Cuando
era chico solía visitar a mi tío Eduardo todos los sábados. Él me dejaba jugar
en el altillo a ser un hechicero, con millones de frasquitos con esencias que mi abuelo había guardado allí al
abandonar el oficio de perfumista. Juraba haber tenido demasiados dolores de
cabeza y visiones como para seguir. Nadie le creía sus historias, por supuesto,
por eso me permitían manipular cada frasco sin recomendación alguna, excepto la
de no romperlos.
Yo no
era un niño muy deseado ni consentido, apenas si se ocupaban de que comiera y
no perdiera clases. Pero mi tío era muy aniñado, a pesar de sus treinta y cinco
años, y era para mí el compañero y guía que necesitaba. En su casa casi no
había reglas, y sobre todo, no había nada que limitara mi imaginación. De
adolescente se convirtió en mi mejor y único amigo, ya que en el colegio nadie
quería pasar tiempo con un flacucho pálido y ojeroso como yo.
Con
los años, de tanto jugar al hechicero en aquel aromático altillo, me volví casi
un experto en cantidades y recetas; guiándome con anotaciones de puño y letra
de mi abuelo, empecé a crear mis propias fragancias. No importaban los dolores
de cabeza ni las voces, me encantaba pensar que estaba creando pociones y que con ellas
cambiaría el mundo.
Mi más anhelada poción haría que Eugenia se enamorara de mí, perdidamente. No
había ninguna fragancia entre esos frascos infinitos que me produjera lo mismo
que pronunciar su nombre.
Costó
mucho encontrar la receta justa del amor, pero finalmente, una tarde gris en
pleno octubre, vi su figura sobre una pared enmohecida del altillo. Era
completamente asimétrico y oscuro, se movía dulcemente como hamacado por la
brisa y emitía un sonido leve que hacía que mi corazón se acelerara. Necesitaba
ponerlo en el frasco más bonito para obsequiárselo a Eugenia; me querría como a
nadie, ¡estaba seguro de eso! Busqué desesperado en los armarios pero no
encontraba nada digno de semejante hechizo.
De
pronto noté que se movía hacia la ventana y me apresuré a abrazarlo para que no
se escapara, pero en lugar de atraparlo pasé a través de él como si de humo se
tratara. Mis manos chocaron accidentalmente contra el vidrio resquebrajado,
rompiéndolo y lastimando mis muñecas.
Al
romperse, el vidrio generó succión y se tragó al amor limpiamente.
Grité
desesperado, como si lograra con eso que el amor volviera al altillo y se
metiera en un frasco. Luego lloré, lloré sin poder recordar casi nada de la fórmula
que había usado para crearlo. Las voces reían, ¿por qué reían?, ¿acaso no estaban
alentándome hacía algunos minutos?, ¿no habían sido ellas las que me habían
guiado en el proceso?
Gritar
“¡Eugenia!” una y otra vez, entre lágrimas y sangrando, quizás no fue mi mejor
elección. Tampoco lo fue contar mi historia frente a aquel señor de guardapolvo
blanco que llegó a la casa un par de horas después.
Hoy me
encuentro provisoriamente en esta insípida e inodora habitación; mi psiquiatra cree que un suicida con psicosis
alucinatoria crónica no puede estar seguro en su casa, sino que necesita
constante vigilancia. Yo solo sé que si algún día me dejan volver, ya no me van
a permitir crear pociones, y que perdí a Eugenia sin haberla tenido aún.
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