—XV—
Ella II
Ella II
Javier desaparece por unos días luego de
la escapada nocturna, pero te manda mensajes vagos que explican que está
"indispuesto", sea lo que sea que eso signifique, pero que no te
preocupes. Tú insistes que no estás preocupado y él te manda emoticones de
corazones por veinte hileras consecutivas, así que al final lo bloqueas. El
intercambio de mensajes te alegra la mañana y te hace olvidar por un rato que
las clases ya van a empezar y tú sigues sin tener amigos.
Adrián te va a ver el último día de
vacaciones, cuando tú estás entre uniformes y lápices y los cuadernos de tus
hermanos menores. Sales a caminar con él por las cuadras que rodean tu casa y
tu mamá se pone tan contenta de que salgas que hasta ofrece que Adrián se quede
a tomar once. Tú, por alguna razón demente, le preguntas a Adrián si quiere
quedarse en vez de inventar una excusa tonta para que se largue. Adrián, por
razones aún más dementes, accede.
—Andan todos preocupados por ti —te dice
mientras esperan que termine de pasar un camión de Coca-Cola.
—¿Quiénes son todos?
Se encoge de hombros.
—Pues, yo. La Emilia. Néstor.
No le crees en absoluto, pero sonríes de
todos modos. Le preguntas por Raquel y él titubea y luego dice que todo está
bien y no agrega nada más.
Te da un poco de pena.
—¿Estás bien? —te pregunta Adrián. Suena
raro—. Me contaron que andabas con problemas.
Recuerdas lo que te dijo Javier y, por un
segundo, piensas que preferirías estar con él aquí que con Adrián porque al
menos él admite hablar de ti a tus espaldas en lugar de fingir que es mera
preocupación. Es morbo. Luego te sientes mal porque Adrián nunca te ha tratado
mal y tú igual te das el lujo de esperar lo peor de él.
—Los estoy solucionando —dices. No sabes
si es la verdad. Quieres que sea la verdad—. En contra de mi voluntad, pero
algo es algo.
—Me alegro.
No suena del todo sincero pero no
preguntas. Vuelven a tu casa y tu mamá ya tiene puesta la once y además pescó
unos pastelitos de la repostería y los puso en la mesa, cosa que nunca hace
porque comerse la mercadería no es buen negocio y si hay algo que apasiona a tu
mamá es ser buena pequeña empresaria. Le conversa a Adrián acerca de sus notas
y de tus notas y del colegio en general, al final, mientras tú te rindes a
comerte un pedazo de torta y tu papá intenta escuchar las noticias por encima
del bullicio de las conversaciones de tus hermanos y el parloteo de tu mamá.
Esto debería ser una situación incómoda,
pero después de un rato la culpa y el miedo se disipan y solo estás un poco
aburrido. Te recuerda a cuando venía Néstor a tomar once y tú no hallabas la
hora en que tu mamá dejara de conversarle para que pudieras ir a mostrarle tu
Play Station o algo así. Cosas de niños. Lo único que quieres ahora es que
terminen todos de comer para ir a dejar a Adrián a la parada de la micro y así
conversar un rato más de cosas importantes. Como el color de las luces de los
faroles y si la María del segundo D debería dejar de teñirse el pelo.
A tu mamá le termina cayendo bien Adrián,
al punto que le regala dos berlines, y a ti te da algo raro en la garganta todo
esto. Algo como la decepción mezclada con rabia, pero no sabes por qué. No es
contra Adrián ni contra tu mamá, sino más contra el mundo en general, piensas.
Caminan a la parada, hablando de las
luces. Temas muy importantes para el país, pero al final te aburres.
—Adrián.
—¿Qué?
—¿Por qué me sigues viniendo a ver?
Deja pasar una micro que le sirve, el muy
imbécil.
—Me gusta hablar contigo. Te dije que te
tengo confianza.
Cierto. Eso dijo.
—Pero te sigo gustando —dices. Las manos
te tiemblan—. ¿No crees que es como feo venir a verme, tomando en cuenta eso?
—No es como que venga a convencerte de que
tiremos.
—Ya no.
Adrián respira raro.
—¿Qué quieres? —te pregunta al final—.
Porque si quieres no te hablo más, dale. Pero fuiste tú el que fue a mi casa el
día que te dio la hueá con Néstor, así que al final no entiendo. ¿Quieres que
seamos amigos o no?
—Siento que no me estás diciendo la
verdad. Eso es todo lo que me molesta.
Adrián gesticula con impaciencia.
—Eso es cuestión tuya. Lo que yo quiero
saber es porque siempre me buscas y luego me tratas como si
hubiera sido yo el que te andaba persiguiendo.
—Yo nunca te he perseguido —dices. Tienes
la boca seca y Adrián se gira a enfrentarte completamente, la cara enrojecida
bajo la luz tenue de los postes. Se te aprieta el estómago solo un poco.
—¿Pero qué mierda, Gaspar? —escupe—.
Cuando te dije que me gustabas podrías haberme dicho la verdad al tiro y filo,
terminábamos ahí la hueá, pero en cambio preferiste mentirme y fingir que
íbamos a llegar a alguna parte y ya, yo igual las cagué y todo, pero no me
vengas con que fue solo mi culpa cuando fuiste tú el que empezó. Fácil para ti
luego actuar como víctima.
—No estoy actuando como víctima —te
defiendes débilmente. Quieres irte y a la vez no quieres que se vaya porque
tienes la impresión de que si no resuelves esto ahora no habrá más
oportunidades.
—Y me tratabas como el hoyo, además, y ya,
entiendo que tienes problemas y todo, pero no son excusas. Y yo te aguanté porque
te quería, y quizás ahora no andamos tirando, pero seguimos en la misma
dinámica de mierda en la que tú me tratas como si yo te estuviera abusando
cuando lo único que estoy tratando de hacer es ser buena onda contigo. ¿Por qué
mierda me tratas mal apenas yo intento tratarte bien?
