La tarde de domingo estaba llegando a su fin, habíamos pasado lo que
se suele decir un día completo, jugando todo el día en la piscina entre
aguadillas y bromas, después mi padre nos había obsequiado con una paella marca
de la casa, lo único que sabía cocinar, pero que había conseguido perfeccionar
con los años, y aunque el sabor y la textura eran mejorables, por lo
menos ya nadie caía enfermo.
Mis hermanos mayores ya habían dejado
sus partidos de fútbol en la PlayStation, cosa digna de ver. Alberto, que ya
peinaba sus casi veinticuatro, se ponía en plan hooligan del Manchester United, peleaba cada balón como Braveheart, puede que le quitaran la
vida, pero jamás perdería contra Iván, dos años menor que él.
Iván, por su parte no hablaba mucho,
se concentraba en el juego de tal forma que si las paredes se cayeran a su
alrededor no se inmutaría lo más mínimo y era muy gracioso ver como de vez en
cuando se cabreaba con las decisiones del árbitro, como si éste fuera real.
Mi padre, un gigantón de dos metros y
ciento veinte kilos, ya había regresado de su hibernación. Cocinar le dejaba «muerto matao», como él siempre decía, yo más bien se lo achacaba a los
tres platos de arroz que se metía para dentro, y mi madre estaba preparando el
café que todos, menos mi hermana pequeña y yo, degustaban en el porche cuando
el sol ya se alejaba de nuestra vista.
Ya rondaban las ocho cuando por un
momento pareció que el silencio le ganaba la partida a nuestra reunión.
Mercedes, la novia de mi hermano mayor, con el ánimo de cortar aquel silencio,
se dirigió a mi madre: «¿Por qué no sacas los
álbumes de fotos que me habías prometido?». Mi
madre no había terminado de oír la última palabra cuando ya enfilaba el pasillo
hacía el armario dónde guardaba los ochocientos mil álbumes de fotos de la
familia, y eran solo ochocientos mil porque mi padre nunca encontraba el
momento de revelar las otras dos millones de fotos que almacenaba en su
ordenador, su móvil, su portátil, su cámara de dieciséis mega píxeles y algún
que otro dispositivo de almacenamiento que habría por algún rincón de la casa.
Mi padre, como la mayoría de los
cincuentones, trataba de adaptarse a las nuevas tecnologías que se habían
comido su mundo anterior, y suplía su ignorancia al respecto comprándose lo más
caro de El Corte Inglés, aunque luego no supiera ni encender el aparato en
cuestión. «Esto está mal», solía decir cada vez que una de las morcillas que tenía
por dedos aporreaba el último cacharro adquirido.
Mi hermano Iván, que era el técnico
oficial de la familia, siempre estaba al quite, y sus discusiones tecnológicas
con mi padre eran dignas de los debates de tasca rural.
—¡Papá! —decía
como el que intenta enseñar álgebra a un orangután—, que lo que importa realmente es el zoom
óptico, no los mega pixeles.
—¡Tú que sabrás —respondía
mi padre con tono arrogante—, qué zoom ni zoom!
—¡Papa! —volvía
al ataque mi hermano—, que para las fotos de diez por quince, con medio mega
pixel te vale, ¿o es que vas a imprimir vallas publicitarias?
Mi padre, que antes de asumir una
derrota dialéctica era capaz de batallar hasta el alba, no hacía más que
rebatir las palabras de mi hermano con absurdos de los que llegado un punto ya
no tenía por dónde salir.
—¡Qué juventud, todo lo sabéis, y no tenéis ni idea de nada!
—remataba cuando se sentía
acorralado.
Mi madre, tras perderse la batalla,
afortunadamente, llegó cargada como la mula del pesebre, con los cientos de
miles de fotos. Unos álbumes eran grandes, otros diminutos, y los traía todos a
sabiendas de que el escrutinio duraría más allá de la hora de la cena.
Procedimiento habitual, todos sentados
a la mesa, por orden de importancia: mi padre presidiendo la mesa, junto a él
María, la niña de sus ojos, de seguido mi madre oculta tras los tomos y junto a
ella Mercedes, la cuarta novia formal de Alberto en los últimos seis meses; así
era él, un romántico. Mi madre juraba y perjuraba que no quería que le trajera
chicas a casa, porque se encariñaba con ellas y él luego las dejaba. «Esta es la última, mamá», mentía una y otra vez.
