"Apartamentos Fifi: Caution" - Capítulo 3


Capítulo 3 
JOSÉ 


   Agradezco a Carlos y a Helena la oportunidad que me brindan al dejarme a cargo de los apartamentos y de la nueva obra. Estoy algo nervioso por la responsabilidad, pero confío plenamente en mis posibilidades. No los decepcionaré. 
   Hace poco que terminé la carrera. Empresariales se me ha antojado más difícil de lo que pensaba. Me las prometía muy felices con esto de estudiar y trabajar. Estimaba que iría a curso por año, pero no ha sido así. La vida nocturna, los estudios y subsistir por mí mismo me han pasado factura. 
   Quién me iba a decir que al final lo conseguiría. En ocasiones, he estado muy tentado de mandarlo todo a la mierda, meter el rabo entre las piernas y
recurrir a mi padre; sobre todo, al principio. Los comienzos siempre son duros y más cuando pasas de tener todo tipo de lujos a vivir con lo justo, y a veces ni eso. 
   Mi padre es senador, podéis imaginar los niveles en los que se mueve. No ocurre nada en la ciudad sin que él se entere y, por supuesto, todo pasa por sus manos. Su brazo es largo y a veces asfixiante. Al principio, quiso que me dedicara a la política. Pronto se dio cuenta de que yo tenía conciencia, sensibilidad y empatía, virtudes que él interpretó como «poco espíritu de crecimiento», así que descartó la idea de que siguiera sus pasos. Lo agradezco. 
   Siempre fui un niño tranquilo, más bien callado, con cara de ángel, según decían, y bastante tímido. Debido al trabajo de mi padre, íbamos a múltiples fiestas a las que no me apetecía asistir y en las que me aburría como una ostra. A ellas, por supuesto, no asistían niños de mi edad y mi única compañía era mi madre. Siempre me agarraba de la mano y me infundía ánimos. 
   Mi madre siempre deseó tener una hija, sin embargo, no tuvo más hijos. Mis padres se distanciaron tras mi nacimiento. Creo que mi padre me culpaba por arrebatarles la felicidad, pero mamá decía que nadie la tenía, que yo había sido un regalo maravilloso que mi padre no había sabido entender. Según ella, mi padre en el fondo no era una mala persona, solo había elegido mal sus prioridades. 
   Una tarde de invierno le pregunté por qué siempre jugábamos a tomar té. Yo era aún muy pequeño. Ella, con toda su paciencia y amor, me contó que era inglesa, que había dejado su tierra por amor y que allí había unas costumbres que a ella le gustaba respetar. La idea de estar arraigado a algo que no cambiara caló en mí. Le pedí que me enseñara más cosas sobre su cultura y, poco a poco, fui incorporando las maneras inglesas a mis rutinas. 
   Me encantaba pasar tiempo con ella. La ceremonia del té se convirtió en una constante. Íbamos a nuestra salita de juegos, nos sentábamos en las pequeñas sillas a la diminuta mesa con todos los muñecos de la habitación y disfrutábamos de un té en buena compañía. Fue un placer ahorrarme el jugar con cochecitos o a la pelota, no llamaban para nada mi atención. También hacíamos teatros y fiestas de disfraces. Ella era genial en muchísimos aspectos, sobre todo, en el cariño que me daba. Es lo que más añoro. 
   Obviamente, todo lo que hacía con mi madre era un secreto. Mi padre no debía enterarse de nuestros particulares juegos. Para él, eso era de afeminados y no había cosa que le sacara más de quicio que un homosexual. Por aquellos entonces yo no entendía el concepto, me gustaba lo que hacía y punto, sin embargo, mi madre insistía en que era un asunto entre los dos y no debía decírselo a nadie. 
   Pero todo tiene un precio, el ser diferente se suele pagar, y mi cara de ángel nunca me ha ayudado. Bueno, quizá ahora sí me sirvan algunos de mis rasgos para trabajar en la noche —aunque esa es otra maldición un poco más soportable—, pero el reconocimiento público de mi familia en la sociedad, las excentricidades de mi madre, que todo el mundo conocía —y por ende las mías—, y mi físico más propio de una chica que de un chico, hicieron de mi paso por el colegio un infierno. No me importaba, eran solo unas horas de mi vida, todo lo de la mañana se olvidaba cuando entraba en casa con mi madre. Ella hacía mi existencia mejor. ¡La quería con locura! 
