—XIII—
Ella
No vuelves a hablar con Giselle por lo que
resta del año y solo sientes su ausencia durante largas horas sentado frente a
la psicóloga del colegio, con tu mamá al lado tuyo en una posición que da más a
pensar que mataste a alguien que otra cosa. Hablan de buscarte ayuda profesional.
—El colegio solo puede ayudar hasta cierto
punto —dice la psicóloga y tu mamá asiente, silenciosa y complaciente—. Lo
mejor sería ver si se puede hacer un diagnóstico…
Miras por la ventana. Dudas, de cierto
modo, que tus papás puedan costearte un psiquiatra, y en realidad estás en lo
correcto porque no te mandan al psiquiatra, sino que al psicólogo, cuya oficina
huele a Poett y no tiene un diván ni un retrato de Freud, para tu desilusión.
El psicólogo tampoco te pregunta si has querido acostarte con tu madre alguna
vez y, en cambio, te habla de tus pasatiempos.
Tú, tal vez por algún resto de energía
combatiente, declaras que nada de esto hará ninguna diferencia porque no es
como que algo haya cambiado desde tu traspié. Hasta confiesas que te has
cortado con un cierto ímpetu extra, por mero desquite. El psicólogo no te
regaña ni se burla de ti, sino que te pide una oportunidad porque duda que te
guste vivir así, de todos modos.
Dice tu nombre del mismo modo en que
Javier y la voz en tu cabeza lo dicen y no estás seguro de cómo sentirte al
respecto, pero al final se vuelve una de esas cosas que se mezclan con el
fondo, como qué será de Néstor, por qué Rebecca te hizo esto, si acaso algún
día Giselle volverá a hablarte. A veces hablas con Adrián, todavía, pero te
hace sentir sucio así que también dejas de hacer eso. Ya no sabes qué haces
para llenar los vacíos aparte de ir a fumar con Javier a la plaza mientras él
toca la guitarra a cambio de unas cuantas monedas sucias. En tus cavilaciones
estúpidas, enfermas y solitarias, te has cuestionado si Javier aceptaría tener
sexo contigo, no porque te guste o algo así, sino simplemente porque puedes y
porque sabes que es de esas cosas que elimina el ruido en tu cerebro por al
menos dos minutos. Probablemente no accedería, de todos modos, así que callas.
Ya no toca Radiohead y ahora solo mira
películas en blanco y negro.
Pero cómo se decía, el psicólogo te habla
de tus pasatiempos. Le hablas de tus poemas con este desapego que se aferra a
ti cada vez que la vida es demasiado estresante. Te dice que te ves interesado
en el tema y tú le pides que no te mienta. Anota algo en su libretita en la que
tú estás seguro de que solo juega al gato solo mientras tú balbuceas mentiras.
Te dice que no te está mintiendo. Algo te hace querer vomitarle encima, pero
soportas la tentación.
Tus hermanos no saben nada de esto porque
es una preocupación que no necesitan tener. Tu papá no te trata particularmente
diferente, aunque tienes la impresión de que es porque prefiere seguir pensando
que eres una persona normal. Te molesta un poco durante las onces el como todos
hablan de cosas normales mientras tú sigues pensando que tu psicólogo te pidió
que anotaras tres cosas que te gusten de ti y tres que te gusten de tu familia.
Te dio la tarea justo en la semana que odias todo porque tienes cuatro trabajos
pendientes y te estás resfriando.
Pero así va la vida, callada y lenta.
—¿No has pensado en aprender algún
instrumento? —te pregunta el psicólogo uno de esos días en que mencionas que tu
único amigo sabe tocar la guitarra y la rasguea todo el día, como el enfermo
que es. Te encoges de hombros.
—Intenté aprender a tocar la guitarra hace
tiempo.
—¿Y qué pasó?
—Era muy difícil porque tengo los dedos muertos
y todo me sale mal, de todos modos.
No es lo único de ti que está muerto.
Anota algo en su libreta.
Estás tan cansado.
Rebecca dejó de hablarte luego de que se
dio cuenta de que tus visitas al psicólogo se volvieron semanales. Lo
entiendes, de cierto modo, porque hasta ella debe tener algo llamado decencia
que le permite sentir vergüenza ante su actuar. No es como que estés enojado, sino
más dolido, al final, porque se siente como que en vez de un acto de buena fe
fue una manera de quedar bien con Néstor. Todos en tu vida quieren quedar bien
con Néstor.
Giselle no te mira y por consiguiente
Trinidad también te evita. Y pese a que tu mamá te pide que no te pongas mangas
largas y que siempre le digas dónde vas, no sientes que haya comprensión verdadera
entre tú y tu familia. Es solo una cosa que está sucediendo y aunque hables de
lo que sientes con este caballero que te mira como si no estuvieras, no sientes
que alguien esté escuchando.
Giselle te escuchaba. Giselle siempre te
escuchaba, aunque nada nunca terminara bien. Podías filosofar y ella asentía y
hablaba de sus propios pensamientos y no tenía miedo de enjuiciar a la
realidad. Ahora no hay nadie.