Tras Mercedes, Alberto, de seguido
Iván, y por último un servidor, que a mis trece años me encontraba en ese momento
de la vida en el que ni eres niño ni eres hombre, en el que los brazos parecían
no hacerme juego con el resto del cuerpo, y en una edad dónde a ratos me
trataban de usted y a ratos de tú, según el momento y la compañía.
Mi madre abría fuego con el azul, en
el que estaban los antepasados de la familia, fotos en blanco y negro,
carcomidas por los años y que según mi padre, «eso sí que eran fotos y no las de ahora».
Mercedes prestaba toda la atención que
podía, intentando memorizar cada nombre, cada parentesco, «para lo que vas a durar»,
pensaba yo. Una vez se terminaba el primer álbum, en perfecto circulo a
derechas, iban deslizándose las instantáneas como si de patatas calientes se
tratara.
A mi madre le hacía especial ilusión
enseñarle a las novias de mi hermano uno rojizo, de tamaño medio, en el que
aparecíamos mis hermanos y yo, recién nacidos en pelota picada encima de la
cama de mis padres.
Era el momento en el que la afortunada
se sonrojaba al ver la chorra de su querido Alberto, y éste le daba un
golpecito con la pierna bajo la mesa, como queriéndole decir que anoche no se
sonrojaba cuando pudo comprobar en directo la evolución de tan nimio pingajo.
Yo no perdía detalle de los tonteos de
mi hermano con la susodicha y mi padre tampoco, que echaba unos reojos mitad
con la baba colgando, mitad cabreado que para qué las prisas.
Los álbumes seguían su curso como las
vueltas que da el agua cuando quitas el tapón del lavabo, hasta que el de las
tapas rojizas, el de nuestras pirindolas al aire, llegó a manos de mi hermana
María.
María tenía por aquel entonces unos
cinco años, camino de seis, pero tenía una picardía fuera de lo normal, mi
padre siempre decía que para los estudios la batalla seguramente estaría
perdida, pues ya apuntaba maneras de vagancia profunda, pero tenía una mirada
escrutadora, de los que se callan cuánto ven, pero no pierden ripio del más
mínimo detalle.
—¿Por
qué yo no tengo una foto cómo esa? —soltó
María, ajena a que su pregunta había dejado congelado el corazón de todos los
presentes, incluido el mío.
La niña miraba a las caras de
todos sin decir nada, pero dándose cuenta de que nadie se atrevía a contestar.
El silencio se podía cortar como una
barra de mantequilla con un cuchillo caliente, mis padres se miraron un eterno
instante, conscientes de que había llegado el momento. Desde hacía tres años mi
madre no había dejado ni una sola noche de acostarse, pensando en cómo sería
ese momento, el momento en el que deberían decirle a María que era adoptada.
Nadie se atrevió a decir nada,
transcurrió una eternidad hasta que mi padre, con la voz más serena que le
había escuchado en mi vida, agarró la mano de mi madre que ya intentaba ocultar
las lágrimas dejando de respirar, y dijo: «Cariño, ¿qué te parece si pasamos dentro y vemos un video que tenemos
preparado para ti?». María asintió confusa
porque no entendía a qué venía tanto misterio.
Todos nos levantamos en silencio de la
mesa del porche y pasamos al salón, nadie decía una palabra.
Tan solo Mercedes apartó un momento a
mi madre.
—Yo me voy —dijo cariacontecida.
—No, no tienes por qué, quiero que te quedes —contestó mi madre casi susurrando.
—No —insistió ella—, este es un momento muy especial para vosotros, creo que
debe ser así.
Mi madre no volvió a contestar, pero le dio un beso cálido que
mediaba entre el agradecimiento y la pena.
Una vez nos quedamos solos en el
salón, mi padre, con un humor propio de él, cortó el tenso ambiente con un
chiste que a María le hacía mucha gracia aunque se lo había escuchado contar
unas doscientas veces.
—¿A que
no sabéis por qué los buzos se tiran de espaldas al mar? —preguntó mientras introducía un compact disc en el DVD.
—Ni idea, papá —se reía
María sabiendo de sobra la respuesta.
—Porque si se tiran de frente se caen dentro del barco.
Todos nos reímos a carcajadas, yo
creo que por si acaso era la última vez que nos reíamos aquella tarde de
domingo.