   Un día, tras volver del colegio, encontré en la puerta de la mansión un montón de coches de policía y una ambulancia. Salí corriendo a ver qué había sucedido. Mi sorpresa fue mayúscula y devastadora. Tras sortear a un montón de desconocidos que correteaban por la casa, conseguí llegar a la habitación de mi madre. Ella estaba en el suelo rodeada de un charco de sangre, me arrodillé a su lado y comprendí que ya no estaba entre los vivos. Un accidente doméstico, dijeron, pero se había suicidado. Yo tenía solo diez años y mi pequeño mundo se desmoronó. 
   Mis días pasaron a ser bastante más grises sin su presencia. Volvía del colegio y me faltaba mi aliciente, su cariño y mi único motivo de alegría. En el colegio todo empeoró, las especulaciones sobre la muerte de mi madre eran incesantes, mi sexualidad estaba continuamente en entredicho y a mi padre casi nunca lo veía. Me aislé y me refugié en mí mismo. 
   Los años pasaron y crecí. Descubrí por las películas y los libros, que era como lo aprendía casi todo, qué era eso de la sexualidad por la que tanto me juzgaban. 
   Muy joven, con quince años, perdí mi virginidad. Lo hice con la chica más guapa del instituto, la capitana de las animadoras. Ella no quería que se supiera porque yo era un «rarito», bajo su punto de vista, claro. Supongo que fue un reto personal o algún tipo de apuesta. A mí me dio igual, fue la experiencia de mi vida. No tenía ni idea de cómo era eso del sexo. Había experimentado con mi cuerpo, aunque nada comparable a lo que sentí con ella. Me comporté de una forma bastante torpe al carecer de experiencia, pero ella la suplía con creces y no pareció que le importara mi falta de pericia. Exploré el cuerpo femenino y descubrí que la mujer en sí era un ser maravilloso al que necesitaba adorar. 
   A la animadora le gustó lo que hicimos porque el rumor sobre mi supuesta potencia sexual corrió como la pólvora entre las féminas y me convertí en el terror de las chicas. Ninguna reconoció jamás que se había acostado conmigo, pero yo sí sabía que las había disfrutado, ¡y mucho! Me interesé aún más por el sexo e investigué en profundidad. Necesitaba saber cómo comportarme con ellas y, sobre todo, quería aprender a complacerlas. A mi favor tengo que siempre he sido habilidoso y mi carácter resultaba y resulta divertido. Soy un buen compañero de cama. 
   Fui creando un personaje acorde a lo que las mujeres esperaban de mí, esto del sexo se convirtió en una adicción. Por suerte, mi cuerpo de niño fue mejorando para dar paso a un adolescente rubio y espigado con cara de chico bueno. Mis ojos eran, y son, lo más destacable de mi rostro con un verde imposible. Característica de la familia de mi madre. 
   Las mujeres comenzaron a valorar, además de mi pericia, mi aspecto físico, proporcionándome más campo de acción. Pero, aun así, no conseguía ser un amigo ni un compañero ni un novio, simplemente me quedaba en amante. ¡Qué frustrante! 
   Mi madre había inculcado en mi pequeña persona las formas inglesas, me aproveché de ello y las incorporé a mi manera de ser de forma activa. Comencé a ser más cuidadoso con el vestir, dejé mi pelo ligeramente largo para poder engominarlo hacia atrás y, de manera sistemática, iba al pequeño gimnasio que tenía mi padre en el sótano, ese que nunca usaba. Moldeé mi cuerpo con la única finalidad de seducir. 
   Mi obsesión última era adorar a las mujeres, unos seres con los que disfrutaba enormemente y que me acercaban un poco al cariño que una vez me dio mi madre y que tanto necesitaba. A ello se unía la necesidad continua de ser aceptado y de conseguir un hueco dentro de este mundo que me era tan ingrato. 