La verdad es que echas de menos a Giselle,
más de lo que alguna vez extrañaste a Néstor. ¿Significa esto que estás
enamorado de ella? No, la verdad es que no. Te lo preguntas porque a veces te
sientas en tu cama y te sientes profundamente vacío, como si hubieran cavado un
agujero en tu pecho mientras dormías. Quizás extrañas las conversaciones, o los
consejos, o los silencios amigables, pero a veces conversas con ella en tu
mente y te das cuenta de que no es solo eso porque la voz en tu cabeza suena
igual que Giselle, pero no es lo mismo.
A veces intentas alegrarte pensando que
igual ella no te necesita. Debe estar más contenta ahora, si total eres un
problema. Es mejor para ambos, te repites, pero jamás logras convencerte.
Es lo mismo de cómo cada vez que escuchas
una guitarra puedes cerrar los ojos e imaginar a Néstor tocándola. No puedes
cantar sin recordarlo a él, así como no puedes ver a tu mamá coser sin pensar
en Giselle, y al final el resultado es que todo está envenenado y no sabes cómo
darte el antídoto.
Cantas con Javier en la plaza, entre
cigarros y monedas, y en algún momento en que lo miras piensas que ni él ni tú
deberían estar aquí. No sabes por qué. Solo te sientes así, pero esta idea solo
hace que el momento pegue más duro. Si no fuera por un cabro chico muerto, no
estarías aquí.
—Qué pensamiento más oscuro —dice él.
—Es la verdad.
Oscurece. Javier te pregunta si sales con
tus amigos o algo, porque siempre estás aquí. Tú dices que él igual siempre
está aquí. ¿No tiene otros amigos?
—Los tengo, pero casi todos tienen mejores
cosas que hacer.
—¿El mateo de tu curso es tu amigo?
—¿Cris? —Se alza de hombros—. Creo que no.
—Yo no tengo amigos —dices. No se siente
como una verdad cuando lo dices así.
—¿Y el hueón que te estabas tirando?
—No somos amigos.
—No con esa actitud.
Quién sabe, a decir verdad. Adrián es la
única persona con la que puedes conversar en el colegio, aunque ahora rara vez
lo hagas. Al menos sabes que está ahí si algún día necesitas un donante de
órganos, porque sabes que Javier no quiere donar los suyos en ninguna
circunstancia.
La soledad solo es reflexiva cuando es
controlada. Después de fin de año y del fin de las clases, la soledad te hace
querer quedarte en tu cama para siempre, pero lidias con eso como lidias con
todo. No te dejan cortarte. No te dejan no comer. Quieres matar a toda tu
familia. Javier te dice que está muy ocupado para juntarse contigo por primera
vez durante enero y tú casi te pones a llorar en el teléfono. Caminas solo por
las calles y esperas que te pase algo horrible, pero el universo se ha olvidado
de ti porque lo único que logras es que te de frío. Tu mamá contrata a un cabro
para que atienda la repostería durante el verano, para que ella disfrute sus
vacaciones. Se llama igual que tú. No sabes por qué esto te hace querer
asfixiarlo hasta matarlo.
Hace tanto calor. Dejas de salir de tu
casa porque no tienes nada que hacer afuera.
Ya que estamos, examinemos tus
sentimientos, Gaspar. Será terapéutico. ¿Por qué tenías como amigos a las que
personas que tienes? ¿Por qué te gusta el chico que te gusta? ¿Por qué quieres
a tus hermanos? ¿Por qué te gustan tanto las estrellas?
—¿Por qué estás tan enojado?
Has escuchado esas palabras antes, pero
ahora vienen de la boca de tu mamá y tú la miras y se ve ajena, como si no
fuera la tuya, exactamente. No recuerdas la última vez que le hablaste de algo
que no tuviera que ver con libros y números en una planilla sucia. No respondes
porque estás enojado y temes que se te quiebre la voz si dices no estoy
enojado, porque ahí están tus sentimientos para que todos los vean y, oh,
por favor, nadie te pregunte cómo te sientes. Estas cansado de hablar de cómo te
sientes y de que nadie te escuche.
Te llenas la boca de comida y la tragas
sin masticarla mucho, y luego te pateas mentalmente porque son tallarines y van
a ser imposibles de vomitar sin mucho escándalo.
Hay un bulto de ropa en la silla de tu
escritorio. Cuando desvías la mirada a un costado parece una cabeza cercenada y
cuando miras de vuelta es ropa de nuevo. Sientes que esto habla muy mal de tu
estado mental, pero no te importa porque a nadie le importas así que a la
mierda con todo y con todos.
Esto es mentira.
*te dije que no podia
juntarme contigo un dia
*no es para que no me
hables nunca mas gaspar
Piensas en contestar, pero luego decides
que no. No es como que a Javier le importe de verdad lo que te pasa o quién
eres. No sabes por qué esto te molesta tanto. Deberías levantarte y hacer algo,
piensas. Quizás ir a jugar con tus hermanos. Dejar de ser esta bestia
indiferente que tu familia escucha cuando abres la boca. Véngate del mundo
siendo feliz, Gaspar.
Te da un poco de pena como puedes pasar
una tarde entera inmóvil en tu pieza y a nadie le extraña. Nadie te extraña.
Cierras los ojos con fuerza. Tu celular vibra.
Quieres flotar al espacio. Quieres
volverte invisible y que todos se olviden de ti.
No sabes lo que quieres, pero, por Dios,
cómo quieres todas estas cosas.
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