— II —
El estado de la mente
Cuando ibas en cuarto básico y eras
vagamente consciente de que algo estaba mal contigo, porque las niñas todavía
eran feas y a veces tenías ganas de dormir para siempre, fue que sucedió lo que pasó. Así fue como los profesores
lo calificaron por meses, todos con miradas tristes y susurros poco discretos.
Néstor, que no era tan bajito comparado a todos los demás como lo es ahora y te
arrastraba a todas partes independiente de lo que tú quisieras hacer, faltó a
clases por dos meses.
Nunca en tu vida has extrañado a alguien
tanto como aquella vez, aunque ahora dudas de si eso es cierto porque, si bien
puedes ir a ver a Néstor cuando quieras, siempre te vas con la sensación de que
tu mejor amigo no estaba contigo en la habitación—pero aquella vez no se
compara. Nunca lo conversaste con Néstor, tenías miedo de cagarla, ahora lo
sabes y lo puedes decir con libertad. Eras pequeño y jamás habías visto nada
morir.
Néstor nunca más fue a la playa contigo y,
lentamente, se restó de todo lo que le requería más que un mínimo esfuerzo. A
veces, cuando te sentabas con él en clases y tratabas de escuchar a la
profesora hablar de la historia de Chile, te preguntabas qué se habría sentido
estar ahí. Nunca te has casi ahogado. Nunca has visto a nadie ahogarse. La idea
te daba ganas de abrazar a Néstor, pero ya sabías que algo no estaba bien
contigo, no era normal, así que no lo hacías y dejabas tus manos frías y tus
pensamientos tibios para ti mismo y los consuelos de ese estilo a Giselle.
Tu perro se murió ese invierno. A él sí lo
viste morir, encima de la mesa del veterinario. Tenía los ojos abiertos y te
estaba mirando y, en una sola fracción de segundo, tuviste miedo de algo que no
entendías porque era demasiado inmenso para ti en ese momento. Aún recuerdas la
sensación, algo como un manto encima de ti, algo parecido a un entendimiento
que no podías alcanzar y que no querías tocar, de todos modos. Cosquillas movió
las patas traseras una última vez, hizo un ruido agudo y eso fue todo. Pensaste
en el hermanito de Néstor. ¿Cuánto serían seis años en edad de perro? ¿Los
perros tendrán almas y, por tanto, se irán al cielo? ¿Creerán en su Dios-perro
y le rezarán y tendrán misas de perros y ofrecerán sus almas de perro a los
ángeles-perro? ¿Se cuestionarán ellos si los humanos viven después de la muerte
o si estamos conscientes de que nos vamos a morir, de que lo único que sabemos
con total certeza desde que nacemos y que nadie puede negarnos es que algún día
dejaremos de existir?
Saliste a la calle aterrado, con tu papá a
tu lado, al borde del vómito y del llanto histérico. Alguien te estaba diciendo
algo de lo fuerte que eras por no haber llorado. No podías hablar. Los dejaste
pensar lo que quisieran, incluso cuando se empezaron a preocupar porque estabas
pálido y ojeroso y no podías dejar de tiritar. Toda la realidad a tu alrededor
se sentía frívola y de colores apagados, apenas la fachada de algo increíble
que nunca ibas a poder comprender.
Todavía piensas sobre ese día. Aún piensas
sobre el hermanito de Néstor al que nunca conociste y por el que Néstor pasa
penitencia. Te cuesta ir a la playa y ver el mar. Ya no nadas tanto como antes.
Néstor todavía toca la guitarra y nunca mira por la ventana. Tú solo rellenas
alfajores con tu mamá, sin hablar, la cabeza a kilómetros del suelo mientras el
segundero del reloj se mezcla con el latido de tu cerebro.
Nunca más volviste a tener una mascota.
Javier, bajo la luz del sol en la plaza en
vez de la de los faroles, tiene cierto parecido al vocalista de Eels, más que
nada en los ojos caídos como si hubiera pasado décadas sin dormir.