—Bueno —prosiguió
mi padre—, María, en este video que va a
poner papá te vamos a explicar por qué no tenemos fotos tuyas de cuando eras
pequeñita. Presta atención, ¿vale?
María asintió, ingenua, mientras mi
madre la abrazaba por detrás para no dejarla ver sus lágrimas.
El video en cuestión era un montaje
fotográfico que habían realizado mis hermanos, con música de fondo de esa de
las que te hacen llorar. En él se veía todo el proceso de la adopción de María.
«¡Clínex
para todos!», pensé, sabiendo que
éramos una familia con tendencia al lagrimeo, pero no lo dije sabiendo que mi
padre también tenía tendencia al collejeo.
—¿Todos en sus puestos? —preguntó mi padre mientras buscaba los ojos temblorosos de la mujer que le
había dado sentido a su vida. Yo, aunque nunca decía nada, admiraba lo bien que
se llevaban y me gustaba ver cómo mi padre, cuando creía que nadie les veía, le
daba pellizcos en el culo, y ella respondía con una colleja de las que
significan «luego nos vemos…»
Mis hermanos y yo nos miramos sin
saber muy bien qué hacer, y mi padre le dio al play.
La primera foto, era un mapamundi en el que mi padre señalaba con el dedo
índice un punto concreto: era Rusia.
—Cómo te has deteriorado, ¿eh viejo? —soltó Iván, que, aunque se pasaba horas y horas buscando la confrontación
con el viejo, le quería más que a nadie, que lo sabía yo.
Todo comenzó según tengo entendido,
trece años atrás, exactamente los que yo tenía. Mis padres acababan de tener su
tercer hijo, su tercer hijo varón, en una versión muy mejorada de los dos
anteriores, pero varón, al fin y al cabo, y mi madre que siempre ha sido muy
niñera no quería quedarse con las ganas de tener una niña. No sé por qué, la
verdad, porque como todos sabemos está científicamente demostrado que los niños
damos infinitamente menos problemas, pero la mujer quería, qué le vamos a hacer.
Mi padre, por el contrario, ante las
insistentes peticiones de mi madre y a riesgo de que con la insistencia en la
búsqueda de la fémina le saliera un equipo de fútbol de tíos, con reservas y
todo, se hizo la vasectomía antes de que a mí se me cayera el cordón umbilical.
—Si
quieres que vayamos a por la niña tendremos que adoptarla —sentenció tras la intervención quirúrgica, supongo que aún aturdido por la
anestesia y por el dolor de testículos que supongo tendría.
Mi madre, que no quería renunciar a su
sueño de tener una niña, le tomó la palabra y teniendo yo unos meses, se puso
manos a la obra con los trámites.
En España por aquella época, por cada
niño en disposición de ser adoptado, había unas cien familias. Las
posibilidades eran ínfimas, así que decidieron intentarlo en el extranjero,
pero, aun así, no resultó fácil.
Los requisitos principales para la
adopción eran, en primer lugar una buena posición económica, por la cual no
había que preocuparse, pues mi padre tenía dos empresas con más de quinientos
trabajadores a su cargo y diversas propiedades inmobiliarias, fruto de, por su
puesto, su esfuerzo, pero también de una capacidad especial que tenía para oler
dónde había un buen negocio.
En segundo lugar, el total acuerdo de
la pareja en la adopción, pues habitualmente se daban casos en que uno de
los dos cónyuges no lo estaba, y se daba al traste con el intento, y en tercer
lugar la total aceptación de la familia, por lo que mis hermanos y un servidor,
tuvimos que pasar por constantes pruebas psicológicas que determinarían si en
algún momento podríamos rechazar a nuestra nueva hermana.
Ni que decir tiene la infinidad de
papeleo, abogados, burocracia general, y añadiendo el problema de que al haber
elegido Rusia, principalmente por el parecido físico, los problemas administrativos
no paraban de sucederse hasta el punto de que tuvieron que repetir el largo y
costoso proceso dos veces.
Así que varios años más tarde ahí
estaban mis padres, rumbo a Rusia en busca de la que hoy es nuestra hermana.
De camino en el avión, mi madre no
soltaba la foto de quién sería nuestra nueva hermana. La verdad es que
teóricamente estaba prohibido elegir el sexo del niño, pero mi padre como buen
hombre de negocios que era, había aprendido que no había nada que el dinero no
pudiera cambiar.
