—XXI—
Los cómos
Javier nunca te dice dónde o cuándo es su
presentación, pero un día te avisa por mensaje de texto que todo salió bien y
que gracias por tu ayuda. No sientes que hayas ayudado mucho que igual le
mandas una sonrisa.
Estar a un metro de Mario te pone extremadamente incómodo pero de una
manera agradable. Se está acabando el año y vas a tener que rendir la PSU pero
todavía no te quieres preocupar de eso. Quieres pensar que con el fin de la
enseñanza media y tu ingreso a la universidad comenzarás una etapa nueva,
rejuvenecedora, pero solo estás cansado últimamente. Cansado y nervioso.
Hablas con Adrián mientras esperas entre
clases. Verlo te pone más ansioso que antes, por razones difíciles de
comprender. Debe tener algo que ver con lo de Mario y el hecho de que te haya
llamado calienta-sopa. A ti. Si lo eres, es sin querer, pero en serio, ¿quién
cresta se va a calentar contigo aparte de Adrián, que es un caso especial, de
todos modos?
Has notado que te pones muy autolastimero
cuando estás estresado.
—Andas medio desaparecido —te dice—. Ya no
hablas con nadie.
Se ve preocupado por esto. Adrián, aunque
nunca
te provocó la risita estúpida que Mario te da con solo mirarte por más de tres segundos, te enternece de cierta manera, solo un poco y exclusivamente cuando hay Luna menguante.
te provocó la risita estúpida que Mario te da con solo mirarte por más de tres segundos, te enternece de cierta manera, solo un poco y exclusivamente cuando hay Luna menguante.
—¿Para qué? Si total ya no nos vamos a
ver.
Le rompes el corazón con esas palabras.
Adrián sonríe como si lo estuvieran apuñalando.
—Tienes razón.
Rebecca anda elusiva en clases y Emilia
mira por las ventanas y se va deprisa después de clases. Raquel te ignora y
Giselle huye de tu presencia. Hablarías con tus compañeros de curso, piensas,
si no fuera porque te sientes como un alienígena con piel de humano cuando
estás entre ellos.
El living en la casa de Javier te da la
bienvenida mucho más efusivamente.
—Imagine Dragons.
—Me carga Imagine Dragons —dices—. Es como
una versión más challa de Foals.
—A mí me gustan los dos —murmura Cristóbal,
jugueteando con su teclado. Está tocando el preludio nº1 de Bach.
—Nosotros vamos a tocar la hueá, no tú
—responde Javier, cruzándose de brazos y echándose hacia atrás hasta reclinar
en su sillón. Pese a lo dicho, te sigue mirando—. ¿Entonces?
—¿Algo más viejo?
—Todo porque tú eres hípster.
Ruedas los ojos.
—Tú elige si no quieres mi opinión.
Javier te mira fijamente hasta que te
empiezas a poner nervioso. Luego toca los primeros acordes de algo que te suena
excesivamente familiar.
—¿Panda? ¿En serio?
Cristóbal ríe entre dientes. Javier se
encoge de hombres.
—Tengo que advertirte, tienes que saber,
que igual y no estaré al amanecer...
—Ya, ya entendí. Ni te voy a preguntar por
qué te aprendiste eso. Tus piercings me dicen lo suficiente.
—¿Qué prefieres, entonces? ¿The
Cardigans? Love me, love me,
say that you love me, fool me—
—Tu inglés es súper mierda.
—¿Quieres que te toque Wonderwall?
—Mejor una de Los Prisioneros.
Javier toca Amiga mía.
Cristóbal, por razones extrañas, no se la sabe y reacciona con vago
reconocimiento al escuchar Sudamerican rockers. Javier se ofende
profundamente.
—¿Ves? ¿Ves esto? Tengo que trabajar en
estas condiciones. No se puede así. Luego me va a decir que no sabe quién es
Silvio Rodríguez y yo me pegaré un tiro.