Tiene diecisiete años cuando tú tienes
quince y fuma cigarros Lucky Strike mentolados mientras tú juegas con tus
dedos. No sabes qué decirle, exactamente, porque tampoco estás seguro de qué
quiere de ti. Eres el niñito suicida al que él rescató sin razón alguna y a ti
no te gustan mucho las historias de superhéroes, pero esta ya te está empezando
a llamar la atención.
—Solo quería estar seguro de que estás
bien —dice con una sonrisita que grita mentiras—, ya sabes, que no te habías
muerto.
No eres tonto, Gaspar, pese a todo, y
sabes cuándo te están mintiendo y sabes, también, cuándo seguir la corriente.
Tragas saliva agria. Javier tiene ojos transparentes y azulados donde no
deberían serlo porque, aparte de eso, son cafés tal cual los tuyos, tal vez más
oscuros. Te mira por varios segundos y tú le sostienes la mirada, sin querer
hablar, hasta que te convida un cigarro y tú aceptas porque las manos te están
temblando y te serviría tener una distracción.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunta Javier,
genuinamente curioso, y tú te lames los labios. No sabes la respuesta a esa
pregunta, no exactamente por desconocimiento, sino porque tiene demasiadas
aristas. Por qué no hacerlo, podrías preguntar. Casi ríes y dices una excusa
tonta, pero no puedes porque hay algo en el aire que te impide dejar esto así.
Quizás es porque tal vez estarías muerto de no ser por este tipo. Puede que sea
solo que eres un vaso lleno hasta la orilla y necesitas escupir esto en alguna
parte que no sea una servilleta.
Pero en serio, Gaspar, ¿por qué? Eres
joven y sano y tienes una familia que te quiere y un futuro brillante, al menos
cuando no tienes sueño todo el día, aunque nadie dijo que el suicidio es solo
para los desgraciados. Hay cosas que no tienen explicación y esta es una de
ellas, piensas, y es una de tus favoritas porque al menos te da algo que pensar
cuando todo lo demás en el mundo parece hacer presión entre tu cráneo y tu
cerebro.
—Me sentía mal —dices y, en su simpleza
que parece una falsedad, es la verdad. No te libera, sin embargo, tampoco pesa
como vergüenza—. Quería dejar de sentirme mal. Estaba cansado.
—¿Cansado de qué?
De todo, podrías decir. Es lo que más
saboreas como honestidad.
—Nada importante. Son cosas tontas.
Javier no dice nada más, como si
entendiera, y por un momento decides pensar que sí, que te está preguntando
todo esto y quiso juntarse contigo de nuevo porque sintió en ti algo que tiene
su gemelo en él mismo, pero eso es demasiado poético cuando la verdad es que no
hay nada especial en ti. Todo el mundo quiere huir y todo el mundo está solo.
Pasa que algunas personas están más solas que otras, encerradas en una cajita
inquebrantable hecha de la propia ineptitud para decir las cosas. ¿A quién le
has hablado de esto, Gaspar? ¿A quién le has mostrado tus brazos, le has
mostrado el diario en el que escribes todo lo que comes, a quién le has
preguntado qué día es porque no recuerdas qué hiciste durante los últimos tres?
Hay gente que te quiere, Gaspar, y a ti no
te podría importar menos porque ese al que quieren no eres tú, no es el tú
encorvado en el baño o hecho un ovillo ansioso en tu cama. No eres tú y algún día
de estos lo terminarás matando a cuchillazos.
—Supongo que a todos nos pasa de repente
—murmura Javier y luego te invita a comer una hamburguesa porque no alcanzó a
almorzar hoy. Piensas en números y carbohidratos y qué comiste ayer. Luego
dices que sí.
La vergüenza de hablar de tu fallido
intento de suicidio solo se aferra a ti cuando vas a la mitad de tu comida y
Javier te mira como si estuvieras haciendo algo muy gracioso.
