No son los peores tres meses de tu vida
pero sí son muy insípidos. Javier todavía te invita a su casa a revisar
canciones y conversar con Cristóbal, cuyo cabello nunca destiñe, al parecer, o
tiene el cuidado de retocarlo a cada rato. Te gustaría poder vivir en la casa
de Javier, aunque tuvieras que dormir en la tina.
Cumples dieciocho. Das la PSU. Recuerdas
qué se siente hablar con alguien que seguramente no te está escuchando. Mario
no es tu amigo porque Javier lo es, incluso Adrián y Cristóbal tal vez cuenten
como tales, y ninguno de ellos te mete los dedos en la herida hasta el nudillo.
Debe saber qué está haciendo.
No sabes por qué le sigues hablando.
Quieres ser querido, tal vez, y Mario estaría fuera de tus posibilidades si él
fuera una persona normal. Esto es como una victoria en medio de la mierda. No
le mencionas nada a nadie de tus charlas nocturnas con Mario o las veces que te
convence de capearte clases para ir a perder el tiempo a otro lugar. Llegas a
pensar que, si te ofreciera quemar un árbol de la plaza, lo ayudarías a comprar
las botellas.
No le echas la culpa cuando dejas la mitad
de la prueba de lenguaje sin responder porque fuiste tú el hormonal que dijo
que sí a todas esas tardes desperdiciadas entre risitas e insultos. Contrólate,
animal. Hay más cosas en la vida que tener conversaciones vacías en ansias de
que en algún momento Mario se digne a tirar contigo, y mira que con qué cara te
tildó de andar calentándole la sopa.
Mientras más lo piensas, más se te derrite
el cerebro y llega un momento en que te cuestionas si quieres esto porque Mario
te gusta o porque te detestas y sabes que Mario probablemente te escupirá en la
cara en pleno proceso. Quizás es solo la naturaleza exigiendo lo que es suyo.
Sea lo que sea, eres repugnante y últimamente siquiera la idea de masturbarte
te da náuseas.
Vas a la casa de Javier unos días antes de
Navidad y Cristóbal no está, pero su teclado sí. Te extraña su ausencia pero
luego te percatas de que han pasado semanas desde que conversaste a solas con
Javier. Es algo nostálgico.
—¿Y Cristóbal?
—Haciendo trámites. Vuelve como en dos
horas, me dijo. ¿No te lo pillaste afuera?
—No.
Javier tararea algo que suena como Rage
Against The Machine. Merodeas el teclado de Cristóbal, aprovechando su
ausencia, y Javier se pone de pie cuando aprietas una tecla y no pasa nada.
—Está desenchufado —dice a la vez que
resuelve esa situación. Presiona un botón en el teclado, se detiene un momento
y luego, con una sola mano, toca una melodía que desconoces. Frunces el ceño.
—¿Sabes tocar el piano?
—Poco.
Toca el tema principal de The
Legend of Zelda. Notas que, en la posición en la que tiene sus manos, sus
nudillos se ven extraños. Decides no preguntar y en cambio te enfocas en su
guitarra, que tiene cuerdas nuevas.
—¿Sabes tocar algo más? —preguntas.
—La batería, pero lo mismo, es tan poco
que no puedo decir que sé, exactamente. Cristóbal es el multiinstrumentista.
—¿Toca algo aparte del piano?
—El saxofón. Eso tocaba en la orquesta del
colegio, al menos. También sabe tocar el violín, la guitarra y, cómo se llama
esta cuestión, que es súper grande… ¡el contrabajo! Y tú ya viste que canta.
—¿Tú no estabas en la orquesta?
—No me dejaron entrar porque cuando
intenté meterme me había hecho los aros en la ceja dos meses antes. Me dijeron
que me los tenía que quitar.
—Y no quisiste.
—Pero qué cabro más inteligente. Además,
estar tanto rato sentado me hace doler la espalda.
