— III —
Hablemos de amor
A veces te preguntas qué dirían tus papás,
tus hermanos, si supieran que te gustan los hombres. En otras ocasiones te
preguntas qué te dirías tú mismo si tú no fueras tú. Hay días en lo que no te
importa. Otros días sales de tu casa seguro de que todos pueden leer tu mente y
ahora todos saben que eres gay y lo único que quieres es morirte, cavar una
zanja y pudrirte ahí mismo. Dejar que los cuervos te coman los ojos para no ver
nada nunca más. Otros días sales de tu casa medianamente dispuesto a hacer lo
que cualquier persona te pida.
Adrián no te mira cuando están en el
colegio porque anda tomado de la mano de Raquel, que es tan bonita que duele
mirarla. No es como que quieras andar de la mano con alguien, ni siquiera con
Néstor. Qué cursi. Sí te gustaría que te saludara a veces, solo para que no te
tentaras a gritar en medio de la clase que, si tú eres maricón, Adrián es eso y
medio, porque al menos tú no andas mintiéndole a la gente (pero eso no es
verdad, Gaspar). Que le den a Adrián y a sus sentimientos y sus confesiones de
amor y sus susurros deshonestos. Que te den a ti por dejarlo convencerte, por
hallar la manera de amarrarte a esta telaraña que siempre termina contigo en su
pieza, respirando lento y con ganas de vomitar. Cómo odias a todos, Gaspar.
Cómo los vas a matar a todos algún día.
Adrián siempre te dice gracias y
a ti te da rabia porque para eso que te pague, ¿no? Que te invite un café del
Juan Valdez y que él compre los condones. Si total eso es lo que están
consiguiendo aquí. Sexo por autoestima. Sexo por lástima. ¿Recuerdas cuando
eras virgen, Gaspar, y te dieron ganas de llorar porque acababas de botar a la
basura algo que valía mucho más que complacer a un compañero de curso que
apenas te habla? Solo querías sentir que le gustabas a alguien. Ni sabes por
qué le gustas a Adrián. Probablemente ni él sabe, pobre imbécil que es.
Todo siempre parece tan sucio en su
dormitorio.
—No me digas gracias —dices porque estás
cansado y tu cansancio siempre va acompañado de valentía—. Es raro.
Adrián no responde y se termina de
abrochar los pantalones y tú tienes algo que decir, lo sabes, algo sobre
Raquel, quizás. Algo sobre como nunca te quitaste la camisa porque el corte en
tu brazo está hundido y nunca va a desaparecer una vez las costras se caigan.
Es tu recuerdo.
—¿Estás bien? —pregunta Adrián y tú te das
cuenta de que no has dicho nada durante los últimos cinco minutos y él te está
mirando fijamente, confundido. Ahora es cuando te vas, pero sigues sentado ahí,
con el brazo ardiéndote.
—Sí, sí. No te preocupes.
Adrián no te deja de mirar y tú lo ves
bajar sus ojos hasta tus brazos. Obvio que sabe. Obvio que le importa, piensas,
porque te quiere. ¿O no? Aunque no te interesa mucho que le importe, porque no
te conoce aunque te jure amor eterno. Le debe decir lo mismo a Raquel y ella
debe decir todas esas cosas que tú no. Tú estás aquí porque te gusta tirar. Eso
es todo.
—¿Tienes hecho el ensayo para el martes?
—Todavía no. Lo voy a empezar hoy.
Adrián te sigue hablando, como si
significara algo, te dice si estás bien de nuevo, hace el amague de besarte
cuando tú te despides, pero retrocede y te mira raro, con los ojos un poco
brillantes y palabras magníficas al borde de la lengua.
Te da pena así que te ríes.
Trinidad siempre te habla como si supiera
algo que tú no, con una sonrisa torcida que muestra los dientes que Rebecca le
quitó a golpes cuando iban en séptimo básico. Fue culpa de Emilia, porque
Rebecca estaba diciéndole algo sobre su mamá y Trinidad, siempre con ínfulas de
heroína, halló necesario pegarle con su estuche en la cabeza a Rebecca. El
resto fue historia. Recuerdas haber tomado a Trinidad de la cintura y que ella
te pegó un codazo en la cara tan fuerte que te dejó mareado, que Rebecca le
gritó lesbiana conchetumadre y que nunca antes la habías oído
siquiera murmurar una grosería. Emilia se puso a llorar.
Nunca más te has metido en peleas de
mujeres. Es un cacho, dijo Néstor esa vez. Andaba callado durante
esos días y nunca quiso explicarte qué le pasaba y tú al final dejaste de
preguntar porque andabas más preocupado con que Giselle insistía con que estaba
gorda y, de algún modo, sus quejas frecuentes te estaban carcomiendo el
cerebro, como una araña metida en tu oreja. Tal vez era otra pelea, Giselle
contra su propia mente, y tú ya habías roto tu promesa de nunca más intervenir
en conflictos femeninos apenas le dijiste a nadie le importan estas
cosas, ¿por qué a ti sí?
Esa vez, en lugar de irte con una frente
adolorida, te fuiste con sus pensamientos repitiéndose en tu cabeza.
No quieres pensar que ella te contagió
esto, como si fuera un resfrío para el que el único remedio es tomar aspirina.
No es así. Es feo pensar eso y no quieres echarle la culpa a Giselle, que es la
única persona que realmente intenta escucharte cuando hablas, la que quiere
leerte entre líneas. Pero ella sí hizo algo, no puedes negarlo, y quizás surtió
efecto porque ya estabas algo enfermo de antes y era cosa de tiempo. Tu mamá
siempre te jodió cariñosamente con que eras rellenito cuando
eras más pequeño. Quizás eso te cagó la mente porque no querías que la gente te
conociera por meterte todo a la boca. No querías existir y ocupar más espacio que
el que necesitas es una manera muy desafiante de hacerlo, en tu opinión.