Hay bollos encima de la mesa y tú los
rellenas con mermelada y tu mamá con crema pastelera. No hablan porque la radio
está sonando y tu mamá quiere escuchar, quiere tararear y transportarse a otro
lugar mientras tú quedas plantado aquí, en la realidad en la que tienes un
cuchillo en las manos que te recuerda a esa noche de hace unas cuantas semanas.
La canción dice algo sobre la nieve. Nunca
la has visto así que la imaginas mientras metes más mermelada, piensas en algo
como polvo de hornear bajo tus pies, crujiendo mientras caminas. La nieve
cruje, ¿cierto? El hielo cruje cuando lo pisas. ¿La nieve funcionará igual?
Tu mamá te dice gracias, mijito cuando terminas y te vas. No respondes. Aún estás
pensando en la nieve, en el hielo, en el cuchillo. En ocasiones te has aferrado
a cosas como esas, cosas chicas y banales, todo para no hacer algo tonto. Cosas
como que quiero conocer a Alex Turner, quiero ver una aurora boreal, quiero
leer todos los libros del mundo, quiero tener hijos, quiero tener mi propio
departamento, cosas así, vacías pero que bastan.
Quieres ver la nieve. Quieres tirarte
encima de ella y sentirla traspasar la tela de tu ropa, enfriarte hasta el
alma. Quieres saber qué se sienten quince grados bajo cero, el cielo claro de
noche, el silencio del hielo. El sentir que el mañana ya no existe.
Piensas en ir a la casa de Néstor después
de clases, pero oyes a Trinidad y Emilia hablar sobre hacer eso mismo y decides
que mejor no. Sería incómodo con todos allí y más con Néstor con la vista fija
en Emilia, cruzado entre matarla o decirle… algo. No es como que alguna vez
Néstor te haya dicho que le gusta, pero tú sabes porque eres el mejor amigo y
tienes que saber estas cosas. Igual tiene sentido porque Emilia es bonita, como
muñeca de porcelana, y habla suavecito y se mueve como bailarina.
Trinidad, aunque supuestamente es la mejor
amiga de Giselle, rara vez le habla desde hace unos cuantos meses. Giselle se
rehúsa a explicarte qué pasa entre ellas y a ti no te interesa lo suficiente
como para indagar más. Te subes a una micro que va a tu casa en vez de a la de
Néstor y te pones los audífonos. Te sientes un poco solo, solo un poquito. Te
preguntas si te sentirías igual si los últimos cinco años hubieran ocurrido de
manera diferente.
No es como que algo esté terriblemente
mal, te dices. Solo estás un poco fatigado. Necesitas poner las cosas en orden.
No puedes dejar que el lado vicioso de tu cerebro te gane, Gaspar.
Piensas en llamar a Adrián, solo para
conversar con alguien, pero no quieres sentirte peor de lo que ya te sientes y
la mera existencia de Adrián te da náuseas. ¿Qué tan patético sería mandarle un
mensaje a Javier? Tú sabes la respuesta. ¿Trinidad se irá antes? ¿Dejará a
Néstor y a Emilia solos? ¿Cuántas calorías te quedan para hoy? Podrías comer
algo para entretenerte. ¿Néstor dejará que ella lo toque cuando se aleja cada
vez que tú quebrantas esa distancia invisible que solo él puede ver? ¿Pensará
en ti, a veces, cuándo se siente solo? ¿Te echará de menos?
El cerebro te va a estallar. Compórtate.
No ha pasado nada devastador, ¿qué haces rompiéndote en pedazos? Pero hay algo
ahí, lo sientes, y no tiene tanto que ver con Néstor y los demás, sino contigo.
Una parte de ti está mal puesta. Algo está mal contigo, hoy más que nunca. ¿Hay
alguien a quien le puedas decir? ¿A quién quieres decirle estas cosas, Gaspar?
¿Quién las va a escuchar? ¿A quién estás tratando de impresionar quedándote
callado?
Hay voces tu casa que te preguntan qué
estás haciendo, qué estás esperando, pero hablan tan bajito que casi puedes
convencerte de que es solo el sonido de las olas chocando contra esta mierda de
ciudad.
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