El procedimiento iba a ser sencillo:
un mes en Rusia, concretamente en Siberia, papeleo y más papeleo, y de vuelta a
casa con la niña.
Nada más llegar, se instalaron en una
cabaña cerca de lo que allí se llaman las casa-nido, unos orfanatos cochambrosos
donde los niños y niñas que son abandonados por sus madres esperan a ser
adoptados o recogidos por alguna familia. A mi madre le llamó mucho la atención
que el centro en cuestión estaba a tan solo unos metros de un complejo de lujo
dedicado principalmente al esquí para ricachones moscovitas.
Una vez hicieron los trámites
pertinentes, siempre acompañados por Marya, su traductora durante toda su
estancia, se dirigieron a la casa-nido donde por fin mi madre vería cumplido su
sueño de tener una niña.
Nada más entrar, mi padre, cuyo olfato
para detectar problemas estaba mucho más desarrollado que sus dotes culinarias,
detectó que algo raro pasaba.
—Aquí pasa algo —dijo
nada más estrechar la mano de una señora vestida de enfermera, que parecía un
cruce entre un rottweiler y Torrebruno. «Además,
el acento le hace juego», rio mi padre para sí.
Pasaron a una salita minúscula
donde deberían firmar los últimos papeles y donde les entregarían el informe
médico de la niña, que tenía ya cumplidos los tres años.
Cuando mi madre vio el informe, que
estaba en ruso, hizo un gesto de no entender: no entendía una palabra, pero era
demasiado largo para una niña tan pequeña. Marya, la traductora, al ver el
gesto contrariado de mi madre, se apresuró a explicarle que la costumbre era
inflar lo más posible el informe, para que los niños recibieran una paga del
gobierno en concepto de minusvalía, dinero que rara vez llegaba en su totalidad
a las cuentas de las criaturas.
Todavía con la sensación de que algo
iba a salir mal, les condujeron a una especie de pabellón donde se encontraban
los niños, y tras explicarles cómo funcionaba el recinto, les condujeron por
último a otra sala donde ya sí les entregarían a su niña.
Mi madre, con una mano se agarraba
fuertemente al brazo de mi padre, y en la otra seguía sosteniendo la foto
de su niña. La verdad es que era preciosa, rubia, de ojos transparentes y una
tez blanca como la nieve entre la que había nacido.
Tras una tensa espera, en la que mi
padre no quería decir lo que pensaba por no inquietar a su esposa, que bastante
nerviosa estaba ya, entró de nuevo la rottweiler con la niña en brazos. Mi
madre se abalanzó como el que no ha comido en un mes y tiene delante un bufet
libre.
Le dio el achuchón que llevaba años guardando, y cuando se separó un palmo para contemplar su angelical
rostro, no encontró las palabras oportunas para describir lo que veía. Mi padre
inmediatamente miró a Marya, la traductora, con gesto de «dame una explicación ahora mismo».
La niña estaba claramente enferma, muy
enferma. Tenía la cara tan hinchada que apenas se asemejaba a la de la foto que
mi madre se sabía de memoria.
Estoy seguro de que si mi madre
hubiera ido sola a aquel viaje se la hubiera traído, pero mi padre no estaba
dispuesto a traerse una niña a la que desgraciadamente le quedaban apenas unos
meses de vida.
La discusión fue casi kafkiana, entre
gritos, traducciones, y venga a venir superiores de superiores.
Mi madre, que una vez la tuvo en los
brazos no pudo separase de ella, no hacía más que examinar a aquella niña que
se encontraba en un estado lamentable.
Presentaba todos los síntomas de quien
necesita un trasplante de hígado, además de elefantiasis en la pierna izquierda. ¿Pero cómo rechazar a la niña que le había quitado el sueño durante tanto
tiempo?
—Lo siento, mi amor—
reflexionó mi padre, sabiendo que lo que iba a decir partiría ya el maltrecho
corazón de mi madre—, no podemos llevárnosla,
no voy a permitir que tengas que enterrar a esta criatura.
Mi madre, llorando desconsolada,
no fue capaz de rebatir los argumentos de mi padre porque en el fondo estaba de
acuerdo con él, pero al mismo tiempo no era capaz de separarla de sus brazos.
Marya intentaba traducir a toda
velocidad lo que cuantos allí reunidos relataban, pero la decisión estaba
tomada.
