Esa mañana Albertina no necesitó
escuchar el ruidoso despertador para levantarse, era su primer día de clases,
estaba especialmente contenta porque iría con sus dos hermanos mayores a la
escuelita del pueblo. Desayunó té y un trozo de pan viejo, en tanto sonreía a
su padre que trataba de trenzar su cabello mientras comía. La niña levantó su pequeña manita
acariciándole el rostro, él sonríe diciendo: “Hoy la princesa de casa ya se
hizo grande, debe ser útil a la sociedad, aprender… Sobretodo compartir con
niñitas de su edad”. Miraba a su hija de 6 años con orgullo, intentaba no
llorar frente a ella. Todos saben que el hombre, no llora ¡Es fuerte!
Ana, su
mujer, murió hace 4 años de cáncer, desde esa fecha se ha encargado de sus tres
hijos, son la razón de su vida. Julio y
Sebastián, sus gemelos de 9 años,
heredaron los ojos vivaces y piel bronceada de su madre. El mayor de los dos,
por cinco minutos, es Julio, de complexión delgada, baja estatura, aún no
aprendía a leer, decían en la escuela que tenía problemas de aprendizaje, pero
para su padre era el hijo más cooperador y respetuoso del mundo, no aprendía
rápido como los demás, eso asustaba un poquito, sin embargo él nunca lo hizo y se consideraba el mejor trabajador del fundo
del patrón Guillermo. Sebastián era alto
para su edad, aprendió a leer a los 7 años, el encargado de informar a Mateo,
su padre, lo que contenían esos signos incomprensibles para él de cada hoja
escrita que llegaba a sus manos, al contrario de Julio asistir a clases era una
obligación. La pequeña Albertina era su sombra, desde los 2 años tuvo que
arreglárselas para cuidarla, llevándola a escondidas a su trabajo, ocultándola
de sus patrones durante el día, así evitaba dejarla sola en la rancha.
Esa
mañana los cuatro salieron de su
improvisada casa, construida con deshechos de madera encontrados en el
vertedero municipal, ubicada a diez minutos de allí. El trayecto hacia la
escuela estuvo lleno de anécdotas divertidas del trabajo de Mateo, cada hijo
llevaba en la mano un cuaderno en una bolsa de plástico, con la otra sostenían
fuertemente la de su padre, Albertina
iba montada en los hombros de aquel hombre rudo, equilibrándose amarrada con
sus manos de la cabeza. Eran las 7:45 am. Se despidieron los niños con un beso,
tomando a su hermana de la mano para conducirla a su salón de clases. En la
puerta Julio arregló su ropa, mientras Sebastián le amarraba los cordones de
los zapatos. Tocaron, al instante salió la maestra Silvia abrazando a los
gemelos para luego saludar a la pequeña niña.
—Julio y Sebastián, mis queridos
porotos, ¡cómo han crecido! Parece que este año los veré muy seguido por estos
lados ¡Eso me gusta!
—¡Sí, maestra! Respondieron al
unísono, corriendo al mismo tiempo a su sala, porque el timbre ya había sonado.
Algunos
meses después Mateo se dio cuenta que Albertina ya no quería ir en sus hombros
y al caminar junto a sus hermanos costaba siguiera el ritmo. Preguntó muchas
veces a sus gemelos si había pasado algo que mantenía a su hija triste, sin su
alegría habitual. Al llegar a casa esa noche, se sienta al borde de la cama,
donde duermen sus tres hijos, la niña al escuchar a su padre abre sus ojos
diciendo:
—¡Papito, llegaste! Abrazándolo con
fuerza.
—Mi princesa ¿Qué tal su día?
¿Cuántos 7 lleva?
—Papi, la maestra Silvia me eligió
como la mejor del salón, también fui la primera en aprender a leer, recibiremos
un premio al lector el próximo lunes… No
quiero ir a eso. —Bajó
la mirada, una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¿Qué pasa princesa? ¿Por qué está
llorando?
—Nada papi, nada.
—¡Sí pasa, papá! Albertina no quiere que sepas. Responde
Sebastián inquieto a su padre.
—¡Tú no te metas Seba!
—¡Lo haré porque eres mi hermana!
Julio te iba a decir, papá, pero ella no quiere —dijo señalando a la niña.
—Albertina, hija, cuéntele a su papá
¿Qué está pasando? ¡Por favor! No puedo ver esa carita triste.
—Papi es que… Tú no puedes, yo sé
que esto no tiene solución.
—¿Qué no tiene solución? —La niña bajó la mirada, si
le decía a su padre sobre el estado de sus zapatos… esos que heredó de uno de sus
hermanos… A pesar de cuidarlos, estaban gastados en la suela, había un orificio
en ellos difícil de disimular con papel o cartón, no le permitían correr con
facilidad, los niños y niñas de su clase le decían “Alberhoyo”. Sentía mucha
vergüenza, pero no estaba dispuesta a hacer sufrir a su padre por ese motivo,
sabía que el dinero no alcanzaba. Luchó contra las ganas enormes de llorar.
—Papi, si ya aprendí a leer, ¿puedo
quedarme en casa?
—¿Qué vas a hacer aquí? —dijo su padre sorprendido.
—Ordenar, limpiar, hacer tu comida.
—¡De ninguna manera, el adulto soy
yo! ¡Usted, mijita, su único deber es estudiar!
—¡Dile la verdad Albertina al papá! —grita Julio.
