—XIV—
En reversa y a toda velocidad
Tu mamá siempre te habla de cada vez que
se halla con alguno de tus compañeros de curso en la calle, como si todos
fueran tus amigos. Supones que es porque todavía no acepta lo mucho que has
jodido tu experiencia adolescente. Estás sorprendido de que no te haya
mencionado nada respecto a tus escapadas homosexuales, pero quizás es porque
está en negación o, de algún modo glorioso, las noticias no han llegado a tu
santo hogar.
Javier te manda mensajes diciendo que
vayas de una vez a la plaza. No respondes a nada. Tus compañeros hacen un
carrete de curso y tú no vas porque los odias a todos por igual. Hasta Raquel
te pregunta si estás vivo o hay que empezar a prenderte velitas.
Has agarrado la costumbre de esconderte
bajo tu cama luego de ir a ver al psicólogo porque se siente como el único
lugar donde el mundo no intentará escabullirse dentro de tus pensamientos más
hondos. Huele a polvo y está lleno de arañas, pero no importa porque al menos
ellas no hablan.
*gasparin
*te conte que me fue
como el hoyo en la psu
*no me importa que no
me contestes, yo igual te hablo
*a que curso pasaste?
tercero?
*para que te conectas
a skype si no hablas con nadie, cual es tu problema aweonao
Hay días en los que despiertas con la
nostalgia a flor de piel. Todo te trae recuerdos y te llena de las ganas de
mandar cartas y pedir disculpas y rogar que las cosas sean como antes, pero no
eres tan patético así que te aguantas. Otros días despiertas enojado con todos
tus amigos que arruinaron todo. La mayoría de las veces no sientes nada, pero
no hay palabras para explicar el vacío así que lo dejas para ti.
—¿Está mal odiar a alguien que está
muerto?
—Depende de las razones. No podemos no
sentir cosas negativas hacia otros, a veces. No nos hace peores personas.
—¿Hay buenas razones para odiar gente?
¿Odiar niños?
—¿Es un niño?
—¿La gente sigue cumpliendo años después
de que se muere? ¿Qué opina usted?
Tu psicólogo debe odiarte.
—¿Siempre desayunas lo mismo?
—Sí.
—¿No te aburre?
Tu mamá te mira raro.
—Si me aburriera no me lo comería.
Es mentira. La avena te sabe a pegamento y
los plátanos huelen como azúcar podrida.
—Y es sano, de todos modos.
Acepta tu respuesta. Botas tu desayuno a
la basura apenas se va y revuelves el basurero con las manos para que quede al
fondo y solo te das cuenta de tu comportamiento una vez ya tienes las manos
untadas en comida añeja.
Las semanas pasan rápido y a la vez muy
lento. Es una de las tantas contradicciones que plagan tu vida. Tu papá te hace
trabajar alrededor de la casa cuando se da cuenta de que lo único que haces es estar
botado en tu cama sintiéndote como basura. No habla de tus sentimientos ni nada
por el estilo, lo que tú hallas muy viril de su parte y te hace reír entre
dientes cuando te percatas de que martillar cosas es su manera de conectar
emocionalmente contigo.
La risa se te quita un poco cuando te das
cuenta de que él no necesitaría hacer esto si tú fueras normal. El psicólogo ya
ni te obliga a hablar y te escucha balbucear nimiedades como si fueras un
rompecabezas de mil piezas. Casi te hace sentir bien, pero las banalidades
acaban y, en alguna cita perdida en el verano, te oyes a ti mismo decir:
—A veces creo que lo único que me detiene
de matarme es que sé que soy bien indeciso.
Tu mamá llora ese día. Tú no entiendes por
qué, porque dijiste expresamente que no lo harás porque eres tonto, pero la
verdad es que rara vez entiendes a la gente. Solo te dejas llevar por la
corriente y por las cosas que predices a medias que puede que hagan.
Es en parte esto lo que lleva a que el día
en que uno de tus hermanos menores te dice que un niño te anda
buscando, de inmediato piensas que ha de ser Adrián y sales dispuesto a
ahuyentarlo. Pero no es Adrián y eso te caga un poco todos tus planes. Es
Javier. Tu hermano se ve un poco amedrentado por su apariencia y tú no lo
culpas porque después de pasar unas cuantas semanas sin verlo te has vuelto
susceptible nuevamente a su apariencia de emo rebelde anarquista. Sus ojos
siguen siendo raros de un modo inexplicable y que sientes que sería descortés
cuestionar.
—¿Qué haces acá?
—Primero que todo, hola —te dice,
retrocediendo unos cuantos pasos cuando tú sales a la calle. Lo saludas de
vuelta. Es la primera vez que te das cuenta de lo fuerte que habla, ahora que
no están en una plaza llena de gente—. Pensé en venir a verte porque andas
desaparecido y no me contestas ningún mensaje.
—¿Cómo supiste mi dirección?
