
   Llegaron a casa y tras prepararle su merienda preferida a Lucas, le dijo cariñosamente: «Lucas, vamos a hacer una cosa, vamos a sentarnos aquí y vamos a leer un libro sobre el síndrome de Down».
   Era un libro pequeño, con muchos dibujos, pensado precisamente para que los niños pudieran entender ellos mismos lo que les ocurría, y así fue: Lucas entendió bastante bien que lo que a él le pasaba no era grave, tan solo que tendría que esforzarse un poco más que los demás para aprender a hacer ciertas cosas, y que todo lo que consiguiera en la vida tendría el doble o el triple de valor que para el resto de la gente.
   Ya de noche, y una vez que Lucas se hubo tranquilizado, se metió en la cama empezando a asimilar lo que su madre le había contado. Sin haberse dormido aún, oyó como su padre llegaba del trabajo. Tras unos minutos éste entró en su habitación para darle las buenas noches.
    ¿Sabes una cosa, papá? dijo Lucas ya con la voz vencida por el sueño. ¿Sabes que soy muy especial?
   Su padre, que había hablado con Ruth, no quiso decir nada.
   Ya lo sé hijo dijo al rato.
   Mamá me ha dicho que todas las personas nacemos con un fin en la vida, ¿sabes cuál es mi fin, papá?
   Miguel se mordió las lágrimas.
   ¿Cuál, hijo?
   Yo he nacido para dar ejemplo al mundo, papá.
   Eso ya lo sé yo, hijo y dándole un beso, le arropó emocionado. Que descanses, mi amor.
   Te quiero, papá dijo Lucas ya vencido…
   Miguel no tenía muy claro si Lucas entendía realmente lo que había dicho, ya tendría tiempo, pero era la verdad: había nacido para que todos los que le conocieran vieran en él un ejemplo de superación y de amor incondicional, que difícilmente alguna otra persona podría superar, sin tener su par veintiuno.









                                       

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