No tienes una respuesta porque jamás te
habías dado cuenta de que hacías eso, pero mientras más lo piensas más sentido
tiene y menos sabes qué contestarle. Suspira.
—Lo más penca es que todavía me gustas,
con tu actitud de mierda y todo. Pero al final me gustaría que me dejaras de
gustar porque, por la cresta, Gaspar, no hay hueá más cansadora que intentar
caerte bien.
—Perdón —logras mascullar. Quieres echarte
en alguna parte a dormir para recuperarte de esta paliza verbal. Lo último
duele, esta idea de que eres difícil de querer, aunque explique bastante,
quizás. Tal vez no es tu mejor momento y por eso encuentras nada con lo que
defenderte. Es mejor pensarlo así que considerar que no hay explicaciones
suficientes.
Adrián, fiel a sus palabras, igual te
palmotea el hombro en una especie de consuelo distante porque tampoco es como
que le guste verte triste (pero tú no estás triste, de qué estás hablando, solo
tú tienes el poder de entristecerte y jamás le has dado el permiso a Adrián
para que sus idioteces te duelan). Intentas esconder lo mucho que te afectaron
sus palabras bajo la usual capa de apatía, pero probablemente él se da cuenta
porque te sonríe tenso. Le dices adiós cuando aparece una micro que no sabes si
le sirve o no, pero es lo mejor que hallas para irte de allí y de vuelta a tu
casa. A la mitad del camino los ojos te arden, pero no importa, todo está bien,
puedes llegar a tu pieza con tu dignidad intacta.
Al menos nadie te hace preguntas, como si
pudieran percibir que pasó algo, así que probablemente estás perdiendo práctica
en esto de pretender que todo está bien en el mundo.
Tu primer día de tercero medio lo gastas
en actos, charlas y fumando en el baño para evadir gente. Adrián te saludó en
la mañana y tú apenas lo miraste, no porque estés enojado sino porque tienes
vergüenza y nunca has sido bueno para lidiar con esa emoción en específico.
Giselle te miró de reojo y tú le sonreíste sin dientes. Nadie más te miró
mucho. Néstor debe seguir encerrado en su casa.
El segundo día decides tomar los mejores
apuntes de toda la historia de la humanidad, solo porque no tienes nada más que
hacer. Giselle te mira en los recreos y Adrián te pregunta cómo estás y a ti te
dan ganas de llorar por alguna razón estúpida porque nada de esto debería ser
así. No lo haces, claro.
—Deberías hablar con la Giselle —te dice
Trinidad entre clases. Le debes dar pena—. Te quiere perdonar, pero sabes cómo
es, le da cosa acercarse primero.
—¿Segura que quiere perdonarme? Yo no me
perdonaría.
—No es tan rencorosa como tú.
Es más fácil de querer que tú.
—Yo no soy rencoroso —niegas, de todos
modos.
—Ya. La cuestión es que deberías hablarle.
Pero te da un miedo atroz porque puede que
te estén mintiendo y solo logres que Giselle te grite. No tienes ganas de que
te griten. Por el otro lado, estás solo y sin amigos y si bien sientes tu mente
más clara porque tienes horarios establecidos para dormir y para comer y para
sentirte triste, todo ordenado diligentemente por tu psicólogo, tienes la
intuición de que tus ganas de morir solo están escondidas bajo la certeza de
que nadie irá a tu funeral. Bueno, aparte de Adrián y Javier, quizás, pero
sientes que ninguno de los dos sería una buena opción para escribir un encomio.
Giselle sería excelente en un funeral
porque sería de esa gente que llora y grita y se desmaya y abraza el ataúd
cuando lo quieren enterrar. Nadie sentiría la muerte más cercana que Giselle,
aunque solo hubiera hablado dos veces con el finado.
La echas tanto de menos, pero aun así no
te acercas y pasan dos semanas más de silencio y de recreos un poco patéticos.
Los profesores te preguntan sobre esto y tú dices que todo anda bien y, a
veces, que no se metan.
Es en medio de leer un libro que te prestó
Javier, La rebelión de las masas de Ortega y Gasset porque qué
otra clase de libro te prestaría Javier, que Giselle se sienta al lado tuyo en
el patio y tú pierdes el hilo de todo el párrafo que estabas leyendo.
—Me dijeron que estás yendo al médico
—dice.
—La gente dice muchas cosas.
—Estás menos flaco.
—Creo que es porque me rendí.
—Mentira. Tú nunca te rindes.
Cierras el libro. Mantente firme, Gaspar.
—Ya te pedí perdón. ¿Quieres algo más?
—preguntas. No es tu intención sonar tan agresivo, pero así es como sale, pero
Giselle no parece ofendida.
—La cagaste rico, pero Adrián conversó
conmigo. Y Raquel. Y Rebecca. Y todos, en realidad.
Te cuesta imaginar a tanta gente hablando
a tu favor, especialmente cuando no tienen nada que ver o los afectaste,
también, pero las personas suelen ser buenas si les das la oportunidad. Giselle
se aclara la garganta.
—¿Por qué no me dijiste?
—Porque no te quería hacer sentir mal.
—No. ¿Por qué no me dijiste?
Odias esto.
—Porque soy cobarde.
—Pero sabes —dice ella—, si yo hubiera
querido, me habría dado cuenta. Todos sabían. Era como obvio.
Toca el timbre y Giselle se pone de pie y
camina contigo hasta la sala sin decirte nada. Se sientan separados, como desde
el año pasado, pero te sientes más liviano.
No es lo que esperabas, pero es algo. Es
redención.
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