—Le pregunté a uno de tus amigos.
—Yo no tengo amigos.
—Ya te dije: no con esa actitud.
Le preguntas qué quiere, para que vaya al
grano.
—Quería invitarte a un lado bien bacán.
Está medio lejos… ¿tienes bicicleta?
Dices que sí. Javier te sonríe con todos
sus dientes de fumador empedernido. Casi le pides que por favor se detenga
porque es la sonrisa menos amigable que te han dedicado.
—Entonces estamos. No tienes nada más que
hacer, ¿cierto?
—No creo.
—Entonces, anda. Dile a tus papás o no sé.
Obedeces porque no tienes nada mejor qué
hacer. Le dices a tu mamá que vas a salir con un amigo y ella se pone demasiado
contenta, así que tú intentas alegrarte también, aunque sea un poco. Sacas tu
bicicleta empolvada y vieja de tu patio y la arrastras por entre tu casa a la
calle. Javier espera tamborileando los dedos contra la pared, y es solo ahí que
te das cuenta de lo nervioso que está. No hace calor, pero está sudando.
—¿Te sientes bien? —Asiente—. ¿Desde dónde
viniste?
—Miraflores. Tomé una micro.
Tiene sentido. Siempre te pide pillarlo en
la plaza de Viña o en los alrededores.
—Vamos —dice y se sube a su bicicleta. Le
tiemblan las manos, pero decides no decirle nada y solo seguirlo a donde sea
que esté yendo. Bajan hasta el plan y pasan más allá de Viña del Mar, y Javier
sigue tiritando y sudando a mares por algo que es más que cansancio, pese a que
mantiene su entusiasmo sin decirte a dónde van. Atardece y tú sigues
pedaleando, sin quejarte porque esto quema calorías y ya te sentías tullido de
tanto estar echado en tu cama.
Anochece y todavía pedaleas.
—¿A dónde cresta me llevas?
Javier no responde. Solo se detiene mucho
más allá, entre árboles y rejas, cuando solo puedes verlo por las luces
reflectantes de su bicicleta. Ata su bicicleta y la tuya a una reja y luego te
hace pasar a través de la misma, pese a tus dudas de que estás seguro de que
esto es el campo de alguien.
—Antes venía a tomar con los cabros para
acá, tranquilo —te dice. Casi le preguntas quienes son "los cabros" y
por qué no están aquí. Podrías tomarte una cerveza ahora mismo, aunque ni te
guste mucho. Te hace caminar entre el pasto alto y tú no te quejas de las
espigas que se te pegan a los pantalones porque el aire a aventura te tiene
atento y de buen humor. Puedes escuchar agua correr en algún lugar, no muy
lejos.
Javier deja de caminar, te toma el brazo e
indica al cielo. Tú miras su mano antes que la Luna.
Nunca has visto tantas estrellas en el
cielo y por un segundo te sientes pequeño y vacío antes de que esto se
transforme en una tranquilidad sobrecogedora. Tienes frío y tu corazón late con
demasiada fuerza, pero hay algo justo debajo de tus pulmones que te hace sentir
las manos inquietas. Te muerdes los labios con fuerza para que el mentón no te
tiemble.
Te sientes bien. La idea llega abrupta
pero sorda: te sientes bien.
—Qué bonito —dices porque necesitas decir
algo. Javier prende un cigarro y te ofrece uno a ti. Las manos todavía le tiemblan.
—Valdrá la pena si nos cae un meteorito
encima —murmura y tú no preguntas a qué se refiere—. Tengo que confesarte algo.
—¿Es algo malo? ¿Me va a arruinar el día?
¿Vas a admitir que me amas?
Se ríe.
—Sorry, pero no. Es menos traumático que
eso.
Esperas.
—Yo le dije a Rebecca que te cortas.
Tu cerebro hace cortocircuito por dos
segundos.
—¿Conoces a la Rebecca?
—Estábamos pololeando. Terminamos hace
como tres días.
—Ah.
—Sí. Pensé que debía decirte, considerando
que parece que la gente a tu alrededor no hace más que hablar de ti sin tu
permiso.
Te quedas callado. Estás menos enojado que
lo que habrías estado si te hubiera confesado esto hace dos meses.
—¿Por qué le dijiste? —preguntas porque es
la duda más fácil de taclear entre todas las que te rondan la cabeza. Javier
suelta el humo antes de inhalar, formando una espesa capa gris a su alrededor.
—Una obra de caridad, supongo.
Sientes la fuerte tentación de reírte así
que en cambio miras al cielo de nuevo. Hallas calma en lo diminuto que eres.
—No ha ayudado en nada —dices— que todos
sepan. Todo sigue igual.
—Algún día será diferente —te responde y
suena como un consuelo tan grande al salir de la boca de Javier de entre todas
las personas. Javier Murilla dándote esperanza. Es chistoso.
Quieres creerle.
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