Dice lo último con un leve dejo de timidez
que te extraña pero que decides no mencionar. Lo miras tomar su guitarra y poner
el pie encima del sillón, probablemente porque cree que se ve bacán en vez de
estúpido.
—¿Te sabes En la ciudad de la
furia? ¿Soda Stereo?
—Obvio.
—Cántala.
—Al menos di por favor.
—Canta fuerte —te recuerda. No puedes
evitar dirigir la vista a sus auriculares.
Cristóbal llega, como dijo, dos horas
después. Tiene un ojo en tinta pero Javier no dice nada al respecto así que tú
tampoco preguntas, en parte porque Cristóbal palidece al verte. Le hablas
acerca de la orquesta en la que estaba para no sentir remordimiento por su
nerviosismo. Él, en cambio, te pregunta cómo te fue en la PSU y qué vas a
estudiar, lo que te trae a la mente que no tienes idea de qué hace Cristóbal
con su vida.
Javier te observa como con una advertencia
en los ojos y tú decides que es mejor no preguntar, así que solo respondes, con
una amplia sonrisa, que no tienes ni la más remota idea.
Tu papá te dice, durante enero, en
términos gentiles pero firmes, que no es sencillo tener seis hijos y que uno de
ellos vaya a la universidad, lo que tiene por objetivo que te consigas una pega
de medio tiempo, que es algo que haces sin quejarte. La señora del negocio de
la calle de abajo te pagará sueldo mínimo por acomodarle las cosas de la
tienda, lo que es un trabajo tan monótono y sencillo que hasta tú puedes
hacerlo, Gaspar.
En eso ocupas tu verano después de que haces
la postulación a Química y Farmacia, luego de hacer sorteo con Cristóbal y
Javier entre eso y cinco carreras más. Cristóbal te dijo suavemente que no era
buena idea decidir tu futuro de manera tan irresponsable a la vez que Javier te
informaba diligentemente que si estudiabas Química y Farmacia podrías
convertirte en Walter White. Fue un argumento fuerte. Con eso resuelto, ya no
tienes nada que hacer.
Todos están muy orgullosos de ti.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Me voy a ir a Santiago —dice Mario.
Tratas de que te importe, pero no lo logras completamente, así que intentas de
que eso te ponga triste pero tampoco encuentras esa emoción dentro de ti.
—Mira tú.
Nada está cambiando como debería.
—Andas raro últimamente —te dice Javier un
día que te quedas hasta demasiado tarde en su casa. Sus papás están durmiendo
ya y tú deberías partir. Te encamina hasta el paradero.
—¿Sí?
—Medio callado.
—Siempre ando callado.
—Entonces callado de una manera diferente.
—Yo no te hablo de tus cambios de humor o
de tus otras cosas.
Javier no te responde de inmediato pero
empieza a caminar más lento.
—Antes te quejabas de que no hablábamos de
nada y ahora me dices que no quieres hablar de nada. ¿Cuál es?
—No es nada importante.
Lo escuchas suspirar y te sientes un
poquito culpable. Deberían ver una película juntos uno de estos días. Night
of the Living Dead suena como una buena opción y piensas en proponerlo
pero algo te frena de abrir la boca. Ya estás molestando lo suficiente con tus
rarezas.
—Si quieres hablar, no me molesta
escucharte —te dice y se te ablanda un poco el corazón. Javier, pese a sus
asperezas y opiniones fuertes, no es una mala persona. Ha de tener cierta
ternura interior si en su dado momento pololeó con Rebecca.
—No te preocupes.
Ojalá te haga caso.
Mario no sabe nada de música y esto te
irrita de sobremanera y, por una razón u otra, te hace sentir que estás
hablando con un ignorante grandísimo. No sabe quién es Thom Yorke o Stevie
Wonders y su referente más grande de música latina es Camila Moreno. Quieres
darle coscorrones de pura rabia.
Le recomiendas bandas pero tienes la
sensación de que no las va a escuchar. Él te habla de libros que no te importan
mucho así que supones que están en las mismas.
