"Apartamentos Fifi: Caution" - Capítulo 2


Capítulo 2
NOA


Por fin voy a poder volver a mi ciudad natal. Terminé los estudios y sin dilación comencé a trabajar para ECons, S. L. Desde entonces, estoy dando tumbos de un sitio para otro. Me encanta viajar, conocer mundo, otras culturas, otras personas y, sobre todo, me encanta mi trabajo. Lo mejor es que soy buena en él. Lo único que me cuesta un cierto esfuerzo es no poder ver con asiduidad a mi familia, pero eso se va a terminar. Al menos, durante una temporada.
Me quedan unos días para incorporarme a mi nuevo trabajo y voy a aprovechar para ir a ver a mis padres, les daré una alegría. Están muy contentos porque podremos vernos algún que otro fin de semana. Será más de lo que me ven ahora.
Debo terminar de embalar y guardar en
el coche todas mis pertenencias. Menos mal que ha venido un compañero a ayudarme, ¡sola no hubiera terminado nunca! Mientras sigo transportando cajas me evado pensando en el trayecto que me espera. Desde aquí a casa de mis padres hay unas tres horas de viaje, si el tráfico es fluido. Su casa está a las afueras de mi nueva ciudad, a una hora y media del piso que me he alquilado, así que andaré camino para desandarlo al día siguiente. Un montón de besos y abrazos regados por cariño bien valen el trayecto.
Estoy muy ilusionada por empezar, aunque el alojamiento ha sido un tema muy peliagudo. Estamos en temporada alta y siempre es complicado conseguir algo en estas fechas. Casi había desistido cuando vi el anuncio en internet y no me lo pensé. No he tenido casi tiempo de reacción. El arrendador insistió en que tenía que comprometerme con rapidez o lo perdería. No sé por qué tantas prisas.
Lo cierto es que soy una temeraria, no he visto el piso físicamente. Sé lo poco que ponía en la web y las tres fotos contadas que había colgadas. Me pareció limpio y está cerca de la ubicación de mi nuevo trabajo, así que podré desplazarme en bici, esa que espero traerme de casa de mis padres. Le hice el ingreso de la fianza y otra cosa menos de la que preocuparme.
Tengo todas mis pertenencias dentro del maletero, está a rebosar y es de los grandes. Me despido de mi compañero prometiéndole que mantendré el contacto. Estoy lista para dejar esta ciudad tan triste y disfrutar, por una temporada, de mi nuevo emplazamiento.