   Mi padre, como no, seguía ausente y yo iba a mi rollo sin presiones de ningún tipo, gastando su dinero y disfrutando de mis conquistas. En definitiva, viviendo. Pero toda esta placentera vida duró poco, un año escaso. Todo se fue al garete de la noche a la mañana, ¡otra vez! Mi padre me llamó un día al despacho, y eso solo ocurría cuando había novedades muy importantes o cuando iba a regañarme. 
  —José, siéntate un momento. Tenemos que hablar —dijo mi padre con su característica voz ronca y autoritaria. 
   Hice lo que me mandó, siempre lo hacía o debía atenerme a las consecuencias.
   —Tu madre nos dejó hace ya bastante tiempo. —Me miró evaluando mi reacción. Puse mi mejor cara de póquer y continuó—. Creo que va siendo hora de que busquemos una nueva madre para ti y una buena mujer para mí. Esto me hará ganar muchos puntos de cara a las elecciones. 
   Toda su vida se basa en la política, la antepone a todo. Jamás lo vi derramar una lágrima por la pérdida de mi madre y jamás sentí un gesto de cariño hacia mí. Nunca aprecié ningún tipo de reacción en él. A veces, me lo imaginaba como una enorme presa conteniendo toda el agua del mundo, pero sin desbordarse jamás. Solo era así conmigo, con sus amigos era espléndido, todo candor y buena voluntad. ¡Cómo me jodía eso! 
   Mi padre no me estaba preguntando, la decisión no dependía de mí, yo era el último eslabón. Si me lo transmitía era por puro formulismo. Posiblemente, ya existía una futura señora Cruz. 
   —Lo que usted quiera padre —balbucí cohibido. 
   Hizo un gesto con la cara, aguzó la mirada escrutándome como si pudiera ver a través de mí —hecho que me dejaba sin aliento— y determinó que dentro de mí no había nada más que lo que él suponía una débil personalidad. Con un gesto de la mano me hizo salir del despacho. Esa era su particular forma de contar conmigo: comunicármelo en tiempo y forma. A los dos meses, tenía madre nueva. 
   Fue un choque enorme. Me gusta llamarla madrastra porque a ella la enfada. No iba a llamar mamá a una muchacha con la que apenas me llevaba cinco o seis años. 
   Carmen era y es una mujer preciosa: morena de largos cabellos lacios —siempre de peluquería—, unos enormes ojos oscuros de largas y negras pestañas, alta con un cuerpo bien proporcionado, unas piernas esculturales a las que sabe sacarles provecho y una piel blanca e impoluta como la porcelana. Mi padre tuvo muy buen gusto, eso se lo reconozco. Por lo menos, en el exterior. Proviene de una familia de rancio abolengo, con más dinero del que pueda gastar, y su educación ha estado encaminada desde la niñez a conseguir un marido con una buena posición social y con un apellido digno y a su altura. 
   Me encapriché ciegamente y sin remedio de ella, a pesar de que Carmen es tan guapa como maquinadora, superficial y caprichosa. 
   Con su llegada comenzó el cisma que casi acaba con lo poco que quedaba de mi familia. 
   El día que cumplí la mayoría de edad me fui de casa. Ya no aguantaba más. No podía soportar vivir durante más tiempo bajo el mismo techo, y más, después de lo que ocurrió. Ese día comencé a dejarme la barba. 
   Cierro los ojos apartando mis pensamientos negativos y me voy a la cama. Intento hacerme a la idea de que mañana iré de nuevo a esa casa. Cada vez que voy se me hace más difícil. Estoy intranquilo solo de pensarlo, no sé lo que me voy a encontrar. Es una tortura, pero no puedo dejar en la estacada a mi hermana. Soy lo único que tiene y, aunque lo pase mal, estaré con ella. Deseo con todas mis fuerzas que Jana esté sola, como casi siempre, y no tener que coincidir con mi madrastra o con mi padre. Verlos una vez al año ya me parece demasiado.



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