—No soy de libros. Me gustan más los
poemas —dices.
—Entonces yo no soy de música sino de
sonido ambiental.
Lo andas comparando con Adrián todo el
día, porque Adrián hizo absolutamente de todo en su intento por caerte bien. Hasta
el día de hoy es fanático de Queens of The Stone Age gracias a tus menciones constantes.
Es chistoso que solo te empezó a agradar cuando dejó de intentarlo. Tal vez
este es tu castigo divino por ser tan cruel y difícil de complacer.
Mario se sienta al lado de ti en su cama y
miran documentales del Discovery Channel. El cerebro se te está derritiendo y
saliendo por las orejas y es ridículo que hayas llegado tan lejos en esta
excursión. ¿Qué quieres lograr, Gaspar? Nunca estuviste dispuesto a aburrirte
solo por agradarle a Néstor. Esa era la gracia de tu amor: no tenías que
esforzarte. Era tan sencillo querer a Néstor y era tan fácil ser querido por
Adrián. No entiendes por qué esto está siendo tan complicado.
Te quedas dormido y despiertas cuando ya
está oscureciendo. Mario está en su computador y te observa algo turbado cuando
logras terminar de despertarte. Se te suben las ansias bajo su mirada.
—Perdón —dices. Mario sacude la cabeza.
—Está bien.
—Me debería ir —murmuras mientras te pones
de pie—. Mi mamá debe estar preparando la once.
—Puedes tomar once acá.
Suena comprometedor. Hay que abortar esta
misión.
—No, gracias. Quizás otro día.
—Entonces te acompaño afuera.
Así lo hace y tú te pones más tembloroso
mientras más cerca tuyo camina. Tu brazo se roza contra el suyo y eso es
completamente intencional. No hay nadie en la calle. Sus vecinos no miran por
las ventanas. Ni siquiera hay perros.
Tragas saliva. Mario, como leyéndote la
mente, te pone en la esquina del paradero techado y tus pies se chocan contra
los de él. La pared a tu espalda está helada o eres tú el que tiene fiebre.
Hasta tu sudor se siente frío.
Dile que no, Gaspar. Dile que no tienes la
fortaleza mental como para lidiar con algo así en este momento de tu vida. Lo
intentaste una vez y terminaste hiriendo a Adrián cuando este no lo merecía.
Eres muy mal partido y él te da algo de asco pero puede que sea solo repugnancia
ante ti mismo.
—¿Por qué esa cara? —ríe Mario. Te muerdes
los labios.
Te entierras los dedos en los muslos hasta
que te duele y luego besas a Mario de la manera más seca, bruta y atolondrada
posible de imaginar, con el mentón casi temblándote de miedo ante algo que
está dentro de ti mismo, y casi logras escuchar tus dientes chocar con los de
él. Te agarra de la cara para guiarte porque debe creer que es simplemente que
no sabes dar besos en lugar de que estas al borde de un ataque de ansiedad.
Mario te observa con cuidado cuando se
aleja, todavía con sus manos en toda tu cara. Sus dedos están demasiado secos y
cálidos y te sacudes su agarre antes de que te haga vomitar.
—Eres súper raro —te dice entre risitas.
—A mucha honra —logras susurrar con la
garganta apretada.
Te vas en la siguiente micro que pasa,
aunque no sabes a dónde cresta va, despidiéndote entre tartamudeos ante su
mirada estupefacta y casi ofendida. Qué estás haciendo, Gaspar. Todo esto es
muy mala idea. Tienes que parar.
Te sientes muy extraño. Sucio en las venas
y como si tu piel fuera de mentira. Te refriegas los ojos. Sudas frío y tu
cerebro se eleva en tu cráneo hasta que te cuesta tener los ojos abiertos. Le
cedes el asiento a una señora embarazada pero todo se mueve bajo tus pies. La
micro está volando.
Algo no está bien en tu cabeza, Gaspar.
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