Cuando tenías trece años y Néstor miraba a
todos con ojos desconfiados, bajaste quince kilos y casi lograste quererte un
poquito. Todos te felicitaron o no reaccionaron. No es que quisieras las
palmadas en tu espalda, pero se sentía bien saber que no eras un adefesio.
Habías hallado la cuerda con la que podías atar tu paranoia.
—Estás flaco —te dijo Néstor esa vez,
mientras él comía yogurt y tú tomabas sorbitos de agua—. ¿Estás a dieta?
Te reíste.
—Las dietas son para maricones —dijo
Néstor con el asomo de una sonrisa, de las pocas que te mostraba en aquel
tiempo, y como te gustaba verlo feliz tú fingiste que no te dolió.
Cuantas cosas no le has dicho solo porque
querías verlo feliz. Piensa en todas las cosas que haces por él para que esté
un poco más contento. Todas las veces que te has mordido la lengua para no
decirle algo bañado en veneno que acabaría por romperle el corazón.
Ja. Claro, como si tuvieras tanto poder
como para siquiera hacerlo sentir mal.
Odias los recreos porque Giselle siempre
desaparece y tú te ves forzado a conversar con toda esta gente de ojos
brillantes y chistes fáciles que tú no sabes seguir muy bien. Son todos peces
en el mar y tú todavía no aprendes a nadar, pero está bien porque no es eterno
y prontamente llegas de vuelta a la orilla con el sonido de una campana y
Giselle sentándose de nuevo a tu lado.
—Henríquez, necesito que me mandes tu
parte del trabajo hoy día en la noche —te dice Rebecca de pie al lado de tu
puesto. Llama a todos los que no son sus amigos por el apellido. Tú asientes y
no dices nada porque estás cansado y ella ya está acostumbrada a creer que eres
estúpido. La miras darse vuelta a decirle algo a una de sus amigas y todas
ríen.
Giselle se mantiene silenciosa. Trinidad
no llegó a la clase. Adrián y Raquel están conversando al fondo de la sala y
puedes oírlos, mas no puedes entenderlos. Emilia te mira extrañada, pero desvía
la vista cada vez que intentas atraparla observándote. Es un día como cualquier
otro.
—Me siento como el hoyo —dices porque
necesitas decir algo. Giselle ríe. Tu teléfono vibra y un solo mensaje de
Javier aparece. ¿Quieres juntarte hoy, Gaspar? ¿En Bellavista? ¿Te tinca?
Sopesas tus opciones. Tu último encuentro
con Javier terminó en comida y una charla sin rumbo acerca de programas de TV
que no miras, pero es mejor que llegar a tu casa a pensar en frutas y nieve y
cosas tontas. Giselle dijo que va a estar ocupada en la tarde porque tiene que
ir a su primerísima clase de baile. Tú no sabes bailar, y a veces lo piensas y
te da risa porque, según Giselle, todos los gays saben bailar. Quizás deberías
aprender, para ser un poco más estereotípico. Esto de llorar en los rincones se
está poniendo viejo y es más emo que homosexual.
Okay, le dices. Nos vemos ahí.
Javier no te pregunta cómo estás, sino que
te dice cómo está él. Tuvo una prueba de física. Le fue mal. Tiene un compañero
de curso que tiene un siete en todas las asignaturas, pero él lo halla un poco
falso, ¿sabes? Porque Cristóbal, como se llama, no es naturalmente inteligente,
sino que traga libros 24/7 y los escupe como si no hacerlo fuera a hacerlo
reventar. Es un chico raro, ese Cristóbal, callado y con cara de víctima
permanente.
—Tener buena memoria igual es ser
inteligente —murmuras. Tienes un completo en la mano que no te quieres comer
porque deben ser todas tus calorías del día, fijo. Javier ríe.
—Ser inteligente es inventar soluciones,
no repetir las de otros.
Tienes que darle la razón respecto a eso.
Le das un mordisco pequeño a tu completo, tratando de hacerte una excusa para
poder botar el resto a la basura. El estómago te duele y no sabes si es hambre,
ansias o nervios. O un tumor. Ojalá sea un tumor.
—Igual hay que aplaudirle el esfuerzo
—dices. Javier te mira fijamente por varios segundos y tú le sostienes la
mirada.
—Toda nuestra generación es una mierda
exactamente porque aplaudimos el esfuerzo, no el éxito. Todos creen que basta
con haberse esforzado. ¿Qué es esforzarte si no conseguiste nada?
—Pero tu compañero está consiguiendo algo.
—¿Pero vale la pena?
—Si lo hace feliz…
—Ese es el asunto, Gaspar —responde
rápido, como si la discusión hubiera avivado algo dentro de él que trata de
salir por su boca—, no lo hace feliz.
¿A ti qué te hace feliz, Gaspar? ¿Existe
algo que te gustaría hacer por el resto de tu vida, todos los días? ¿Algo que
te llene ese agujero en tu pecho que llevas contigo a todas partes? ¿Es
necesario tener algo que te haga feliz? Néstor tiene su guitarra y Adrián tiene
sus revistas científicas y Giselle sus tejidos y Trinidad sus partidos de
fútbol y tú tienes un millar de poemas que odias. No eres feliz. Néstor no es
feliz. Giselle no es feliz. Por favor, que levante la mano alguien que sea
feliz y que explique cómo mierda lo hace.
—¿Cómo sabes? —preguntas, como si tuvieras
algún derecho de defender los sentimientos de este chico al que nunca has
conocido. Javier guarda silencio por un momento.
—Nadie que sea feliz pasa tanto tiempo
durmiendo.
Javier prende un cigarro.
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