—No nos la llevamos —sentenció
mi padre—. Conchi, nos vamos de aquí,
vamos a cerrar el billete de vuelta, que aquí ya está todo dicho.
Arrancó a la niña de sus brazos,
sabiendo que le arrancaba una parte de su cuerpo, y poniéndose el abrigo de
malas maneras hizo un gesto a mi madre pidiéndole que le siguiera.
—Lo siento, mi amor —le dijo
una vez a solas—, pero… ella…
No le dejó terminar, y como quien
ha perdido a un hijo, se encaminó en silencio hacia el coche que esperaba en la
entrada.
El camino hacía el hotel fue horrible. Marya, consciente de que ese tipo de actuaciones por parte de la administración
era frecuente, no pudo sino compadecerse de aquella mujer desolada. Era muy
común, «puras matemáticas», como adivinó a decir mi padre, que intentaran adjudicar
niños enfermos para que la nueva familia se hiciera cargo de la infinidad de
gastos médicos que sabían tendría el niño.
Ya en la recepción del hotel, mi padre
estaba intentando contactar con la agencia para regresar cuanto antes a casa.
Mientras, Marya hablaba, en lo que parecía un perfecto ruso, a través de un
móvil de los de medio mega píxel, tratando de arreglar la situación.
—Nos vamos en dos días —le comunicó mi padre, con el mejor tono que pudo, sabiendo que Marya no tenía
nada que ver en todo aquello y al mismo tiempo reconociendo su esfuerzo en algo
que, en teoría, a ella no debía importarle demasiado.
Dos días más tarde, mis padres estaban
preparando las maletas. No habían hablado mucho del tema, mi madre estaba casi
en estado catatónico y mi padre, que en ese tipo de ocasiones siempre intentaba
hacer alguna chorrada para hacerla reír, esa vez no estaba muy por la labor.
Ya en la recepción, estaban esperando
al conductor que les llevaría al aeropuerto, cuando de pronto apareció Marya
con el aliento abandonando su cuerpo.
—seniores, non sie vayan —imploró, portando una foto en la mano—. Teniemos
otrrra ninia.
Mi madre que estaba de espaldas, casi
se cae de la silla. Marya hizo ademan de enseñarle la foto, pero mi madre la
frenó en seco: «¡No!», le gritó con un halo de esperanza en el rostro, «quiero verla en persona».
Mi padre canceló los billetes y se
pusieron rumbo a la casa-nido con la incertidumbre de saber qué se encontrarían
esa vez.
Una vez llegaron a la casa-nido, la rottweiler
les recibió con una sonrisa, que aquí significa «cabrrrones españoles, pasen, que son ustedes muy listos».
Mi madre no quería más oficinas ni
papeleo, solo quería ver a la niña, así que pidió que la llevaran directamente.
La rottweiler asintió a sabiendas de
que no podía dejar pasar de nuevo otra oportunidad. Cuando llegaron a lo que
parecía un gimnasio, le señaló con el dedo a su niña.
Allí estaba ella, delgada como un
paloduz, sentada en el quicio de una ventana, mirando hacia el complejo de esquí
que se vislumbraba al fondo.
«Es una soñadora, como yo», pensó mi padre intentando adivinar sus pensamientos. Mi madre bastante
tenía con contener la respiración, al tiempo que practicaba un torniquete al
inmenso brazo de mi padre.
La rottweiler dio un grito seco, que
solo la niña pareció entender, se dirigió hacia ellos ajena, a sus tres años de
edad, que su destino había cambiado para siempre.
Mi madre la abrazó tan fuerte como
pudo. «Esta vez no pienso soltarla», pensó. Ni un terremoto podría separarlas ya.
De vuelta al salón de casa, el video
había terminado, y como predije los clínex corrían de mano en mano como la
falsa moneda.
María, como es lógico, aún tendría
muchas preguntas que hacerse y que hacernos pero desde aquel día, y como mi
padre siempre había querido, tratamos la adopción de mi hermana con toda
naturalidad, respondiendo a todas sus dudas sin tapujos, siendo conscientes de
que si María, que recibió su nombre en honor a la traductora
que tan amable había sido con mis padres, algún día quiere conocer sus raíces,
allí estaríamos todos para acompañarla, pues desde aquel día es mi inseparable
hermana pequeña.
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