Lucía estaba emocionada, por fin después de varios meses podía ir a ver a
su abuela.
La última vez que la había visto
no había sido especialmente agradable, no conseguía quitarse de la cabeza
aquella escena en que los enfermeros entraron en su casa y tras mucho rato,
rato que a ella le pareció eterno, se llevaban a su abuela llena de máscaras,
tubos y montones de aparatos que ella no entendía para que servían, pero que a
sus nueve años estaba claro que no anunciaban buenas noticias.
«De aquello había pasado ya mucho tiempo», pensaba mientras peinaba el pelo a su poni rosa, en el
asiento del coche que conducía su madre.
Junto a ella su tía Ana, y entre
risas y juegos las tres se dirigían al nuevo hogar de la abuela Marta.
Por el camino, camino por el que
Lucía no había pasado jamás en su corta vida, su madre y su tía, ya con un tono
un poco más serio, intentaron ponerla en situación de lo que en aquel lugar se
iba a encontrar.
—Lucia, ¿sabes que vamos a ver a la abuela Marta?
—Pues claro que sí, mamá —contestó ella.
—Bien, pues tienes que saber que la abuela está un poco
malita y que a lo mejor no está como cuando vivía con nosotros en casa.
—¿Por qué me dices eso, mami?
—No lo sé, hija.
—Es para que intentes portarte bien y no armes mucho jaleo — interrumpió la tía Ana.
—No os preocupéis, ya soy mayor, no voy a hacer ruido ni
nada, solo voy a darle estos dibujos a la abuelita y a contarle lo de mi examen
de mates.
Sin más comentarios, y con una
mirada cómplice de su madre hacia su tía, llegaron al nuevo hogar de su abuela.
«Es un sitio precioso», pensó
Lucía, una casa enorme rodeada de jardines y árboles, apenas se escuchaba algún
ruido. Y el sonido de los árboles al ser zarandeados por el viento parecía
música para los oídos aun vírgenes de aquella pequeña niña.
Las tres entraron en aquel enorme
lugar: un gran recibidor y silencio, fue cuanto se encontraron.
—Tú espera aquí un momento.
—Vale, mamá —contestó
Lucía sentándose en un sillón que parecía quedarle grande, como cuando jugaba a
ponerse la ropa de su hermana.
Tras un rato de no moverse para
que no le llamaran la atención, miró tras de sí por encima de aquel sillón y
vio como una señora mayor, sentada en una silla de ruedas, miraba fijamente,
con la mirada perdida, hacia el jardín que adornaba la parte delantera de aquel
edificio.
Lucía, olvidando las palabras de
su madre se acercó a ella, no quería molestarla y tras un rato de observarla
con infantil curiosidad se sentó en una silla, junto a aquella desconocida señora.
—Me llamo Lucía, ¿y tú cómo te llamas?
La anciana volvió la mirada hacia
la niña, y sin decir una sola palabra le dedicó una mirada tierna, una mirada
que a Lucía le recordó de inmediato a su abuela Marta. Sobresaltada por aquel
pensamiento, le dio un beso a aquella desconocida mujer y, corriendo hacia el
sillón que le quedaba grande, se sentó de nuevo a esperar a que volvieran su
tía y su madre.
Mientras estaba allí sentada
ojeaba sus dibujos, los que había traído para su abuela, y absorta en ellos,
escuchó lejana la voz de su madre que venía del fondo de un larguísimo pasillo.
—Vamos, Lucía, ya puedes pasar.
Sonriendo, y enfilando el pasillo por el que había venido su madre hacía un
segundo, un pensamiento le hizo soltar la mano de su madre.
—Espera un momento, mamá —dijo
volviéndose hacia la señora de la ventana, y le dio uno de los dibujos que
había traído—. Tome, para usted, lo he
hecho yo misma— y al ver a que la señora
no decía nada, dejó el dibujo sobre sus rodillas y de nuevo le dio un beso en
la mejilla. Esta vez aquella mujer no se volvió para mirar a la niña, pero
Lucia se dio cuenta de que una lágrima caía suavemente por el pálido rostro de
aquella enigmática mujer.
—¡Lucía! —elevó
un poco la voz su madre, y haciendo un gesto de desaprobación hizo que la niña
volviera de inmediato—, te he dicho que no
molestes.
—Lo siento, mamá —contestó
cabizbaja.
De la mano de su madre, y ya
llegando frente a la puerta de la habitación donde estaba su abuela, su madre
se arrodilló poniéndose a su altura y seriamente le dijo:
—¡Lucía!, la abuela está en esta habitación, está un
poco enferma. —Lucía vio como los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, pero
no llegaban a caer.
—No te preocupes, mamá, ya lo sé, ¡tengo nueve años, no soy
una niña!