Le cantas El necio a
Cristóbal para ver si recuerda alguna otra canción del susodicho, aunque a la
mitad se te trabe la lengua y te sientas ridículo. El problema de cantar esta
canción en particular es que, quieras o no, te hace pensar en Mario. Javier se
ríe tanto de la situación que tiene que ir a buscar un vaso de agua.
—No cantas mal —te miente cuando vuelve
con un cigarro apagado entre los dedos—, es solo que cantas muy bajito. Tienes
buen oído.
Cristóbal se sabe Te doy una
canción. Javier decide que esa es la canción a ensayar.
Mario sigue diciendo que eres amarillista
y vendido y basura capitalista, en resumen, y no le prestas mucha atención
cuando intenta desplazarte de la conversación. Para tu sorpresa, tus demás
compañeros le dicen que calme las revoluciones al notar su actitud en tu
contra, comportamiento que ni tú entiendes. Tienes la certeza de que te odia
porque no eres lo suficientemente hippie para él pese a su mini-confesión del
otro día.
O eso crees, al menos. No puedes jurarlo,
pero lo cierto es que pese a sus intentos por hacerte parecer estúpido y banal,
ambas cosas que eres pero no hay por qué restregarlo, Mario te… contempla, por
ponerlo de algún modo, en ocasiones. A ti se te sacuden las tripas y los
pulmones se te comprimen como si tuvieras bronquitis y hubieras corrido cinco
kilómetros. No escuchas nada de lo que dice el profesor.
Lo acompañas mientras espera la micro,
como siempre. Tienes esperanzas vagas de cosas insensatas que te dan asco. No
te entiendes. Es como cuando tenías doce años y querías que Néstor te diera un
beso porque era lindo y a la vez no porque era tu mejor amigo y eso era
simplemente raro. Y luego a los catorce querías cosas peores que todavía te
daban ganas de vomitar.
Mario no te habla así que tú tampoco hablas,
y así comparten un cigarro en silencio. Deja su micro pasar de largo.
—¿Me quieres decir algo? —le preguntas
después de un rato antes de botar la colilla al suelo.
—No.
—¿Entonces?
—¿Necesitas algo?
Te da rabia. Hace tiempo que algo no te
daba rabia.
—Te estaba haciendo compañía, pero chucha,
ya, me voy.
Empiezas a caminar. Das tres pasos.
—Espérate.
—¿Qué? —dices con fuerza. Mario te observa
con cautela y cierto dejo de admiración, quizás. Le gustas. Le gusta cuando lo
tratas mal o tal vez cuando dejas de ser un cordero degollado—. Tengo cosas que
hacer.
—Sí, sí, sí sé. Solo quería preguntarte
algo cortito…
Putos diminutivos.
—¿Por qué no lo hiciste antes en vez de
tenerme parado aquí como idiota por diez minutos?
Mario no responde.
—¿Vas a hacer algo este sábado?
—Estoy ocupadísimo —dices y lamentas que
te sale con la entonación más afeminada posible. Bien, Gaspar. Perfecto. Te
enojas más, si es que es posible, cuando Mario sonríe como niño regañado.
—No seas así.
—Entonces deja de comportarte como un pendejo.
Esta cuestión de tirarle el pelo a una persona cuándo te gusta es harto de
kínder —Abre la boca para decir algo pero estás enojado y tu furia, como
siempre, se alimenta de sí misma y se incrementa sin razón, fuera de tu
control—. Y no, ¿sabes qué? Aunque no tuviera ni una cuestión que hacer aparte
de pajearme todo el día no iría a ninguna parte contigo porque me enfermas,
hueón, no soporto tu actitud culia' de superioridad. No sé cómo te aguantas a
ti mismo.
Esperas. Mario no se ve particularmente dolido
sino más bien irritado ante tu estallido.
—Yo tampoco sé, la verdad. No me aguanto
mucho, en realidad.
Tu ira se congela un poco. Respiras con
cuidado.
—¿Perdón?