—Es que papi… mis zapatos…
—¿Qué pasa con sus zapatos? —Toma uno debajo de la cama,
observa detenidamente, algo en el pecho quemaba, una oleada de coraje, rabia,
frustración sacudían su alma.
—Papi, no te preocupes yo estoy
acostumbrada a caminar con ellos… No te pongas triste. —Descubre la manta que abriga
a los niños, toca la planta de los pies de Albertina, tiene una herida pequeña
justo en el lugar donde está el orificio del zapato, rompe a llorar. Los niños
instintivamente abrazan a su padre.
—Perdonen mis niños por la miseria
en que viven, sé que no es justo, por eso me deslomo el hombro trabajando, para
que ustedes estudien… ¡Sin educación no somos nada! ¡Por favor hijos, perdonen
por no darles todo lo que merecen!
Cuando los
niños lograron quedarse dormidos, Mateo se sentó en uno de los banquillos al
borde de la mesa, se sentía impotente ¿Qué podía hacer? Por más que daba
vueltas y vueltas en su cabeza no encontraba solución a este problema. Salió
despacio sin hacer ruido hacia la casa de don Guillermo que estaba a unos 2 km.
detrás del vertedero, ya había amanecido, pediría un adelanto de su quincena…
Era sábado, el patrón estaría en la lechería. La bocina del camión recolector
de basura lo distrajo de sus pensamientos, estaba justo en medio de su
trayecto, con rapidez se movió para luego observar con detenimiento, en uno de
los espejos exteriores colgaba un par de zapatos rojos pequeños. Saludó a Juan,
uno de los recolectores.
—¡Hola Mateo! ¿Los sábados también
trabajas hombre?
—Ni lo digas, hay que ponerle el
hombro todos los días. Juan saca los zapatos del espejo lanzándolos junto a la
basura.
-¡Por
suerte terminamos por hoy! Desde las 3
de la mañana sacando escombros, ya me duele la espalda. —Suena la bocina, Juan se
despide con la mano, Mateo los ve alejarse; luego busca con la mirada donde vio
caer la basura. ¡Ahí estaban! Unos hermosos zapatos de charol rojo, casi
nuevos. Escarbando entre los escombros descubrió dos autos pequeños, una muñeca de trapo, una
cuerda para saltar, una cuchara y tres
tazas ¡Todo un tesoro! Decidió volver a casa, mientras aún dormían sus hijos,
limpió los zapatos, lavó los juguetes y puso todo en una caja de cartón. Cuando
los niños despertaron su padre los esperaba sonriendo.
—Mis dormilones ¿Quién quiere hacer
sopaipillas conmigo?
—¡Yo, yo, yo! —gritaron sus hijos. Después
del desayuno Mateo les mostró la caja, los niños curiosos corrieron a abrirla,
ahí estaban aquellos juguetes y los zapatos rojos. Albertina corrió a abrazar a
su padre llena de emoción.
—¡Eres el mejor papi del mundo!
¡Están... Están maravillosos! ¡No me los sacaré nunca! —Los gemelos corrían
alrededor de Mateo, estaban felices por esa sorpresa.
—¡Eres el mejor papá de toda la
galaxia! —dice
Julio.
—¡Siii! —grita Sebastián.
Nuevamente
era lunes, el fin de semana pasó rápidamente, Albertina de nuevo sobre los
hombros de su padre, los gemelos corriendo alrededor de él camino a la escuela.
Se despiden al llegar al portal.
—Pórtense bien mis querubines,
cuiden a su hermana. —Señalando
a la niña—. Tú,
mi princesa, serás la premiada más linda de toda esta escuela.
Entran.
Al
principio de ese mes todo iba bien, las
niñas jugaban con Albertina, los niños se acercaban a ella para que les
explique lo que no entendieron de alguna asignatura, pero… pero Alicia, la hija
del patrón de su papá, la odiaba, siempre cuando se ordenaban para entrar a
clases, la empujaba, regalaba dulces a todos menos a ella, decía que estaba
plagada de piojos, los demás compañeros, uno a uno volvieron a tratarla mal. No
podía contarles a sus hermanos lo que sucedía, la última vez Julio se agarró a
golpes con tres de sus compañeros, después de eso la apodaron “Alberhoyo”… A su
papá sólo le haría daño enterarse que no estaba pasándolo bien en la escuela,
por lo tanto se quedaba callada.
Estaba en
clases de matemáticas, pero necesitaba imperiosamente ir al baño, se acercó a
la maestra Silvia para pedir permiso.
—Vaya, porota, no se demore.
—¡Gracias!
—¡PFFF! Aprovecha y báñate cerda del
basurero —dice
Alicia cerca de su oído. Sale corriendo hacia los baños, observa su imagen en
el espejo, toca con sus dedos su reflejo, cubre su rostro y llora.
—Yo siempre me baño ¿Por qué mis
compañeros me odian tanto? —Lava
su cara y corre hacia su salón, se detiene justo en la entrada cuando escucha a
la maestra Silvia regañando al curso…
—Respeto hacia los demás, es un
valor que en estos días en este salón está ausente. ¿Quién les dijo que son más
importantes que ella? ¿Acaso no tienen corazón? ¡Dios mío, que les enseñan en
sus casas!
—Maestra Silvia, es verdad lo que
dije ¡Albertina huele a basura! Además el capataz de mi papá me contó, los
zapatos que usa, su papá los sacó de la basura. —Todos los niños reían. La niña en
esos minutos no quiso seguir escuchando, salió corriendo en dirección al río…
Horas más
tarde la policía encuentra en la arena un cuaderno, y sobre él, unos zapatos
rojos.
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