—Está bien, entremos —dijo su madre dándole un cálido beso en la frente.
Lucía abrió la puerta, era una
habitación no muy grande, «más o
menos como la mía», pensó.
Todo estaba limpísimo y en orden,
como a la abuela le gustaba. Se acercó lentamente hacia el cabecero de la cama.
Su tía Ana, que estaba sentada en una silla junto a la cama, se levantó para
dar paso a la niña. Lucía con una gran sonrisa cogió con fuerza la mano de su abuela
y le dio un gran beso. «Es el beso más fuerte que
he dado nunca», pensó.
—¿Qué tal estás, abuelita? —preguntó. Su abuela no contestó.
—¿Está dormida, mamá?
—No, hija —contestó la madre dejando
caer, ahora sí, las lágrimas de sus ojos.
—¡Abuelita, soy yo!, Lucía. Mira te he traído un montón de
dibujos que he hecho para ti todo este tiempo, te he echado mucho de menos. ¿Sabes?
He sacado un nueve con cinco en mates y solo Carla Jiménez me ha superado. ¿Y
sabes, abuelita? Para mi cumpleaños vamos a hacer una fiesta de disfraces, vendrás,
¿verdad? Aunque no hace falta que tú te disfraces si no quieres.
Su abuela no contestaba,
simplemente miraba hacia la niña con una tierna mirada, una mirada que hacía
solo unos minutos había visto en aquella señora de la entrada.
Su madre y su tía, que presenciaban
la escena desde la puerta de la habitación no hacían más que secarse la nariz.
—¿Por qué no me contesta, mamá? —preguntó Lucía, no sin temor.
—Verás cariño —se acercó su madre—, la abuela esta malita.
—Ya, pero ¿qué tiene eso que ver?
Su madre respiró hondo.
—Verás, mi amor, la abuela tiene una enfermedad que hace que no se acuerde
de las cosas.
—¿Y no se acuerda de hablar? —replicó
Lucía.
—Eso es, cariño, no se acuerda de hablar.
—Y además está muy cansada —irrumpió
a tiempo la tía Ana.
No había necesidad de decirle a la
niña que su abuela, a la que adoraba, no se acordaba de su nieta, ni de sus
hijas, ni de prácticamente nada.
Tras un silencio desgarrador, la
niña, que se había dado cuenta de la intención de su tía, miró de nuevo hacia
su abuela y poniéndole tiernamente la mano en la mejilla le dijo: «No te preocupes, abuela, yo vendré todos los días y te
leeré cuentos y te contaré historias como hacías tu cuando yo era pequeña y ya verás
cómo te vuelves a acordar». Y
dándole otro gran beso se alejó un poco hasta situarse a los pies de la cama.
En el camino de regreso a casa solo
hubo silencio, ni una palabra, ni música, solo el ruido de los neumáticos al
rozar el asfalto. Dejaron a la tía Ana en casa y de nuevo silencio.
Ya mientras cenaban con su padre y
su hermana, Lucía preguntó si podría ir todos los miércoles a ver a la abuela.
—Pues claro, mi amor.
—Ya verás cómo consigo que la
abuelita se acuerde otra vez de las cosas —dijo alegre Lucía.
Y así fue: desde aquel día Lucia
acompañaba todos los miércoles a su madre y a su tía al nuevo hogar de la
abuela Marta, y tal y como le había prometido le leía cuentos y le contaba todo
lo que había hecho durante la semana.
Su abuela se limitaba a mirar a
Lucía con aquella tierna mirada, pero Lucía no perdía la esperanza de que su
abuela recordara todo lo que ella le contaba.
Y llegó el invierno, cada vez
anochecía más pronto, y las hojas de los arboles casi tapaban la calle, incluso
un día Lucía se resbaló por su culpa, se dio un buen golpe que la tuvo un par
de días en cama.
Una tarde en la que el frío no
invitaba a salir a la calle, sonó el teléfono.
—¡Es para ti, mamá! —gritó Lucía a su madre, que estaba en la habitación. Cuando
su madre contestó, Lucía vio cómo sus ojos se llenaban de lágrimas, como la
primera vez que fueron a ver a la abuela a su nuevo hogar.
A Lucía no le hizo falta ninguna
explicación y, con infantil emoción se agarró a su madre hasta que las fuerzas
le fallaron.
Unos días después de aquella
llamada, Lucía, su madre y la tía Ana volvieron a la habitación donde la niña
había compartido los últimos meses de la vida de su querida abuela Marta.
En un solemne silencio, la tía Ana
y su madre recogían la ropa y algunas pertenencias de la abuela, cuando de
repente Lucía giró la cabeza hacia un escritorio que había frente a la cama. En
él, una nota escrita con anciano pulso rezaba así:
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