—No te estoy tratando de dar pena. Solo
creí que… Bueno, he visto tus brazos entonces yo…
Las cicatrices. Nadie lo menciona nunca,
claro, por educación, así que oírlo te marea un poco aunque ya no sea un
secreto ni nada de lo que avergonzarse. Te sientes desnudo bajo tu chaqueta. La
mayor parte del tiempo se te olvida que están ahí y ser obligado a recordarlas
tan violentamente es ensombrecedor.
—Ya no hago eso —dices muy rápido. Mario
asiente.
—No, sí sé. Se nota. Pero igual, no sé,
quería saber si te gustaría conversar de repente.
Tienes la impresión, Gaspar, de que esto
es mala idea. Tratas de imaginar qué haría Javier en tu lugar, aunque luego te
preguntes por qué lo tienes como referente en esta situación. El problema es
que no se te ocurre qué haría Javier porque Javier siempre hace cosas
irracionales y que no ayudan en nada.
Decides hacerte caso a ti mismo.
—Ya. Okay.
Mario no se corta lo que te decepciona un
poco por razones bizarras. Lo que sí hace es filosofar sobre la existencia y el
nihilismo y todas esas cosas tontas que Javier monologaba a los diecisiete. Te
aburre un poco oírlo porque estás en desacuerdo con casi todo, y luego te
asusta porque a veces Mario se queda callado mirándote raro y tú sientes que tu
cerebro se está defenestrando a sí mismo para volver a un lugar al que no
quieres volver ir a turistear.
—¿No crees que te hacía más interesante?
—te pregunta Mario. Debería ser ofensivo, piensas, y lo sería si fuera otra
persona en tu lugar.
—Creo que sí.
No es que ahora no te sientas genial, a
veces, pero antes al menos te sentías distinto al resto aunque fuera de manera negativa.
Podías sentirte mejor ante tus fracasos escudándote bajo el hecho de que
estabas sufriendo y sentirte intelectual porque pensabas mucho acerca de la
muerte. Ahora lo único que haces es vender quequitos y tararear canciones.
Hay cierta magia irrepetible en rendirse.
Cuando no tienes nada que perder, el mundo es tu esclavo. Cuando no es así,
todo es aterrador. No es como que puedas decir que estás feliz o siquiera
esperanzado; es más como que llegaste a un estado zen basado en la
autocomplacencia. Solo vas de un lado a otro, ríes ante los chistes e intentas
no reflexionar sobre lo deficiente que todavía eres como ser humano. No has
resuelto nada, solo decidiste ignorarlo.
Duele un poco pensarlo porque ya deberías
haberlo solucionado. Has estado perdiendo el tiempo. ¿Qué has hecho durante los
últimos dos años, Gaspar?
Aquí vienen las dudas.
—No quiero hablar de esto —dices sin tu
propio permiso, tu cerebro marchando en alerta roja porque estás con el agua
hasta las rodillas. Tiemblas. Es el peor sábado de tu vida. No. Es mentira. Ha
habido peores y habrá peores.
Mario sigue hablando sobre la vida y la
muerte y el suicido y cosas que podrían bien haber salido de un Tumblr
depresivo, de esos que te dan ganas de matar, y todo se mete por tus orejas
como gusanos y te dan ganas de llorar porque te encierran en una cajita sin
luces y sin agujeros para respirar. Caminan por la calle de noche, con los
faroles iluminándolos. No hay ni una sola estrella en el cielo.
Mario habla de que el mundo es mierda.
Estás de acuerdo, pero es porque la gente es mierda y eso los incluye a ustedes
dos, y esto es como tener quince de nuevo, piensas, pero Mario no toca la
guitarra y Javier te salvó la vida antes de empezar a reírse de tus
inseguridades, al menos.
Quedan tres meses de este año piensas cada
vez que Mario insiste en intentar llevarte a su casa y tú eres muy débil como
para no comportarte como el tipo más fácil de todo Chile. Solo tres meses.
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