Llevo ya dos horas de camino y aún me queda una más, empiezo a estar entumecida. Me gusta conducir, sobre todo, desde que cambié mi viejo coche tan contaminante por este moderno y de bajas emisiones, pero me estoy dando cuenta de que hace mucho que no hago viajes largos y estoy desentrenada.
Reconozco el paisaje que me rodea y en mi cara se dibuja una gran sonrisa. Media hora más y habré llegado. Pongo en la radio una canción cañera y, con otra predisposición, imagino la cara que pondrá mi familia cuando me vean aparecer.
Mis padres viven en una explotación agrícola de tamaño medio, lo justo para darles de comer a ellos y a mis tres hermanos mayores. Es un buen negocio a pesar del trabajo que conlleva. Sonrío porque ya puedo ver, a lo lejos, la cancela de entrada.
Nada más atravesar la verja comienzo a tocar el claxon como si no hubiera un mañana. Me siento eufórica. Al fin un poco de cariño del bueno.
El ganado sale despavorido por el jaleo que estoy montando. Mi madre aparece por la puerta de la gran casa secándose las manos en el delantal. Mi padre y mi hermano Tomás asoman por el granero haciendo aspavientos para que deje de alborotarlo todo. Allí a lo lejos distingo, bajo el sol, la cabellera de mi hermano Jesús, que me saluda alzando la mano. No sé dónde estará el mediano, aunque no andará muy lejos.
—¡Qué escandalera es esa! —grita mi padre con una sonrisa en los labios.
Bajo del coche a la carrera y me lanzo a sus brazos. Me lo como a besos y él sonríe complacido. Mi hermano se ríe a carcajadas y me llama loca. Sé que lo hace porque está celoso y quiere su abrazo.
—Grandullón, no te enceles que para ti también hay.
Suelto a mi padre y me lanzo a sus brazos. Él me alza sin dificultad y comienza a dar vueltas conmigo encaramada a su cintura. Mi madre llega corriendo y exige a mi hermano que me suelte.
Salto de sus brazos para acurrucarme en los de ella y disfruto de su calor y su olor, ¡es tan tierna!
—Mi pequeña vuelve a casa. ¡Cómo te he echado de menos! —me susurra. Siento sus lágrimas mojar mis mejillas y no puedo evitar llorar con ella—. ¿Te vas a quedar unos días?
Salgo casi a regañadientes de su abrazo y limpio mis ojos.
Mi padre y mi hermano se aproximan para conocer mi respuesta.
—Me quedaré a dormir esta noche, pero por la mañana debo irme a la ciudad. Tengo muchas cosas que ultimar antes de comenzar en el trabajo. —Refunfuñan—. No pongáis esas caras. Estoy a una hora y poco, esta vez podemos hacernos visitas. —Les sonrío. Ellos lo aceptan, aunque no de buena gana.
Mis padres no llevan bien que su única niña, y encima la más pequeña, sea la que haya decidido volar del nido. Mis tres hermanos trabajan en la granja y siempre han tenido claro que eso es lo que querían hacer. Yo adoro a los animales y el trabajo duro, aunque gratificante, que proporciona la explotación, pero mis miras eran más amplias. Siempre he sentido inquietud por conocer el mundo y no paré hasta conseguirlo.
Cuando les dije que quería estudiar una carrera universitaria, se mostraron receptivos. No lo estuvieron tanto cuando se enteraron de que tendría que trasladarme de ciudad, a unos seiscientos kilómetros, a una de las universidades más prestigiosas. Me salí con la mía y aproveché la oportunidad que me brindaron.
Mis hermanos son mucho mayores que yo. Fui una bendición tardía, como dice mi madre. Se quedó embarazada al poco de casarse y nació Jesús, que tiene ya cincuenta años. A los dos años llegó Mateo y, por último, Tomás. Yo nací veintitrés años después, así que me tocó ser la pequeña para todos. Un juguete con el que todos interactuaban y al que sobreprotegían. Pero pronto se dieron cuenta de que me basto y me sobro para defenderme.
—¿A las visitas no se las invita a una cerveza fresquita? —pregunto con una ligera mofa. Caminamos hacia la casa entre risas y confidencias.
Estoy convencida de que mis padres prepararán un tapeo en un momento, seguro que la familia al completo se reunirá para comer.
Al final, terminamos todos comiendo juntos, como suponía. Mi hermano Jesús ha sido el último en llegar. Es el único soltero y tiene una casa en el pueblo, creo que no le gusta que mis padres fiscalicen sus conquistas. Los demás tienen sus casas en la misma finca. Está bien, así no tienen que madrugar tanto y mi madre cuida de mis sobrinas cuando les hace falta.
Observo a mi familia mientras disfruto de la comida de mi madre, que está riquísima. Ahora soy consciente de por qué la quiero tanto, hacía mucho tiempo que no comía tanta cantidad y calidad.
Aunque estar rodeada de gente es una locura y a ratos me asfixian, echaba de menos su calor y su cariño. Lo mismo me pasó, pero a la inversa, la primera vez que me instalé en la ciudad en un piso. Me sentí agobiada por las cuatro paredes. Me molestaba el no poder disfrutar del aire libre cuando quisiera y tener que andar dos kilómetros para poder ver un parque. Actualmente me he adaptado, a pesar de que a veces necesito curas de naturaleza, o más bien de la grandeza de la naturaleza y de los espacios abiertos.
La estampa de toda mi familia junta es curiosa. La relación siempre ha sido muy peculiar, sabemos lo que queremos casi sin hablar. Parece que hagamos coreografías en las comidas pasándonos el pan, la sal o la bebida de manera sincronizada. Somos una familia unida y compenetrada de verdad. Nunca he visto malos rollos fuera de discusiones superficiales. Incluso cuando decidí irme a la universidad y más tarde trabajar fuera, no hubo gritos, solo una charla sobre los pros y los contras y, finalmente, aceptación.
Solemos comer, cuando hace buen tiempo, en una gran mesa que hay en el porche y que está cubierta por una gran parra que da una sombra magnífica. Mis padres organizan muchas fiestas: la de la vendimia, la siega, la matanza o cualquiera de los cumpleaños. En el pueblo somos muy conocidos, aparte de por ser un pilar solido en la comunidad, porque tenemos una característica bastante llamativa: ¡nuestro pelo es rojo! Los únicos que se libran, aunque por extensión se los conoce por el mismo mote, son mi madre y uno de mis hermanos, Mateo. También son pelirrojas mis dos cuñadas y mis dos sobrinas. ¿Casualidades? No creo en ellas, por algo será. Tenemos un color de pelo muy llamativo que no mengua con los años, al contrario, cada vez se vuelve más intenso. Se nos distingue a kilómetros, nos llaman los Azafrán. En las zonas más rurales es común ser conocidos por un mote y este nos viene al pelo, qué chistosa.
La tarde al sol me está sentando estupendamente. Para bajar un poco la comida, damos un paseo por la finca. Está todo igual que lo dejé. Alimento a las cabras, son animales la mar de simples, pero muy divertidas. Cuando cae la noche, volvemos a casa. Mis hermanos se marchan a sus respectivos hogares y nosotros cenamos algo ligero para compensar los excesos de la comida. Luego aprovecho para acurrucarme con mi madre en el sofá y vemos una peli de esas que hemos visto mil veces, a la que apenas se le presta atención y sirve de excusa para pasar más tiempo arrimada a esa persona especial. Momentos así son los que me dan fuerza para afrontarlo todo en la vida.







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